Octavio Paz
ENSAYOS
"El ritmo" Las palabras se conducen como seres caprichosos y
autónomos. Siempre dicen "esto y lo otro" y, al mismo tiempo,
"aquello y lo de más allá". El pensamiento no se resigna; forzado a
usarlas, una y otra vez pretende reducirlas a sus propias leyes; y una y otra
vez el lenguaje se rebela y rompe los diques de la sintaxis y del
diccionario. Léxicos y gramáticas son obras condenadas a no terminarse nunca.
El idioma está siempre en movimiento, aunque el hombre, por ocupar el centro del
remolino, pocas veces se da cuenta de este incesante cambiar. De ahí que,
como si fuera algo estático, la gramática afirme que la lengua es un conjunto
de voces y que éstas constituyen la unidad más simple, la célula lingüística.
En realidad, el vocablo nunca se da aislado; nadie habla en palabras sueltas.
El idioma es una totalidad indivisible; no lo forman la suma de sus voces,
del mismo modo que la sociedad no es el conjunto de los individuos que la
componen. Una palabra aislada es incapaz de constituir una unidad
significativa. La palabra suelta no es, propiamente, lenguaje; tampoco lo es
una sucesión de vocablos dispuestos al azar. Para que el lenguaje se produzca
es menester que los signos y lo sonidos se asocien de tal manera que
impliquen y transmitan un sentido. La pluralidad potencial de significados de
la palabra suelta se transforma en la frase en una cierta y única, aunque no
siempre rigurosa y unívoca, dirección. Así, no es la voz, sino la frase u
oración, la que constituye la unidad más simple del habla. La frase es una
totalidad autosuficiente; todo el lenguaje, como un microcosmo, vive en ella.
A semejanza del átomo, es un organismo sólo separable por la violencia. Y en
efecto, sólo por la violencia del análisis gramatical la frase se descompone
en palabras. El lenguaje es un universo de unidades significativas, es decir,
de frases. Basta
observar cómo escriben los que no han pasado por los aros del análisis
gramatical para comprobar la verdad de estas afirmaciones. Los niños son
incapaces de aislar las palabras. El aprendizaje de la gramática se inicia
enseñando a dividir las frases en palabras y éstas en sílabas y letras. Pero
los niños no tienen conciencia de las palabras; la tienen, y muy viva, de las
frases: piensan, hablan y escriben en bloques significativos y les cuesta
trabajo comprender que una frase está hecha de palabras. Todos aquellos que
apenas si saben escribir muestran la misma tendencia. Cuando escriben,
separan o juntan al azar los vocablos: no saben a ciencia cierta dónde acaban
y empiezan. Al hablar, por el contrario, los analfabetos hacen las pausas
precisamente donde hay que hacerlas: piensan en frases. Asimismo, apenas nos
olvidamos o exaltamos y dejamos de ser dueños de nosotros, el lenguaje
natural recobra sus derechos y dos palabras o más se juntan en el papel, ya
no conforme a las reglas de la gramática sino obedeciendo al dictado del
pensamiento. Cada vez que nos distraemos, reaparece el lenguaje en su estado
natural, anterior a la gramática. Podría argüirse que hay palabras aisladas
que forman por sí mismas unidades significativas. En ciertos idiomas
primitivos la unidad parece ser la palabra; los pronombres demostrativos de
algunas de estas lenguas no se reducen a señalar a éste o aquél, sino a
"esto que está de pie", "aquel que está tan cerca que podría
tocársele", "aquélla ausente", "éste visible", etc.
Pero cada una de estas palabras es una frase. Así, ni en los idiomas más
simples la palabra aislada es lenguaje. Esos pronombres son palabras frases (1). El poema posee
el mismo carácter complejo e indivisible del lenguaje y de su célula: la
frase. Todo poema es una totalidad cerrada sobre sí misma: es una frase o un
conjunto de frases que forman un todo. Como en el resto de los hombres, el
poeta no se expresa en vocablos sueltos, sino en unidades compactas e
inseparables. La célula del poema, su núcleo más simple, es la frase poética.
Pero, a diferencia de lo que ocurre con la prosa, la unidad de la frase, lo
que la constituye como tal y hace lenguaje, no es el sentido o dirección
significativa, sino el ritmo. Esta desconcertante propiedad de la frase
poética será estudiada más adelante; antes es indispensable describir de qué
manera la frase prosaica —el habla común— se transforma en frase poética. |
Nadie
puede substraerse a la creencia en el poder mágico de las palabras. Ni
siquiera aquellos que de desconfían de ellas. La reserva ante el lenguaje es
una actitud intelectual. Sólo en ciertos momentos medimos y pesamos las
palabras; pasado ese instante, les devolvemos su crédito. La confianza ante
el lenguaje es la actitud espontánea y original del hombre; las cosas son su
nombre. La fe en el poder de las palabras es una reminiscencia de nuestras
creencias más antiguas: la naturaleza está animada; cada objeto posee una
vida propia; las palabras, que son los dobles mundo objetivo, también están
animadas. El lenguaje, como el universo, es un mundo de llamadas y
respuestas; flujo y reflujo, unión y separación, inspiración y espiración.
Unas palabras se atraen, otras se repelen y todas se corresponden. El habla
es un conjunto de seres vivos, movidos por ritmos semejantes a los que rigen
a los astros y las plantas. Todo
aquel que haya practicado la escritura automática —hasta donde es posible
esta tentativa— conoce las extrañas y deslumbrantes asociaciones del lenguaje
dejado a su propia espontaneidad. Evocación y convocación. Les mots font l’amour, dice André
Breton. Y un espíritu tan lúcido como Alfonso Reyes advierte al poeta
demasiado seguro de su dominio del idioma: "Un día las palabras se
coaligarán contra ti, se te sublevarán a un tiempo...". Pero no es
necesario acudir a estos testimonios literarios. El sueño, el delirio, la
hipnosis y otros estados de relajación de la conciencia favorecen el manar de
las frases. La corriente parece no tener fin: una frase nos lleva a la otra.
Arrastrados por el río de las imágenes, rozamos las orillas del puro existir
y adivinamos un estado de unidad, de final reunión con nuestro ser y con el
ser del mundo. Incapaz de oponer diques a la marea, la conciencia vacila. Y
de pronto todo desemboca en una imagen final. Un mundo nos cierra el paso:
volvemos al silencio. Los
estados contrarios —extrema tensión de la conciencia, sentimiento agudo del
lenguaje, diálogos en que las inteligencias chocan y brillan, galerías
transparentes que la introspección multiplica hasta el infinito— también son
favorables a la repentina aparición de frases caídas del cielo. Nadie las ha
llamado; son como la recompensa de la vigilia. Tras el forcejeo de la razón que
se abre paso, pisamos una zona armónica. Todo se vuelve fácil, todo es
respuesta tácita, alusión esperada. Sentimos que las ideas riman. Entrevemos
que pensamientos y frases son también ritmos, llamadas, ecos. Pensar es dar
la nota justa, vibrar apenas nos toca la onda luminosa. La cólera, el
entusiasmo, la indignación, todo lo que nos pone fuera de nosotros posee la
misma virtud liberadora. Brotan frases inesperadas y dueñas de un poder
eléctrico: "lo fulminó con la mirada", "echó rayos y centellas
por la boca"... El elemento fuego preside todas esas expresiones. Los
juramentos y malas palabras estallan como soles atroces. Hay maldiciones y
blasfemias que hacen temblar el orden cósmico. Después, el hombre se admira y
arrepiente de lo que dijo. En realidad no fue él, sino "otro",
quien profirió esas frases: estaba "fuera de sí". Los diálogos
amorosos muestran el mismo carácter. Los amantes "se quitan las palabras
de la boca". Todo coincide: pausas y exclamaciones, risas y silencios.
El diálogo es más que un acuerdo: es un acorde. Y los enamorados mismos se
sienten como dos rimas felices, pronunciadas por una boca invisible. El
lenguaje es el hombre, pero es algo más. Tal podría ser el punto de partida
de una inquisición sobre estas turbadoras propiedades de las palabras. Pero
el poeta no se pregunta cómo está hecho el lenguaje y si ese dinamismo es
suyo o sólo es reflejo. Con el pragmatismo inocente de todos los creadores,
verifica un hecho y lo utiliza: las palabras llegan y se juntan sin que nadie
las llame; y estas reuniones y separaciones no son hijas del puro azar: un
orden rige las afinidades y las repulsiones. En el fondo de todo fenómeno
verbal hay un ritmo. Las palabras se juntan y separan atendiendo a ciertos
principios rítmicos. Si el lenguaje es un continuo vaivén de frases y
asociaciones verbales regido por un ritmo secreto, la reproducción de ese
ritmo nos dará poder sobre las palabras. El dinamismo del lenguaje lleva al
poeta a crear su universo verbal utilizando las mismas fuerzas de atracción y
repulsión. El poeta crea por analogía. Su modelo es el ritmo que mueve a todo
el idioma. El ritmo es un imán. Al reproducirlo —por medio de metros, rimas,
aliteraciones, paronomasias y otros procedimientos— convoca las palabras. A
la esterilidad sucede un estado de abundancia verbal; abiertas las esclusas
interiores, las frases brotan como chorros o surtidores. Lo difícil, dice
Gabriela Mistral, no es encontrar rimas sino evitar su abundancia. La
creación poética consiste, en buena parte, en esta voluntaria utilización del
ritmo como agente de seducción. La
operación poética no es diversa del conjuro, el hechizo y otros
procedimientos de la magia. Y la actitud del poeta es muy semejante a la del
mago. Los dos utilizan el principio de analogía; los dos proceden con fines
utilitarios e inmediatos: no se preguntan qué es el idioma o la naturaleza,
sino que se sirven de ellos para sus propios fines. No es difícil añadir otra
nota: magos y poetas, a diferencia de filósofos, técnicos y sabios, extraen
sus poderes de sí mismos. Para obrar no les basta poseer una suma de
conocimientos, como ocurre con un físico o con un chofer. Toda operación
mágica requiere de una fuerza interior, lograda a través de un penoso
esfuerzo de purificación. Las fuentes del poder mágico son dobles: las
fórmulas y demás métodos de encantamiento, y la fuerza psíquica del
encantador, su afinación espiritual que le permite acordar su ritmo con el
del cosmos. Lo mismo ocurre con el poeta. El lenguaje del poema está en él y
sólo a él se le revela. La revelación poética implica una búsqueda interior.
Búsqueda que no se parece en nada a la introspección o al análisis; más que
una búsqueda, actividad psíquica capaz de provocar la pasividad propicia a la
aparición de las imágenes. Con
frecuencia se compara al mago con el rebelde. La seducción que todavía ejerce
sobre nosotros su figura procede de haber sido el primero que dijo No a los
dioses y Sí a la voluntad humana. Todas las otras rebeliones —esas,
precisamente, por las cuales el hombre ha llegado a ser hombre— parten de
esta primera rebelión. En la figura del hechicero hay una tensión trágica,
ausente en el hombre de ciencia y en el filósofo. Éstos sirven al
conocimiento y en su mundo los dioses y las fuerzas naturales no son sino
hipótesis, ni tampoco, como para el creyente, realidades que hay que aplacar
o amar, sino poderes que hay que seducir, vencer o burlar. La magia es una
empresa peligrosa y sacrílega, una afirmación del poder humano frente a lo
sobrenatural. Separado del rebaño humano, cara a los dioses, el mago está
solo. En esa soledad radica su grandeza y, casi siempre, su final
esterilidad. Por otra parte, es un testimonio de su decisión trágica. Por la
otra, de su orgullo. En efecto, toda magia que no se trasciende —esto es, que
no se trasforma en un don, en filantropía— se devora a sí misma y acaba por
devorar a su creador. El mago ve a los hombres como medios, fuerzas, núcleos
de energía latente. Una de las formas de la magia consiste en el dominio
propio para después dominar a los demás. Príncipes, reyes y jefes se rodean
de magos y astrólogos, antecesores de los consejeros políticos. Las recetas
del poder mágico entrañan fatalmente la tiranía y la dominación de los
hombres. La rebelión del mago es solitaria, porque la esencia de la actividad
mágica es la búsqueda del poder. Con frecuencia se han señalado las
semejanzas entre magia y técnica y algunos piensan que la primera es el
origen remoto de la segunda. Cualquiera que sea la validez de esta hipótesis,
es evidente que el rasgo característico de la técnica moderna —como de la
antigua magia— es el culto del poder. Frente al mago se levante Prometeo, la
figura más alta que ha creado la imaginación occidental. Ni mago, ni
filósofo, ni sabio: héroe, robador del fuego, filántropo. La rebelión
prometeica encarna la de la especie. En la soledad del héroe encadenado late,
implícito, el regreso al mundo de los hombres. La soledad del mago es soledad
sin retorno. Su rebelión es estéril porque la magia —es decir: la búsqueda
del poder por el poder— termina aniquilándose a sí misma. No es otro el drama
de la sociedad moderna. La
ambivalencia de la magia puede condensarse así: por un parte, trata de poner
al hombre en relación viva con el cosmos, y en ese sentido es una suerte de
comunión universal; por la otra, su ejercicio no implica sino la búsqueda del
poder. El ¿para qué? Es una pregunta que la magia no se hace y que no puede
contestar sin transformarse en otra cosa: religión, filosofía, filantropía.
En suma, la magia es una concepción del mundo pero no es una idea del hombre.
De ahí que el mago sea una figura desgarrada entre su comunicación con las
fuerzas cósmicas y su imposibilidad de llegar al hombre, excepto como una de
sus fuerzas. La magia afirma la fraternidad de la vida —una misma corriente
recorre el universo— y niega la fraternidad de los hombres. Ciertas
creaciones poéticas modernas están tan habitadas por la misma tensión. La
obra de Mallarmé es, acaso, el ejemplo máximo. Jamás las palabras han estado
tan cargadas y plenas de sí mismas; tanto, que apenas si las reconocemos,
como esas flores tropicales negras a fuerza de encarnadas. Cada palabra es
vertiginosa, tal es su claridad. Pero es una claridad mineral: nos refleja y
nos abisma, sin que nos refresque o caliente. Un lenguaje a tal punto excelso
merecía la prueba d fuego del teatro. Sólo en la escena podría haberse
consumido y consumado plenamente y, así, encarnar de veras. Mallarmé lo
intentó. No sólo nos ha dejado varios fragmentos poéticos que son tentativas
teatrales, sino una reflexión sobre ese imposible y soñado teatro. Mas no hay
teatro sin palabra poética común. La tensión del lenguaje poético de Mallarmé
se consume en ella misma. Su mito no es filantrópico; no es Prometeo, el que
da fuego a los hombres, sino Igitur: el que se contempla a sí mismo. Su
claridad acaba por incendiarlo. La flecha se vuelve contra el que la dispara,
cuando el blanco es nuestra propia imagen interrogante. La grandeza de
Mallarmé no consiste nada más en su tentativa por crear un lenguaje que fuese
el doble mágico del universo —la Obra concebida como un Cosmos— sino sobre
todo en la conciencia de la imposibilidad de transformar ese lenguaje en
teatro, en diálogo con el hombre. Si la obra no se resuelve en teatro, no le
queda otra alternativa que desembocar en la página en blanco. El acto mágico
se transmuta en suicidio. Por el camino del lenguaje mágico el poeta francés
llega al silencio. Pero todo silencio humano contiene un habla. Callamos,
decía sor Juana, no porque no tengamos nada que decir, sino porque no sabemos
cómo decir todo lo que quisiéramos decir. El silencio humano es un callar y,
por tanto, es implícita comunicación, sentido latente. El silencio de
Mallarmé nos dice nada, que no es
lo mismo que nada decir. Es el silencio anterior al silencio. El poeta
no es un mago, pero su concepción del lenguaje como una society of life —según define Cassirer la visión mágica del
cosmos— lo acerca a la magia. Aunque el poema no es hechizo ni conjuro, a la
manera de ensalmos y sortilegios el poeta despierta las fuerzas secretas del
idioma. El poeta encanta al lenguaje por medio del ritmo. Una imagen suscita
a otra. Así, la función predominante del ritmo distingue al poema de todas
las otras formas literarias. El poema es un conjunto de frases, un orden verbal,
fundado en el ritmo. Si se
golpea un tambor a intervalos iguales, el ritmo aparecerá como tiempo
dividido en porciones homogéneas. La representación gráfica de semejante
abstracción podría ser la línea de rayas: ---------. La intensidad rítmica
dependerá de la celeridad con que los golpes caigan sobre el parche del
tambor. A intervalos más reducidos corresponderá redoblada violencia. Las
variaciones dependerán también de la de la combinación entre golpes e
intervalos. Por ejemplo: -I--I-I--I-I--I-I-,
etc. Aun reducido a ese esquema, el ritmo es algo más que
medida, algo más que tiempo dividido en porciones. La sucesión de golpes y
pausas revela una cierta intencionalidad, algo así como una dirección. El
ritmo proporciona una expectación, suscita un anhelar. Si se interrumpe,
sentimos un choque. Algo se ha roto. Si continúa, esperamos algo que no
acertamos a nombrar. El ritmo engendra en nosotros una disposición de ánimo
que sólo podrá calmarse cuando sobrevenga "algo". Nos coloca en
actitud de espera. Sentimos que el ritmo es un ir hacia algo, aunque no
sepamos qué pueda ser ese algo. Todo ritmo es sentido de algo, aunque no
sepamos qué pueda ser ese algo. Todo ritmo es sentido de algo. Así pues, el
ritmo no es exclusivamente una medida vacía de contenido, sino tiempo
original. La medida no es tiempo sino manera de calcularlo. Heidegger ha
mostrado que toda medida es una "forma de hacer presente el
tiempo". Calendarios y relojes son maneras de marcar nuestros pasos.
Esta presentación implica una reducción o abstracción del tiempo original: el
reloj presenta al tiempo y para presentarlo lo divide en porciones iguales y
carentes de sentido. La temporalidad —que es el hombre mismo y que, por
tanto, da sentido a lo que toca— es anterior a la presentación y lo que la
hace posible. El tiempo
no está fuera de nosotros, ni es algo que pasa frente a nuestros ojos como
las manecillas del reloj: nosotros somos el tiempo y no son los años sino
nosotros los que pasamos. El tiempo posee una dirección, un sentido, porque
es nosotros mismos. El ritmo realiza una operación contraria a la de relojes
y calendarios: el tiempo deja de ser medida abstracta y regresa a lo que es:
algo concreto y dotado de una dirección. Continua manar, perpetuo ir más
allá, el tiempo es permanente trascenderse. Su esencia es el más —y la negación de ese más. El
tiempo afirma el sentido de un modo paradójico: posee un sentido —el ir más
allá, siempre fuera de sí— que no cesa de negarse así mismo como sentido. Se
destruye y, al destruirse, se repite, pero cada repetición es un cambio.
Siempre lo mismo y la negación de lo mismo. Así, nunca es medida sin más,
sucesión vacía. Cuando el ritmo se despliega frente a nosotros, algo pasa con
él: nosotros mismos. En el ritmo hay un "ir hacia", que sólo puede
ser elucidado si, al mismo tiempo, se elucida qué somos nosotros. El ritmo no
es medida, ni algo que está fuera de nosotros, sino que somos nosotros mismos
los que nos vertemos en el ritmo y nos disparamos hacia "algo". El
ritmo es sentido y dice "algo". Así, su contenido verbal o
ideológico no es separable. Aquello que dicen las palabras del poeta ya está
diciéndolo el ritmo en que se apoyan esas palabras. Y más: esas palabras
surgen naturalmente del ritmo, como la flor del tallo. La relación entre ritmo
y palabra poética no es distinta a la que reina entre danza y ritmo musical:
no se puede decir que el ritmo es la representación sonora de la danza;
tampoco que el baile sea la traducción corporal del ritmo. Todos los bailes
son ritmos; todos los ritmos, bailes. En el ritmo está ya la danza; y a la
inversa. Rituales
y relatos míticos muestran que es imposible disociar al ritmo de su sentido.
El ritmo fue un procedimiento mágico con una finalidad inmediata: encantar y
aprisionar ciertas fuerzas, exorcizar otras. Asimismo, sirvió para conmemorar
o, más exactamente, para reproducir ciertos mitos: la aparición de un demonio
o la llegada de un dios, el fin de un tiempo o el comienzo de otro. Doble del
ritmo cósmico, era una fuerza creadora, en el sentido literal de la palabra,
capaz de producir lo que el hombre deseaba: el descenso de la lluvia, la
abundancia de la caza o la muerte del enemigo. La danza contenía ya, en
germen, la representación; el baile y la pantomima eran también un drama y
una ceremonia: un ritual. El ritmo era rito. Sabemos, por otra parte, que
rito y mito son realidades inseparables. En todo cuento mítico se descubre la
presencia del rito, porque el relato no es sino la traducción en palabras de
la ceremonia ritual: el mito cuenta o describe el rito. Y el rito actualiza
el relato; por medio de danzas y ceremonias el mito encarna y se repite: el
héroe vuelve una vez más entre los hombres y vence los demonios, se cubre de
verdor la tierra y aparece el rostro radiante de la desenterrada, el tiempo
que acaba renace e inicia un nuevo ciclo. El relato y su representación son
inseparables. Ambos se encuentran ya en el ritmo, que es drama y danza, mito
y rito, relato y ceremonia. La doble realidad del mito y del rito se apoya en
el ritmo, que las contiene. De nuevo se hace patente que, lejos de ser medida
vacía y abstracta, el ritmo es inseparable de un contenido concreto. Otro
tanto ocurre con el ritmo verbal: la frase o "idea poética" no
precede al ritmo, ni éste a aquella. Ambos son la misma cosa. En el verso ya
late la frase y su posible significación. Por eso hay metros heroicos y
ligeros, danzantes y solemnes, alegres y fúnebres. El ritmo
no es medida: es visión del mundo. Calendarios, moral, política, técnica,
artes, filosofías, todo, en fin, lo que llamamos cultura hunde sus raíces en
el ritmo. Él es la fuente de todas nuestras creaciones. Ritmos binarios o
terciarios, antagónicos o cíclicos alimentan las instituciones, las
creencias, las artes y las filosofías. La historia misma es ritmo. Y cada civilización
puede reducirse al desarrollo de un ritmo primordial. Los antiguos chinos
veían (acaso sea más exacto decir: oían) al universo como la cíclica
combinación de dos ritmos: "Una vez Yin —otra vez Yang: eso es el
Tao". Yin y Yang no son ideas, al menos en el sentido occidental de la
palabra, según observa Granet; tampoco son meros sonidos y notas: son
emblemas, imágenes que contienen una representación concreta del universo.
Dotados de un dinamismo creador de realidades, Yin y Yang se alternan y alternándose
engendran la totalidad. En esa totalidad nada ha sido suprimido ni abstraído;
cada aspecto está presente, vivo y sin perder sus particularidades. Yin es el
invierno, la estación de las mujeres, la casa y la sombra. Su símbolo es la
puerta, lo cerrado y escondido que madura en la oscuridad. Yang es la luz,
los trabajos agrícolas, la caza y la pesca, el aire libre, el tiempo de los
hombres, abierto. Calor y frío, luz y oscuridad, "tiempo de plenitud y
tiempo de decrepitud: tiempo masculino y tiempo femenino —un aspecto dragón y
un aspecto serpiente—, tal es la vida". El universo es un sistema
bipartido de ritmos contrarios, alternantes y complementarios. El ritmo rige
el crecimiento de las plantas y de los imperios, de las cosechas y de las instituciones.
Preside la moral y la etiqueta. El libertinaje de los príncipes altera el
orden cósmico; pero también lo altera, en ciertos periodos, su castidad. La
cortesía y el buen gobierno son formas rítmicas, como el amor y el tránsito
de las estaciones. El ritmo es imagen viva del universo, encarnación visible
de la legalidad cósmica: Yi Yin - Yi Yang: "Una vez Yin otra vez Yang:
eso es el Tao" (2). El pueblo
chino no es el único que ha sentido el universo como unión, separación y
reunión de ritmos. Todas las concepciones cosmológicas del hombre brotan de
la intuición de un ritmo original. En el fondo de toda cultura se encuentra
una actitud fundamental ante la vida que, antes de expresarse en creaciones
religiosas, estéticas o filosóficas, se manifiesta como ritmo. Yin y Yang
para los chinos; ritmo cuaternario para los aztecas; dual para los hebreos.
Los griegos conciben el cosmos como lucha y combinación de contrarios.
Nuestra cultura está impregnada de ritmos ternarios. Desde la lógica y la
religión hasta la política y la medicina parecen regirse por dos elementos
que se funden y absorben en una unidad: padre, madre, hijo; tesis, antítesis,
síntesis; comedia, drama, tragedia; infierno, purgatorio, cielo;
temperamentos sanguíneo, muscular, nervioso; memoria, voluntad y
entendimiento; reinos mineral, vegetal y animal; aristocracia, monarquía y
democracia... No es ésta ocasión para preguntarse si el ritmo es una
expresión de las instituciones sociales primitivas, del sistema de producción
o de otras "causas" o si, por el contrario, las llamadas
estructuras sociales no son sino manifestaciones de esta primera de esta
primera y espontánea actitud del hombre ante la realidad. Semejante pregunta,
acaso la esencial de la historia, posee el mismo carácter vertiginoso de la
pregunta sobre el ser del hombre —porque ese ser parece no tener sustento o
fundamento, sino que, disparado o exhalado, diríase que se asienta en su
propio sinfín. Pero si no podemos dar una respuesta a este problema, al menos
sí es posible afirmar que el ritmo es inseparable de nuestra condición.
Quiero decir: es la manifestación más simple, permanente y antigua del hecho
decisivo que nos hace ser hombres: ser temporales, ser mortales y lanzados
siempre hacia "algo", hacia lo "otro": la muerte, Dios,
la amada, nuestros semejantes. La
constante presencia de formas rítmicas en todas las expresiones humanas no
podía menos de provocar la tentación de edificar una filosofía fundada en el
ritmo. Pero cada sociedad posee un ritmo propio. O más exactamente: cara
ritmo es una actitud, un sentido y una imagen del mundo, distinta y
particular. Del mismo modo que es imposible reducir los ritmos a pura medida,
dividida en espacios homogéneos, tampoco es posible abstraerlos y
convertirlos en esquemas racionales. Cada ritmo implica una visión concreta
del mundo. Así, el ritmo universal de que hablan algunos filósofos es una
abstracción que apenas si guarda relación con el ritmo original, creador de
imágenes, poemas y obras. El rimo, que es imagen y sentido, actitud espontánea
del hombre ante la vida, no está fuera de nosotros: es nosotros mismos,
expresándonos. Es temporalidad concreta, vida humana irrepetible. El ritmo
que Dante percibe y que mueve las estrellas y las almas se llama Amor;
Lao-tsé y Chuang-tsé oyen otro ritmo, hecho de contrarios relativos:
Heráclito lo sintió como guerra. No es posible reducir todos estos ritmos a
unidad sin que al mismo tiempo se evapore el contenido particular de cada uno
de ellos. El ritmo no es filosofía, sino imagen del mundo, es decir, aquello
en que se apoyan las filosofías. En todas
las sociedades existen dos calendarios. Uno rige la vida diaria y las
actividades profanas; otro, los periodos sagrados, los ritos y las fiestas.
El primero consiste en una división del tiempo en porciones iguales: horas,
días, meses, años. Cualquiera que sea el sistema adoptado para la medición
del tiempo, éste es una sucesión cuantitativa de porciones homogéneas. En el
calendario sagrado, por el contrario, se rompe la continuidad. La fecha
mítica adviene si una serie de circunstancias se conjugan para reproducir el
acontecimiento. A diferencia de la fecha profana, la sagrada no es una medida
sino una realidad viviente, cargada de fuerzas sobrenaturales, que encarna en
sitios determinados. En la representación profana del tiempo, el 1 de enero
sucede necesariamente al 31 de diciembre. En la religiosa, puede muy bien
ocurrir que el tiempo nuevo no suceda al viejo. Todas las culturas han
sentido el horror del "fin del tiempo". De ahí la existencia de
"ritos de entrada y salida". Entre los antiguos mexicanos el rito
del fuego —celebrados cada fin de año y especialmente al terminar el ciclo de
52 años— no tenían más propósito que provocar la llegada del tiempo nuevo.
Apenas se encendían las fogatas en el Cerro de la Estrella, todo el Valle de
México, hasta entonces sumido en sombras, se iluminaba. Una vez más el mito
había encarnado, El tiempo —un tiempo creador de vida y no vacía sucesión—
había sido re-engendrado. La vida podía continuar hasta que ese tiempo, a su
vez, se desgastase. Un admirable ejemplo plástico de esta concepción es el
Entierro del Tiempo, pequeño monumento de piedra que se encuentra en el Museo
de Antropología de México: rodeados de calaveras, yacen los signos del tiempo
viejo: de sus restos brota el tiempo nuevo. Pero su renacer no es fatal. Hay
mitos, como el de Grial, que aluden a la obstinación del tiempo viejo, que se
empeña en no morir, en no irse: la esterilidad impera; los campos se agostan;
las mujeres no conciben; los viejos gobiernan: Los "ritos de
salida" —que casi siempre consisten en la intervención salvadora de un
joven héroe— obligan al tiempo viejo a dejar el campo a su sucesor. Si la
fecha mítica no se inserta en la pura sucesión, ¿en qué tiempo pasa? La
respuesta nos la dan los cuentos: "Una vez había un rey...". El
mito no se sitúa en una fecha determinada, sino en "una vez...",
nudo en el que espacio y tiempo se entrelazan. El mito es un pasado que
también es un futuro. Pues la región temporal en donde acaecen los mitos no
es el ayer irreparable y finito de todo acto humano, sino un pasado cargado
de posibilidades, susceptible de actualizarse. El mito transcurre en un
tiempo arquetípico. Y más: es tiempo arquetípico, capaz de re-encarnar. El
calendario sagrado es rítmico porque es arquetípico. El mito es un pasado que
es un futuro dispuesto a realizarse en un presente. Nada más distante de
nuestra concepción cotidiana del tiempo. En la vida diaria nos aferramos a la
representación cronométrica del tiempo, aunque hablemos de "mal
tiempo" y de "buen tiempo" y aunque cada treinta y uno de
diciembre despidamos al año viejo y saludemos la llegada del nuevo. Ninguna
de estas actitudes —residuos de la antigua concepción del tiempo— nos impide
arrancar cada día una hoja al calendario o consultar la hora en el reloj.
Nuestro "buen tiempo" no se desprende de la sucesión; podemos
suspirar por el pasado —que tiene fama de ser mejor que el presente— pero
sabemos que el pasado no volverá. Nuestro "buen tiempo" muere de la
misma muerte que todos los tiempos: es sucesión. En cambio, la fecha mítica
no muere: se repite, encarna. Así, lo que distingue al tiempo mítico de toda
otra representación del tiempo es el ser un arquetipo. Pasado susceptible
siempre de ser hoy, el mito es una realidad flotante, siempre dispuesta a
encarnar y volver a ser. La
función del ritmo se precisa ahora con mayor claridad: por obra de la
repetición rítmica el mito regresa. Hubert Y Mauss, en su clásico estudio
sobre este tema, advierten el carácter discontinuo del calendario sagrado y
encuentran en la magia rítmica el origen de esta discontinuidad: "La
representación mítica del tiempo es esencialmente rítmica. Para la religión y
la magia el calendario no tiene por objeto medir, sino ritmar, el
tiempo" (3). Evidentemente no se trata de "ritmar" el tiempo
—resabio positivista de estos autores— sino de volver al tiempo original. La
repetición rítmica es invocación y convocación del tiempo original. Y más
exactamente: recreación del tiempo arquetípico. No todos los mitos son poemas
pero todo poema es mito. Como en el mito, en el poema el tiempo cotidiano
sufre una transmutación: deja de ser sucesión homogénea y vacía para
convertirse en ritmo. Tragedia, epopeya, canción, el poema tiende a repetir y
recrear un instante, un hecho o conjunto de hechos que, de alguna manera,
resultan arquetípicos. El tiempo del poema es distinto al tiempo
cronométrico. "Lo que pasó, pasó", dice la gente. Para el poeta lo
que pasó volverá a encarnar. El poeta, dice el centauro Quirón a Fausto,
"no está atado por el tiempo". Y éste le responde: "Fuera del
tiempo encontró Aquiles a Helena". ¿Fuera del tiempo? Más bien en el
tiempo original. Incluso en las novelas históricas y en los de asunto
contemporáneo el tiempo del relato se desprende de la sucesión. El pasado y
el presente de las novelas no es el de la historia, ni el del reportaje
periodístico. No es lo que fue, ni lo que está siendo, sino que se esta
haciendo: lo que se está gestando. Es un pasado que re-engendra y reencarna.
Y reencarna de dos maneras; en el momento de la creación poética, y después,
como recreación, cuando el lector revive las imágenes del poeta y convoca de
nuevo ese pasado que regresa. El poema es tiempo arquetípico, que se hace
presente apenas unos labios repiten sus frases rítmicas. Esas frases rítmicas
son los que llamamos versos y su función consiste en re-crear el tiempo. A tratar
el origen de la poesía, dice Aristóteles: "En total, dos parecen haber
sido las causas especiales del origen de la poesía, y ambas naturales:
primero, ya desde niños es connatural a los hombres reproducir
imitativamente; y en esto se distingue de los demás animales: en que es muy
más imitador el hombre que todos ellos y hace sus primeros pasos en el
aprendizaje mediante imitación; segundo, en que todos se complacen en las
reproducciones imitativas" (4). Y más adelante agrega que el objeto
propio de esta reproducción imitativa es la contemplación por semejanza o
comparación: la metáfora es el principal instrumento de la poesía, ya que por
medio de la imagen —que acerca y hace semejantes a los objetos distantes u
opuestos— el poeta puede decir que esto sea parecido a aquello. La poética de
Aristóteles ha sufrido muchas críticas. Sólo que, contra lo que uno se
sentiría inclinado a pensar instintivamente, lo que nos resulta insuficiente
no es tanto el concepto de reproducción imitativa como su idea de la metáfora
y, sobre todo, su noción de naturaleza. Según
explica García Bacca en su Introducción a la Poética, "imitar no significa ponerse a copiar un
original... sino toda acción cuyo efecto es una presencialización". Y el
efecto de tal imitación, "que, al pie de la letra, no copia nada, será
un objeto original y nunca visto, o nunca oído, como una sinfonía o una
sonata". Mas, ¿de dónde saca el poeta esos objetos nunca vistos ni
oídos? El modelo del poeta es la naturaleza, paradigma y fuente de
inspiración para todos los griegos. Con más razón que al de Zola y sus
discípulos, se puede llamar naturalista al arte griego. Pues bien, una de las
cosas que nos distinguen de los griegos es nuestra concepción de la
naturaleza. Nosotros no sabemos cómo es, ni cuál es su figura, si alguna
tiene. La naturaleza ha dejado de ser algo animado, un todo orgánico y dueño
de una forma. No es, ni siquiera, un objeto, porque la idea misma de objeto
ha perdido su antigua consistencia. Si la noción de causa está en entredicho,
¿cómo no va a estarlo la de naturaleza con sus cuatro causas? Tampoco sabemos
en dónde termina lo natural y empieza lo humano. El hombre, desde hace siglos,
ha dejado de ser natural. Unos lo conciben como un haz de impulsos y
reflejos, esto es, como un animal superior. Otros han transformado a este
animal en una serie de respuestas a estímulos dados, es decir, a un ente cuya
conducta es previsible y cuyas reacciones no son diversas a las de un
aparato: para la cibernética el hombre se conduce como una máquina. En el
extremo opuesto se encuentran los que nos conciben como entes históricos, sin
más continuidad que la del cambio. No es eso todo. Naturaleza e historia se
han vuelto términos incompatibles, al revés de lo que ocurría con los
griegos. Si el hombre es una animal o una máquina, no veo cómo pueda se un
ente político, a no ser reduciendo la política a una rama de la biología o de
la física. Y a la inversa: si es histórico, no es natural ni mecánico. Así
pues, lo que nos parece extraño y caduco —como bien observa García Bacca— no
es la poética aristotélica, sino su ontología. La naturaleza no puede ser un
modelo para nosotros, porque el término ha perdido toda su consistencia. No menos
insatisfactoria parece la idea aristotélica de la metáfora. Para Aristóteles
la poesía ocupa un lugar intermedio entre la historia y la filosofía. La
primera reina sobre los hechos: la segunda rige el mundo de lo necesario.
Entre ambos extremos la poesía se ofrece "como lo optativo".
"No es oficio del poeta —dice García Bacca— contar las cosas como
sucedieron, sino cual desearíamos que hubiesen sucedido". El reino de la
poesía es el "ojalá". El poeta es "varón de deseos". En
efecto, la poesía es deseo. Mas ese deseo no se articula en lo posible, ni en
lo verosímil. La imagen no es lo "imposible inverosímil", deseo de
imposibles: la poesía es hambre de realidad. El deseo aspira siempre a
suprimir las distancias, según se ve en el deseo por excelencia: el impulso
amoroso. La imagen es el puente que tiende el deseo entre el hombre y la
realidad. El mundo del "ojalá" es el de la imagen por comparación
de semejanzas y su principal vehículo es la palabra "como" y dice:
esto es como aquello. Pero hay otra metáfora que suprime el "como"
y dice: esto es aquello. En ella el deseo entre en acción: no compara ni
muestra semejanzas sino que revela —y más: provoca— la identidad última de
objetos que nos parecían irreductibles. Entonces,
¿en qué sentido nos parece verdadera la idea de Aristóteles? En el de ser la
poesía una reproducción imitativa, si se entiende por esto que el poeta
recrea arquetipos, en la acepción más antigua de la palabra: modelos, mitos.
Aun el poeta lírico al recrear su experiencia convoca a un pasado que es un
futuro. No es paradoja afirmar que el poeta —como los niños, los primitivos,
y, en suma, como todos los hombres cuando dan rienda suelta a su tendencia
más profunda y natural— es un imitador de profesión. Esa imitación es
creación original: evocación, resurrección y recreación de algo que está en
el origen de los tiempos y en el fondo de cada hombre, algo que se confunde
con el tiempo mismo y con nosotros, y que siendo de todos es también único y
singular. El ritmo poético es la actualización de ese pasado que es un futuro
que es un presente: nosotros mismos. La frase poética es tiempo vivo,
concreto: es ritmo, tiempo original, perpetuamente recreándose. Continuo
renacer y remorir y renacer de nuevo. La unidad de la frase, que en la prosa
se da por el sentido o significación, en el poema se logra por gracia del
ritmo. La coherencia poética, por tanto, debe ser de orden distinto a la
prosa. La frase rítmica nos lleva así al examen de su sentido. Sin embargo,
antes de estudiar cómo se logra la unidad significativa de la frase poética,
es necesario ver más de cerca las relaciones entre verso y prosa. Notas 1. La
lingüística moderna parece contradecir esta opinión. No obstante, como se
verá, la contradicción no es absoluta. Para Roman Jakobson, "la palabra
es una parte constituyente de un contexto superior, la frase, y
simultáneamente es un contexto de otros constituyentes más pequeños, los morfemas (unidades mínimas dotadas de
significación) y los fonemas".
A su vez los fonemas son haces o manojos de rasgos diferenciales. Tanto cada rasgo diferencial como cada
fonema se constituyen frente a las otras partículas en una relación de
oposición o contraste: los fonemas "designan una mera alteridad".
Ahora bien, aunque carecen de significación propia, los fonemas
"participan de la significación" ya que su "función consiste
en diferenciar, cimentar, separar o destacar" los morfemas y de tal modo
distinguirlos entre sí. Por su parte, el morfema no alcanza efectiva
significación sino en la palabra y ésta en la frase o en la palabra-frase.
Así pues, rasgos diferenciales, fonemas, morfemas y palabras son signos que
sólo significan plenamente dentro de un contexto. Por último, el contexto
significa y es inteligible sólo dentro de una clave común al que habla y al
que oye: el lenguaje. Las unidades semánticas (morfemas y palabras) y las
fonológicas (rasgos diferenciales y fonemas) son elementos lingüísticos por
pertenecer a un sistema de significados que los engloba. Las unidades
lingüísticas no constituyen el lenguaje sino a la inversa: el lenguaje las
constituye. Cada unidad, sea en el nivel fonológico o en el significativo, se
define por su relación con las otras partes: "el lenguaje es una
totalidad indivisible" (Nota de
1964). 2.
Marcel Granet, La pensée chinoise, París, 1938. 3.
H. Hubert y M. Mauss, Mélanges d’histoire des religions,
París, 1929. 4. Aristóteles,
Poética, Versión directa,
introducción y notas por Juan David García Bacca, México, 1945. |
"Máscaras mexicanas"
Viejo o adolescente, criollo o mestizo, general, obrero o
licenciado, el mexicano se me aparece como un ser que se encierra y se
preserva: máscara el rostro, máscara la sonrisa. Plantado en su arisca soledad,
espinoso y cortés a un tiempo, todo le sirve para defenderse: el silencio y la
palabra, la cortesía y el desprecio, la ironía y la resignación. Tan celoso de
su intimidad como de la ajena, ni siquiera se atreve a rozar con los ojos al
vecino: una mirada puede desencadenar la cólera de esas almas cargadas de
electricidad. Atraviesa la vida como desollado; todo puede herirle, palabras y
sospecha de palabras. Su lenguaje está lleno de reticencias, de figuras y alusiones,
de puntos suspensivos; en su silencio hay repliegues, matices, nubarrones, arco
iris súbitos, amenazas indescifrables. Aun en la disputa prefiere la expresión
velada a la injuria: "al buen entendedor pocas palabras". En suma,
entre la realidad y su persona se establece una muralla, no por invisible menos
infranqueable, de impasibilidad y lejanía. El mexicano siempre está lejos,
lejos del mundo y de los demás. Lejos, también, de sí mismo.
El lenguaje popular refleja hasta qué
punto nos defendemos del exterior: el ideal de la "hombría" consiste
en no "rajarse" nunca. Los que se "abren" son cobardes.
Para nosotros, contrariamente a lo que ocurre con otros pueblos, abrirse es una
debilidad o una traición. El mexicano puede doblarse, humillarse,
"agacharse", pero no "rajarse", esto es, permitir que el
mundo exterior penetre en su intimidad. El "rajado" es de poco fiar,
un traidor o un hombre de dudosa fidelidad, que cuenta los secretos y es
incapaz de afrontar los peligros como se debe. Las mujeres son seres inferiores
porque, al entregarse, se abren. Su inferioridad es constitucional y radica en
su sexo, en su "rajada", herida que jamás cicatriza.
El hermetismo es un recurso de nuestro
recelo y desconfianza. Muestra que instintivamente consideramos peligroso al
medio que nos rodea. Esta reacción se justifica si se piensa en lo que ha sido
nuestra historia y en el carácter de la sociedad que hemos creado. La dureza y
la hostilidad del ambiente —y esa amenaza, escondida e indefinible, que siempre
flota en el aire— nos obligan a cerrarnos al exterior, como esas plantas de la
meseta que acumulan sus jugos tras una cáscara espinosa. Pero esta conducta,
legítima en su origen, se ha convertido en un mecanismo que funciona solo,
automáticamente. Ante la simpatía y la dulzura nuestra respuesta es la reserva,
pues no sabemos si esos sentimientos son verdaderos o simulados. Y además,
nuestra integridad masculina corre tanto peligro ante la benevolencia como ante
la hostilidad. Toda abertura de nuestro ser entraña una disminución de nuestra
hombría.
Nuestras relaciones con los otros
hombres también están teñidas de recelo. Cada vez que el mexicano se confía a
un amigo o a un conocido, cada vez que se "abre", abdica. Y teme que
el desprecio del confidente siga a su entrega. Por eso la confidencia deshonra
y es tan peligrosa para el que la hace como para el que la escucha; no nos
ahogamos en la fuente que nos refleja, como Narciso, sino que la cegamos.
Nuestra cólera no se nutre nada más del temor de ser utilizados por nuestros
confidentes —temor general a todos los hombres— sino de la vergüenza de haber
renunciado a nuestra soledad. El que se confía, se enajena; "me he vendido
con Fulano", decimos cuando nos confiamos a alguien que no lo merece. Esto
es, nos hemos "rajado", alguien ha penetrado en el castillo fuerte.
La distancia entre hombre y hombre, creadora del mutuo respeto y la mutua
seguridad, ha desaparecido. No solamente estamos a merced del intruso, sino que
hemos abdicado.
Todas esas expresiones revelan que el
mexicano considera la vida como lucha, concepción que no lo distingue del resto
de los hombres modernos. El ideal de hombría para los otros pueblos consiste en
una abierta y agresiva disposición al combate; nosotros acentuamos el carácter
defensivo, listos a repeler el ataque. El "macho" es un ser
hermético, encerrado en sí mismo, capaz de guardarse y guardar lo que se le
confía. La hombría se mide por la invulnerabilidad ante las armas enemigas o
ante los impactos del mundo exterior. El estoicismo es la más alta de nuestras
virtudes guerreras y políticas. Nuestra historia está llena de frases y
episodios que revelan la indiferencia de nuestros héroes ante el dolor o el
peligro. Desde niños nos enseñan a sufrir con dignidad las derrotas, concepción
que no carece de grandeza. Y si no todos somos estoicos e impasibles —como
Juárez y Cuauhtémoc— al menos procuramos ser resignados, pacientes y sufridos.
La resignación es una de nuestras virtudes populares. Más que el brillo de la
victoria nos conmueve la entereza ante la adversidad.
La preeminencia de lo cerrado frente a
lo abierto no se manifiesta sólo como impasibilidad y desconfianza, ironía y
recelo, sino como el amor a la forma. Ésta contiene y encierra a la intimidad,
impide sus excesos, reprime sus explosiones, la separa y aísla, la preserva. La
doble influencia indígena y española se conjugan en nuestra predilección por la
ceremonia, las fórmulas y el orden. EL mexicano, contra lo que supone una
superficial interpretación de nuestra historia, aspira a crear un mundo
ordenado conforme a principios claros. La agitación y encono de nuestras luchas
políticas prueba hasta que punto las nociones jurídicas juegan un papel
importante en nuestra vida pública. Y en la de todos los días el mexicano es un
hombre que se esfuerza por ser formal y que muy fácilmente se convierte en
formulista. Y es explicable. El orden —jurídico, social, religioso o artístico—
constituye una esfera segura y estable. En su ámbito basta con ajustarse a los
modelos y principios que regulan la vida; nadie, para manifestarse, necesita
recurrir a la continua invención que exige una sociedad libre. Quizá nuestro
tradicionalismo —que es una de las constantes de nuestro ser y lo que le da
coherencia y antigüedad a nuestro pueblo— parte del amor que profesamos a la
forma.
Las complicaciones rituales de la
cortesía, la persistencia del humanismo clásico, el gusto por las formas
cerradas en la poesía (el soneto y la décima por ejemplo), nuestro amor por la
geometría en las artes decorativas, por el dibujo y la composición en la
pintura, la pobreza de nuestro romanticismo frente a la excelencia de nuestro
arte barroco, el formalismo de nuestras instituciones políticas y, en fin, la
peligrosa inclinación que mostramos por la fórmulas —sociales, morales y burocráticas—,
son otras tantas excepciones de esta tendencia de nuestro carácter. El mexicano
no sólo no se abre; tampoco se derrama.
A veces las formas nos ahogan. Durante
el siglo pasado los liberales vanamente intentaron someter la realidad del país
a la camisa de fuerza de la Constitución de 1857. Los resultados fueron la
Dictadura de Porfirio Díaz y la Revolución de 1857. En cierto sentido la
historia de México, como la de cada mexicano, consiste en una lucha entre las
formas y fórmulas en que se pretende encerrar a nuestro ser y las explosiones
con que nuestra espontaneidad se venga. Poca veces la forma ha sido una
creación original, un equilibrio alcanzado no a expensas sino gracias a la
expresión de nuestros instintos y quereres. Nuestras formas jurídicas y
morales, por el contrario, mutilan con frecuencia a nuestro ser, nos impiden
expresarnos y niegan satisfacción a nuestros apetitos vitales.
La preferencia por la forma, inclusive
vacía de su contenido, se manifiesta a lo largo de la historia de nuestro arte,
desde la época precortesiana hasta nuestros días. Antonio Castro Leal, en su
excelente estudio sobre Juan Ruiz de Alarcón, muestra cómo la reserva frente al
romanticismo —que es, por definición, expansivo y abierto— se expresa ya en el
siglo XVIII, esto es, antes de que siquiera tuviésemos conciencia de
nacionalidad. Tenían razón los contemporáneos de Juan Ruiz de Alarcón al
acusarlo de entrometido, aunque más bien hablasen de la deformidad de su cuerpo
que de la singularidad de su obra. En efecto, la porción más característica de
su teatro niega al de sus contemporáneos españoles. Y su negación contiene, en
cifra, la que México ha opuesto siempre a España. El teatro de Alarcón es una
respuesta a la vitalidad española, afirmativa y deslumbrante en esa época, y
que se expresa a través de un gran Sí
a la historia y a las pasiones. Lope exalta el amor, lo heroico, lo
sobrehumano, lo increíble; Alarcón opone a estas virtudes desmesuradas otras
más sutiles y burguesas: la dignidad, la cortesía, el estoicismo melancólico,
un pudor sonriente. Los problemas morales interesan poco a Lope, que ama la
acción, como todos sus contemporáneos. Más tarde Calderón mostrará el mismo
desdén por la psicología; los conflictos morales y las oscilaciones, caídas y
cambios del alma humana sólo son metáforas que transparentan un drama teológico
cuyos dos personajes son el pecado original y la Gracia divina. En las comedias
más representativas de Alarcón, en cambio, el cielo cuenta poco, tan poco como
el viento pasional que arrebata a los personajes lopescos. El hombre, nos dice
el mexicano, es un compuesto y el mal y el bien se mezclan sutilmente en su
alma. En lugar de proceder por síntesis, utiliza el análisis: el héroe se
vuelve problema, En varias comedias se plantea la cuestión de la mentira;
¿hasta qué punto el mentiroso de veras miente, de veras se propone engañar?;
¿no es él la primera víctima de sus engaños y no es a sí mismo a quien engaña?
El mentiroso se miente a sí mismo: tiene miedo de sí. Al plantearse el problema
de la autenticidad, Alarcón anticipa uno de los temas constantes de reflexión
del mexicano, que más tarde recogerá Rodolfo Usigli en El gesticulador.
En el mundo de Alarcón no triunfan la
pasión ni la Gracia; todo se subordina a lo razonable; sus arquetipos son los
de la moral que sonríe y perdona. Al substituir los valores vitales y
románticos de Lope por los abstractos de una moral universal y razonable, ¿no
se evade, no nos escamotea su propio ser? Su negación, como la de México, no
afirma nuestra singularidad frente a la de los españoles. Los valores que
postula Alarcón pertenecen a todos los hombres y son una herencia grecorromana
tanto como una profecía de la moral que impondrá el mundo burgués. No expresan
nuestra espontaneidad, ni resuelven nuestros conflictos; son formas que no
hemos creado ni sufrido, máscaras. Sólo hasta nuestros días hemos sido capaces
de enfrentar al Sí español un Sí mexicano y no una afirmación
intelectual, vacía de nuestras peculiaridades. La Revolución mexicana, al
descubrir las artes populares, dio origen a la pintura moderna; al descubrir el
lenguaje de los mexicanos, creó la nueva poesía.
Si en la política y el arte el mexicano
aspira a crear mundos cerrados, en la esfera de las relaciones cotidianas
procura que imperen el pudor, el recato y la reserva ceremoniosa. El pudor, que
nace de la vergüenza ante la desnudez propia o ajena, es un reflejo casi físico
entre nosotros. Nada más alejado de esta actitud que el miedo al cuerpo,
característico de la vida norteamericana. No nos da miedo ni vergüenza nuestro
cuerpo; lo afrontamos con naturalidad y lo vivimos con cierta plenitud —a la
inversa de lo que ocurre con los puritanos. Para nosotros el cuerpo existe; da
gravedad y límites a nuestro ser. Lo sufrimos y gozamos; no es un traje que
estamos acostumbrados a habitar, ni algo ajeno a nosotros: somos nuestro
cuerpo. Pero las miradas extrañas nos sobresaltan, porque el cuerpo no vela la
intimidad, sino la descubre. El pudor, así, tiene un carácter defensivo, como
la muralla china de la cortesía o las cercas de los órganos y cactus que
separan en el campo a los jacales de los campesinos. Y por eso la virtud que
más estimamos en las mujeres es el recato, como en los hombres la reserva.
Ellas también deben defender su intimidad.
Sin duda en nuestra concepción del
recato femenino interviene la vanidad masculina del señor —que hemos heredado
de indios y españoles. Como casi todos los pueblos, los mexicanos consideran a
la mujer como un instrumento, ya de los deseos del hombre, ya de los fines que
le asignan la ley, la sociedad o la moral. Fines, hay que decirlo, sobre los
que nunca se le ha pedido su consentimiento y en cuya realización participa
sólo pasivamente, en tanto que "depositaria" de ciertos valores.
Prostituta, diosa, gran señora, amante, la mujer transmite o conserva, pero no
crea, los valores y energías que le confían la naturaleza o la sociedad. En un
mundo hecho a la imagen de los hombres, la mujer es sólo un reflejo de la
voluntad y querer masculinos. Pasiva, se convierte en diosa, amada, ser que
encarna los elementos estables y antiguos del universo: la tierra, madre y
virgen; activa, es siempre función, medio, canal. La feminidad nunca es un fin
en sí mismo, como lo es la hombría.
En otros países estas funciones se
realizan a la luz pública y con brillo. En algunos se reverencia a las
prostitutas o a las vírgenes; en otros, se premia a las madres; en casi todos,
se adula y respeta a la gran señora. Nosotros preferimos ocultar esas gracias y
virtudes. El secreto debe acompañar a la mujer. Pero la mujer no sólo debe
ocultarse sino que, además, debe ofrecer cierta impasibilidad sonriente al
mundo exterior. Ante el escarceo erótico, debe ser "decente"; ante la
adversidad, "sufrida". En ambos casos su respuesta no es instintiva
ni personal, sino conforme a un modelo genérico. Y ese modelo, como en el caso
del "macho", tiende a subrayar los aspectos defensivos y pasivos, en
una gama que va desde el pudor y la "decencia" hasta el estoicismo,
la resignación y la impasibilidad.
La herencia hispanoárabe no explica
completamente esta conducta. La actitud de los españoles frente a las mujeres
es muy simple y se expresa, con brutalidad y concisión, en dos refranes:
"la mujer en la casa y con la pata rota" y "entre santa y santo,
pared de cal y canto". La mujer es una fiera doméstica, lujuriosa y
pecadora de nacimiento, a quien hay que someter con el palo y conducir con el
"freno de la religión". De ahí que muchos españoles consideren a las
extranjeras —y especialmente a las que pertenecen a países de raza o religión
diversas a las suyas— como presa fácil. Para los mexicanos la mujer es un ser
obscuro, secreto y pasivo. No se le atribuyen malos instintos: se pretende que
ni siquiera los tiene. Mejor dicho, no son suyos sino de la especie; la mujer
encarna la voluntad de la vida, que es por esencia impersonal. Ser ella misma,
dueña de su deseo, su pasión o su capricho, es ser infiel a sí misma. Bastante
más libre y pagano que el español —como heredero de las grandes religiones
naturalistas precolombinas— el mexicano no condena al mundo natural. Tampoco el
amor sexual está teñido de luto y horror, como en España. La peligrosidad no
radica en el instinto sino en asumirlo personalmente. Reaparece así la idea de
pasividad: tendida o erguida, vestida o desnuda, la mujer nunca es ella misma.
Manifestación indiferenciada de la vida, es el canal del apetito cósmico. En
ese sentido, no tiene deseos propios.
Las norteamericanas proclaman también
la ausencia de instintos y deseos, pero la raíz de su pretensión es distinta y
hasta contraria. La norteamericana oculta o niega ciertas partes de su cuerpo
—y, con más frecuencia, de su psiquis: son inmorales y, por lo tanto, no
existen. Al negarse, se reprime su espontaneidad. La mexicana simplemente no
tiene voluntad. Su cuerpo duerme y sólo se enciende si alguien lo despierta.
Nunca es pregunta, sino respuesta, materia fácil y vibrante que la imaginación
y la sensualidad masculina esculpen. Frente a la actividad que despliegan las
otras mujeres, que desean cautivar a los hombres a través de la agilidad de su
espíritu o del movimiento de su cuerpo, la mexicana opone un cierto hieratismo,
un reposo hecho al mismo tiempo de espera y desdén. El hombre revolotea a su
alrededor, la festeja, la canta, hace caracolear su caballo o su imaginación.
Ella se vela en el recato y la inmovilidad. Es un ídolo. Como todos los ídolos,
es dueña de fuerzas magnéticas, cuya efectividad y poder crecen a medida que el
foco emisor es más pasivo y secreto. Analogía cósmica: la mujer no busca,
atrae. Y el centro de su atracción es su sexo, oculto, pasivo. Inmóvil sol
secreto.
Esta concepción —bastante falsa si se
piensa que la mexicana es muy sensible e inquieta— no la convierte en mero
objeto, en cosa. La mujer mexicana, como todas las otras, es un símbolo que
representa la estabilidad y continuidad de la raza. A su significación cósmica
se alía la social: en la vida diaria su función consiste en hacer imperar la
ley y el orden, la piedad y la dulzura. Todos cuidamos que nadie "falte al
respeto a las señoras", noción universal, sin duda, pero que en México se
lleva hasta sus últimas consecuencias. Gracias a ella se suavizan muchas de las
asperezas de nuestras relaciones de "hombre a hombre". Naturalmente
habría que preguntar a las mexicanas su opinión; ese "respeto" es a
veces una hipócrita manera de sujetarlas e impedirles que se expresen. Quizá
muchas preferirían ser tratadas con menos "respeto" (que, por lo
demás, se les concede solamente en público) y con más libertad y autenticidad.
Esto es, como seres humanos y no como símbolos o funciones. Pero, ¿cómo vamos a
consentir que ellas se expresen, si toda nuestra vida tiende a paralizarse en
una máscara que oculte nuestra identidad?
Ni la modestia propia, ni la vigilancia
social, hacen invulnerable a la mujer. Tanto por la fatalidad de su anatomía
"abierta" como por su situación social —depositaria de la honra, a la
española— está expuesta a toda clase de peligros, contra los que nada pueden la
moral personal ni la protección masculina. El mal radica en ella misma; por
naturaleza es un ser "rajado", abierto. Más, en virtud de un
mecanismo de compensación fácilmente explicable, se hace virtud de su flaqueza
original y se crea el mito de la "sufrida mujer mexicana". El ídolo
—siempre vulnerable, siempre en trance de convertirse en ser humano— se
transforma en víctima endurecida e insensible al sufrimiento, encallecida a
fuerza de sufrir. (Una persona "sufrida" es menos sensible al dolor
que las que apenas si han sido tocadas por la adversidad.) Por obra del
sufrimiento, las mujeres se vuelven como los hombres: invulnerables, impasibles
y estoicas.
Se dirá que al transformar en virtud
algo que debería ser motivo de vergüenza, sólo pretendemos descargar nuestra
conciencia y encubrir con una imagen una realidad atroz. Es cierto, pero
también lo es que al atribuir a la mujer la misma invulnerabilidad a que
aspiramos, recubrimos con una inmunidad moral su fatalidad anatómica, abierta
al exterior. Gracias al sufrimiento, y a su capacidad para resistirlo sin protesta,
la mujer trasciende su condición y adquiere los mismos atributos del hombre.
Es curioso advertir que la imagen de la
"mala mujer" casi siempre se presenta acompañada de la idea de
actividad. A la inversa de la "abnegada madre", de la "novia que
espera" y del ídolo hermético, seres estáticos, la "mala" va y
viene, busca a los hombres, los abandona. Por un mecanismo análogo al descrito
más arriba, su extrema movilidad la vuelve invulnerable. Actividad e impudicia
se alían en ella y acaban por petrificar su alma. La "mala" es dura,
impía, independiente, como el "macho". Por caminos distintos, ella
también transciende su fisiología y se cierra al mundo.
Es significativo, por otra parte, que
el homosexualismo masculino sea considerado con cierta indulgencia, por lo que
toca al agente activo. El pasivo, al contrario, es un ser degrado y abyecto. El
juego de los "albures" —esto es, el combate verbal hecho de alusiones
obscenas y de doble sentido, que tanto se practica en la ciudad de México— transparenta
esta ambigua concepción. Cada uno de los interlocutores, a través de trampas
verbales y de ingeniosas combinaciones lingüísticas, procura anonadar a su
adversario; el vencido es el que no puede contestar, el que se traga las
palabras de su enemigo. Y esas palabras están teñidas de alusiones sexualmente
agresivas: el perdidoso (sic) es poseído, violado, por el otro. Sobre él caen
las burlas y escarnios de los espectadores. Así pues, el homosexualismo
masculino es tolerado, a condición de que se trate de una violación del agente
pasivo. Como en el caso de las relaciones heterosexuales, lo importante es
"no abrirse" y, simultáneamente, rajar, herir al contrario.
Me parece que todas estas actitudes,
por diversas que sean sus raíces, confirman el carácter "cerrado" de
nuestras reacciones frente al mundo o frente a nuestros semejantes. Pero no nos
bastan los mecanismos de preservación y defensa. La simulación, que no acude a
nuestra pasividad sino que exige una invención activa y que se recrea a sí
misma a cada instante, es una de nuestras formas de conducta habituales.
Mentimos por placer y fantasía, sí, como todos los pueblos imaginativos, pero
también para ocultarnos y ponernos al abrigo de intrusos. La mentira posee una
importancia decisiva en nuestra vida cotidiana, en la política, el amor, la
amistad. Con ella no pretendemos nada más engañar a los demás, sino a nosotros
mismos. De ahí su fertilidad y lo que distingue a nuestras mentiras de las
groseras invenciones de otros pueblos, La mentira es un juego trágico, en el
que arriesgamos parte de nuestro ser. Por eso es estéril su denuncia.
El simulador pretende ser lo que no es.
Su actividad reclama una constante improvisación, un ir hacia adelante siempre,
entre arenas movedizas. A cada minuto hay que rehacer, recrear, modificar el
personaje que fingimos, hasta que llega el momento en que realidad y
apariencia, mentira y verdad, se confunden. De tejido de invenciones para
deslumbrar al prójimo, la simulación se trueca en una forma superior, por
artística, de la realidad. Nuestras mentiras reflejan, simultáneamente,
nuestras carencias y nuestros apetitos, lo que no somos y lo que deseamos ser.
Simulando, nos acercamos a nuestro modelo y a veces el gesticulador, como ha
visto con hondura Usigli, se funde con sus gestos, los hace auténticos. La
muerte del profesor Rubio lo convierte en lo que deseaba ser: el general Rubio,
un revolucionario sincero y un hombre capaz de impulsar y purificar a la
Revolución estancada. En la obra de Usigli el profesor Rubio se inventa a sí mismo
y se transforma en general; su mentira es tan verdadera que Navarro, el
corrompido, no tiene más remedio que volver a matar en él a su antiguo jefe, el
general Rubio. Mata en él la verdad de la Revolución.
Si por el camino de la mentira podemos
llegar a la autenticidad, un exceso de sinceridad puede conducirnos a formas
más refinadas de la mentira. Cuando nos enamoramos nos "abrimos",
mostramos nuestra intimidad, ya que una vieja tradición quiere que el que sufre
de amor exhiba sus heridas ante la que ama. Pero al descubrir sus llagas de
amor, el enamorado transforma su ser en una imagen, en un objeto que entrega a
la contemplación de la mujer —y de sí mismo. Al mostrarse, invita a que lo
contemplen con los mismos ojos piadosos con que él se contempla. La mirada
ajena ya no lo desnuda: lo recubre de piedad. Y al presentarse como espectáculo
y pretender que se le mire con los mismos ojos con que él se ve, se evade del
juego erótico, pone a salvo su verdadero ser, lo substituye por una imagen.
Substrae su intimidad, que se refugia en sus ojos, esos ojos que son nada más
contemplación y piedad de sí mismo. Se vuelve su imagen y la mirada que lo
contempla.
En todos los tiempos y en todos los
climas, las relaciones humanas —y especialmente las amorosas— corren el riesgo
de volverse equívocas. Narcisismo y masoquismo no son tendencias exclusivas del
mexicano. Pero es notable la frecuencia con que canciones populares, refranes y
conductas cotidianas aluden al amor como falsedad y mentira. Casi siempre
eludimos los riesgos de una relación desnuda a través de una exageración, en su
origen sincera, de nuestros sentimientos. Asimismo, es revelador cómo el
carácter combativo del erotismo se acentúa entre nosotros y se encona. El amor
es una tentativa de penetrar en otro ser, pero sólo puede realizarse a
condición de que la entrega sea mutua. En todas partes es difícil este abandono
de sí mismo; pocos coinciden en la entrega y más pocos aún logran trascender
esa etapa posesiva y gozar del amor como lo que realmente es: un perpetuo
descubrimiento, una inmersión en las aguas de la realidad y una recreación
constante. Nosotros concebimos el amor como conquista y como lucha. No se trata
tanto de penetrar la realidad, a través de un cuerpo, como de violarla. De ahí
que la imagen del amante afortunado —herencia, acaso, del Don Juan español— se
confunda con la del hombre que se vale de sus sentimientos —reales o
inventados— para obtener a la mujer.
La simulación es una actividad parecida
a la de los actores y puede expresarse en tantas formas como personajes
fingimos. Pero el actor, si lo es de veras, se entrega a su personaje y lo
encarna plenamente, aunque después, terminada la representación, lo abandone
como su piel la serpiente. El simulador jamás se entrega y se olvida de sí,
pues dejaría de simular si se fundiera con su imagen. Al mismo tiempo, esa
ficción se convierte en una parte inseparable —y espuria— de su ser: está
condenado a representar toda su vida, porque entre su personaje y él se ha
establecido una complicidad que nada puede romper, excepto la muerte o el
sacrificio. La mentira se instala en su ser y se convierte en el fondo último
de su personalidad.
Simular es inventar o, mejor, aparentar
y así eludir nuestra condición. La disimulación exige mayor sutileza: el que
disimula no representa, sino que quiere hacerse invisible, pasar desapercibido,
sin renunciar a su ser. El mexicano excede en el disimulo de sus pasiones y de
sí mismo. Temeroso de la mirada ajena, se contrae, se reduce, se vuelve sombra
y fantasma, eco. No camina, se desliza; no propone, insinúa; no replica,
rezonga; no se queja, sonríe; hasta cuando canta —si no estalla y se abre el
pecho— lo hace entre dientes y a media voz, disimulando su cantar:
Y es tanta la tiranía
de esta disimulación
que aunque de raros anhelos
se me hincha el corazón,
tengo miradas de reto
y voz de resignación.
Quizá el disimulo nació durante la
Colonia. Indios y mestizos tenían, como en el poema de Reyes, que cantar quedo,
pues "entre dientes mal se oyen las palabras de rebelión". El mundo
colonial ha desaparecido, pero no el temor, la desconfianza y el recelo. Y
ahora no solamente disimulamos nuestra cólera sino nuestra ternura. Cuando pide
disculpas, la gente del campo suele decir: "Disimule usted, señor". Y
disimulamos. Nos disimulamos con tal ahínco que casi no existimos.
En sus formas radicales el disimulo
llega al mimetismo. El indio se funde con el paisaje, se confunde con la barda
blanca en que se apoya por la tarde, con la tierra obscura en que se tiende a
mediodía, con el silencio que lo rodea. Se disimula tanto su humana
singularidad que acaba por abolirla y se vuelve piedra, pirú, muro, silencio:
espacio. No quiero decir que comulgue con el Todo, a la manera panteísta, ni
que en un árbol aprehenda todos los árboles, sino que efectivamente, esto es,
de una manera concreta y particular, se confunde con un objeto determinado.
Roger Caillois observa que el mimetismo
no implica siempre una tentativa de protección contra las amenazas virtuales
que pululan en el mundo externo. A veces los insectos "se hacen los
muertos" o imitan las formas de la materia en descomposición, fascinados
por la muerte, por la inercia del espacio. Esta fascinación —fuerza de
gravedad, diría yo, de la vida— es común a todos los seres y el hecho de que se
exprese como mimetismo confirma que no debemos considerar a éste exclusivamente
como un recurso del instinto vital para escapar del peligro y la muerte.
Defensa frente al exterior o
fascinación ante la muerte, el mimetismo no consiste tanto en cambiar de
naturaleza como de apariencia. Es revelador que la apariencia escogida sea la
muerte o la del espacio inerte, en reposo. Extenderse, confundirse con el
espacio, ser espacio, es una manera de rehusarse a las apariencias, pero
también es una manera de ser sólo Apariencia. El mexicano tiene tanto horror a
las apariencias, como amor le profesan sus demagogos y dirigentes. Por eso se
disimula su propio existir hasta confundirse con los objetos que lo rodean. Y
así, por medio de las apariencias, se vuelve sólo Apariencia. Aparenta ser otra
cosa e incluso prefiere la apariencia de la muerte o del no ser antes que abrir
su intimidad y cambiar. La disimulación mimética, en fin, es una de tantas
manifestaciones de nuestro hermetismo. Si el gesticulador acude al disfraz, los
demás queremos pasar desapercibidos. En ambos casos ocultamos nuestro ser. Y a
veces lo negamos. Recuerdo que una tarde, como oyera un leve ruido en el cuarto
vecino al mío, pregunté en voz alta: "¿Quién anda por ahí?". Y la voz
de una criada recién llegada de su pueblo contestó: "No es nadie señor,
soy yo".
No sólo nos disimulamos a nosotros
mismos y nos hacemos transparentes y fantasmales; también disimulamos la
existencia de nuestros semejantes. No quiero decir que los ignoremos o los
hagamos menos, actos deliberados y soberbios. Los disimulamos de manera más
definitiva y radical: los ninguneamos. El ninguneo es una operación que
consiste en hacer de Alguien, Ninguno. La nada de pronto se individualiza, se
hace cuerpo y ojos, se hace Ninguno.
Don Nadie, padre español de Ninguno,
posee don, vientre, honra, cuenta en el banco y habla con voz fuerte y segura.
Don Nadie llena al mundo con su vacía y vocinglera presencia. Está en todas
partes y en todos los sitios tiene amigos. Es banquero, embajador, hombre de
empresa. Se pasea por todos los salones, lo condecoran en Jamaica, en Estocolmo
y en Londres. Don Nadie es funcionario o influyente y tiene una agresiva y
engreída manera de no ser. Ninguno es silencioso y tímido, resignado. Es
sensible e inteligente. Sonríe siempre, Espera siempre. Y cada vez que quiere
hablar, tropieza con un muro de silencio; si saluda encuentra una espalda
glacial; si suplica, llora o grita, sus gestos y gritos se pierden en el vacío
que don Nadie crea con su vozarrón. Ninguno no se atreve a no ser: oscila,
intenta una vez y otra vez ser Alguien. Al fin, entre vanos gestos, se pierde
en el limbo de donde surgió.
Sería un error pensar que los demás le
impiden existir. Simplemente disimulan su existencia, obran como si no existiera.
Lo nulifican, lo anulan, lo ningunean. Es inútil que Ninguno hable, publique
libros, pinte cuadros, se ponga de cabeza. Ninguno es la ausencia de nuestras
miradas, la pausa de nuestra conversación, la reticencia de nuestro silencio.
Es el nombre que olvidamos siempre por una extraña fatalidad. el eterno
ausente, el invitado que no invitamos, el hueco que no llenamos. Es una
omisión. Y sin embargo, Ninguno está presente siempre. Es nuestro secreto,
nuestro crimen y nuestro remordimiento. Por eso el Ninguneador también se
ningunea; él es la omisión de Alguien. Y si todos somos Ninguno, no existe
ninguno de nosotros. El círculo se cierra y la sombra de Ninguno se extiende
sobre México, asfixia al Gesticulador y lo cubre todo. En nuestro territorio,
más fuerte que las pirámides y los sacrificios, que las iglesias, los motines y
los campos populares, vuelve a imperar el silencio, anterior a la historia.
"Tres
momentos de la literatura Japonesa" Es un lugar común decir que la primera impresión que
produce cualquier contacto —aun el más distraído y casual— con la cultura del
Japón es la extrañeza. Sólo que, contra lo que se piensa generalmente, este
sentimiento no proviene tanto del sentirnos frente a un mundo distinto como
del darnos cuenta de que estamos ante un universo autosuficiente y cerrado
sobre sí mismo. Organismo al que nada le falta, como esas plantas del
desierto que secretan sus propios alimentos, el Japón vive de su propia
substancia. Pocos pueblos han creado un estilo de vida tan inconfundible. Y
sin embargo, muchas de las instituciones japonesas son de origen extranjero.
La moral y la filosofía política de Confucio, la mística de Chuang-tsé, la
etiqueta y la caligrafía, la poesía de Po Chü-i y el Libro de la piedad filial, la arquitectura, la escultura y la
pintura de los Tang y los Sung modelaron durante siglos a los japoneses.
Gracias a esta influencia china, Japón conoció las especulaciones de
Nagarjuna y otros grandes metafísicos del budismo Mahayana y las técnicas de
meditación de los hindúes. La
importancia y el número de elementos chinos —o previamente pasados por el
cedazo de China— no impiden sino subrayan el carácter único y singular de la
cultura japonesa. Varias razones explican esta aparente anomalía. En primer
término, la absorción fue muy lenta: se inicia en los primeros siglos de la
era cristiana y no termina sino hasta entrada la época moderna. En segundo
lugar, no se trata de una influencia sufrida sino libremente elegida. Los
chinos ni llevaron su cultura al Japón; tampoco, excepto durante las
abortadas invasiones mongólicas, quisieron imponerla por la fuerza: los
mismos japoneses enviaron embajadores y estudiantes, monjes y mercaderes a
Corea y a China para que estudiasen y comprasen libros y obras de arte o para
que contratasen artesanos, maestros y filósofos. Así, la influencia exterior
jamás puso en peligro el estilo de vida nacional. Y cada vez que se presentó
un conflicto entre lo propio y lo ajeno se encontró una solución feliz como
en el caso del budismo, que pudo convivir con el culto nativo. La admiración
que siempre profesaron los japoneses a la cultura china, no los llevó a la
imitación suicida ni a desnaturalizar sus propias inclinaciones. La única
excepción fue, y sigue siendo, la escritura. Nada más ajeno a la índole de la
lengua japonesa que el sistema ideográfico de los chinos; y aún en esto se
encontró un método que combina la escritura fonética con la ideográfica y
que, acaso, hace innecesaria esa reforma que predican muchos extranjeros con
más apresuramiento que buen sentido. La
literatura es el ejemplo más alto de la naturalidad con que los elementos
propios lograron triunfar de los modelos ajenos. La poesía, el teatro y la
novela son creaciones realmente japonesas. A pesar de la influencia de los
clásicos chinos, la poesía nunca perdió, ni en los momentos de mayor
postración, sus características: brevedad, claridad del dibujo, mágica
condensación. Puede decirse lo mismo del teatro y la novela. En cambio, la
especulación filosófica, el pensamiento puro, el poema largo y la historia no
parecen ser géneros propicios al genio japonés. A
principios del siglo V se introduce oficialmente la escritura sínica; un poco
después, en 760, aparece la primera antología japonesa, el Manyoshu o Colección de las diez mil hojas. Se trata de una obra de rara
perfección, de la que están ausentes los titubeos de una lengua que se busca.
La poesía japonesa se inicia con un fruto de madurez; para encontrar acentos
más espontáneos y populares habrá que esperar hasta Basho. A finales del siglo
VIII la corte Imperial se traslada de Nara a Heian-Kio (la actual Kioto).
Como la antigua capital, la nueva fue trazada conforme al modelo de la
dinastía china entonces reinante. En la primera parte de este período se
acentúa la influencia china pero desde principios del siglo X el arte y la
literatura producen algunas de sus obras clásicas. Se trata de una época de
excepcional brillo, sobre la que tenemos dos documentos extraordinarios: un
diario y una novela. Ambos son obras de dos damas de la corte: las señoras
Murasaki Shikibu y Sei Shonagon. Nada más
alejado de nuestro mundo que el que rodeó a estas dos mujeres excepcionales.
Dominada por una familia de hábiles políticos y administradores (los
Fujiwara), aquella sociedad era un mundo cerrado. La corte constituía por sí
misma un universo autónomo, en el que predominaban como supremos los valores
estéticos y, sobre todo, los literarios. "Nunca entre gentes de
exquisita cultura y despierta inteligencia tuvieron tan poca importancia los
problemas intelectuales" (1). Y hay que agregar: los morales y
religiosos. La vida era un espectáculo, una ceremonia, un ballet animado y
gracioso. Cierto, la religión —mejor dicho: las funciones religiosas—
ocupaban buena parte del tiempo de señoras y señores. Pero Sei Shonagon nos
revela con naturalidad cuál era el estado de espíritu con que se asistía a
los servicios budistas: "El lector de las Escrituras debe ser guapo,
aunque sea sólo para que su belleza, por el placer que experimentamos al
verla, mantenga viva nuestra tradición. De lo contrario, una empieza a
distraerse y a pensar en otras cosas. Así, la fealdad del lector se convierte
en ocasión de nuestro pecado". En realidad, la verdadera religión era la
poesía y, aun, la caligrafía. Los señores se enamoraban de las damas por la
elegancia de su escritura tanto como por su ingenio para versificar. El buen
tono lo presidía todo: amores y ceremonias, sentimientos y actos. Sería vano
juzgar con severidad esta concepción estética de la vida. Los artistas
modernos sienten cierta repulsión por el "buen gusto", pero esta
repugnancia no se justifica del todo. Nuestro "buen gusto" es el de
una sociedad de advenedizos que se han apropiado de valores y formas que no
les corresponden. El de la sociedad heiana estaba hecho de gracia natural y
de espontánea distinción. |
La
ligereza danzante con que esos personajes se mueven por la vida, como si
hubiesen abolido las leyes de la gravedad, se debe entre otras cosas a que
esas almas no conocían el peso de la moral. Las cosas para ellos no eran
graves sino hermosas o feas. Mundo de dos dimensiones, sin profundidad, es
cierto, pero también sin espesor; mundo transparente, nítido, como un dibujo
rápido y precioso sobre una hoja inmaculada. En su diario, Sei Shonagon
divide a las cosas en placenteras y desagradables. Entre las primeras están,
por ejemplo, cruzar un río en una noche de luna brillante y ver bajo el fondo
brillar los guijarros; o recorrer en carruaje el campo y luego aspirar el
perfume que desprenden las ruedas, entre las que se han quedado prendidos
manojos de hierba fresca. En otra parte Shonagon anota que "es muy
importante que un amante sepa despedirse. Para empezar, no se debería
levantar con apresuración sino aguardar a que se le insista un poco: Anda, ya hay luz... no te gustaría que te
sorprendieran aquí. Tampoco debería ponerse los pantalones de un golpe,
como si tuviera mucha prisa y sin antes acercarse a su compañera, para
murmurar en su oído lo que sólo ha ducho a medias durante la noche". Más
adelante la señora Shonagon pinta al amante perfecto: "Me gusta pensar
en un soltero —su ánimo aventurero le ha hecho escoger este estado— al
regresar a su casa, después de una incursión amorosa. Es el alba y tiene un
poco de sueño pero, apenas llega, se acerca a su escritorio y se pone a
escribir una carta de amor —no escribiendo lo primero que se le ocurre sino
entregado a su tarea y trazando con gusto hermosos caracteres. Luego de
enviar su misiva con un paje, aguarda la respuesta mientras murmura ese o
aquel pasaje de las Escrituras budistas. Más tarde lee algunos poemas chinos
y espera a que esté listo el baño. Vestido con su manto de corte —quizá
escarlata y que lleva como una bata de casa— toma el sexto capítulo de la Escritura del Loto y lo lee en
silencio. Precisamente en el momento más solemne y devoto de su lectura
religiosa, regresa el mensajero con la respuesta. Con asombrosa si blasfema
rapidez, el amante salta del libro a la carta". La prosa
de Sei Shonagon es transparente. A través de ella vemos un mundo
milagrosamente suspendido en sí mismo, cercano y remoto a un tiempo, como
encerrado en una esfera de cristal. Los valores estéticos de esa sociedad
—por más exquisitos y refinados que nos parezcan— no eran sino los de la
moda. Mundo up to date, sin pasado
y sin futuro, con los ojos fijos en el presente. Mas el presente es una
aparición, algo que se deshace apenas se le toca. Este sentimiento de la
fugacidad de las cosas —subrayado por el budismo, que afirma la irrealidad de
la existencia— tiñe de melancolía las páginas del Libro de cabecera de Sei Shonagon. El mismo sentimiento —sólo que
profundizado, convertido, por decirlo así, en conciencia creadora— constituye
el tema central de la obra de la señora Murasaki. La Historia de Genji no sólo es una de
las más antiguas novelas del mundo, sino que, además, ha sido comparada a los
grandes clásicos occidentales: Cervantes, Balzac, Jane Austen, Boccacio. En
realidad, según se ha dicho varias veces, la Historia de Genji recuerda, y no sólo por su extensión y por la
sociedad aristocrática que pinta, a la obra de Proust. En un pasaje Murasaki
pone en boca de uno de los personajes sus ideas sobre la novela: "Este
arte no consiste únicamente en narrar las aventuras de gentes ajenas al
autor. Al contrario, su propia experiencia de los hombres y de las cosas,
buena o mala —y no sólo lo que a él mismo le ha ocurrido sino los sucesos que
ha presenciado o que le han contado—, despierta en su ser una emoción tan
profunda y poderosa que lo obliga a escribir. Una y otra vez algo de su propia
vida, o de la de su contorno, le parece de tal importancia que no se resigna
a dejarlo hundirse en el olvido". El arte, nos dice Murasaki, es un acto
personal contra el olvido; la lucha contra la muerte, raíz de todo gran arte,
lleva al novelista a escribir. A
semejanza de Proust, lo característico de Murasaki es la conciencia del
tiempo. Esto, más que la aventuras amorosas de Genji y sus hermosas amantes,
es el verdadero tema de la obra. La conciencia del tiempo es tan aguda en
Murasaki que de pronto se vuelve irreal. Inclinado sobre sí mismo, en un
momento de soledad o al lado de su amante, Genji ve al mundo como una
fantasmal sucesión de apariencias. Todo es imagen cambiante, aire, nada.
"El sonido de las campanas del templo de Heion proclama la fugacidad de
todas las cosas". Simultáneamente, la conciencia de la irrealidad del
mundo y de nosotros mismos nos lleva a darnos cuenta de que también el tiempo
es irreal. Nada existe, excepto esa instantánea conciencia de que todo, sin
excluir a nuestra conciencia, es inexistente. Y así, por medio de una
paradoja, se recobra de un golpe la existencia, ya no como acción, deseo,
goce o sufrimiento, sino como conciencia de la irrealidad de todo. Para
Proust sólo es real el tiempo; apresarlo, resucitarlo por obra de la memoria
creadora, es aprehender la realidad. Este tiempo ya no es la mera sucesión
cuantitativa, el pasar de los minutos, sino el instante que no transcurre. No
es el tiempo cronométrico sino la conciencia de la duración. Para Murasaki,
como para todos los budistas, el tiempo es una ilusión y la conciencia del
tiempo, y la de la muerte misma, meras imágenes en nuestra conciencia; apenas
tenemos conciencia de nosotros mismos y de nuestra nadería, sin excluir la de
nuestra conciencia, nos libramos de la pesadilla de la ilusión y penetramos
al reino en donde ya no hay tiempo ni conciencia, ni muerte ni vida. La única
realidad es la irrealidad de nuestros pensamientos y sentimientos. No es
casual la importancia de la música en la obra de Proust. La sonata de Vinteuil
simboliza la nostalgia del tiempo perdido y, asimismo, su recaptura. La
novela está regida por un ritmo que no es inexacto llamar musical; los
personajes desaparecen y reaparecen como temas o frases musicales. La música
es un arte temporal: fluye, transcurre. El arte que preside la historia de
Genji es estático y mudo: la pintura. Donald Keene ha comparado la novela de
Murasaki a uno de los rollos chinos pletóricos de personajes, objetos y
paisajes (2). A medida que se va desenvolviendo el lienzo, ese mundo se
disuelve gradualmente "hasta que sólo quedan aquí y allá dos o tres
pequeñas y melancólicas figuras aisladas, junto a un árbol o una
piedra". El resto es espacio, espacio vacío. ¡Más qué lleno de vida real
esté ese espacio, ese silencio! La obra de Murasaki no implica la reconquista
del tiempo sino su disolución final en una conciencia más ancha y libre. La
sociedad que pintan Sei Shonagon y Murasaki fue desgarrada por las luchas
intestinas de dos familias rivales: los Taira y los Minamoto. Dos siglos
después se instaura una dictadura militar, el Shogunato, y se traslada la
capital administrativa y política a Kamakura, aunque la corte sigue
residiendo en Kioto. Tras un nuevo período de guerras civiles, ascienden al
poder los shogunes de la casa Ashikaga, en el siglo XIV. El gobierno regresa
a Kioto y el Shogún se instala en un barrio, Muromachi, que da nombre a este
período. La clase militar da el tono a la nueva sociedad, como los cortesanos
dieron el suyo a la época heiana. La primera diferencia es ésta: la ausencia
de mujeres escritoras. Quizá, dice Waley, durante la dominación de los
Fujiwara los hombres estaban demasiado ocupados en aclarar y allanar las
dificultades de los clásicos chinos y las sutilezas de los metafísicos
indios. En efecto, la literatura docta de ese período fue escrita en chino y
por hombres; la de mera diversión —novelas y diarios— en japonés y por
mujeres. No es ésta la única ni la más importante, de las diferencias que
separan a estas dos épocas. La casta militar, como en su tiempo la cortesana,
cede a la fascinación de la cultura china y especialmente a la del budismo;
pero la rama del budismo que escoge —llamada zen— tiene características especiales y que exigen un breve
paréntesis. Tanto en
su forma primera (hinayana) como en la tardía (mahayana), el budismo sostiene
que la única manera de detener la rueda sin fin del nacer y del morir y, por
consiguiente, del dolor, es acabar con el origen del mal. Filosofía antes que
religión, el budismo postula como primera condición de una vida recta la
desaparición de la ignorancia acerca de nuestra verdadera naturaleza y la del
mundo. Sólo si nos damos cuenta de la irrealidad del mundo fenomenal, podemos
abrazar la buena vía y escapar del ciclo de las reencarnaciones, alimentado
por el fuego del deseo y el error. El yo se revela ilusorio. Es una entidad
sin realidad propia, compuesta por agregados o factores mentales. El
conocimiento consiste ante todo en percibir la irrealidad del yo, causa
principal del deseo y de nuestro apego al mundo. Así, la meditación no es
otra cosa que la gradual destrucción dl yo y las ilusiones que engendra; ella
nos despierta del sueño o mentira que somos y vivimos. Este despertar es la
iluminación (Satori en japonés). La
iluminación nos lleva a la liberación definitiva (Nirvana). Aunque las buenas
obras, la compasión y otras virtudes forman parte de la ética budista, lo
esencial consiste en los ejercicios de meditación y contemplación. El estado
satori implica no tanto un saber la verdad como un estar en ella y, en los casos supremos, un ser la verdad. Algunas
de las sectas buscan la iluminación por medio del estudio de los libros
canónicos (Sutras); otras por la vía de la devoción (ciertas corrientes de la
tendencia mahayana); otras más por la magia ritual y sexual (tantrismo);
algunas por la oración y aun por la repetición de la fórmula Nanu Amida Butsu (Gloria Buda Amida).
Todos estos caminos y prácticas se enlazan a la vía central: la meditación.
Los ritos sexuales del tantrismo son también meditación. No consisten en
abandonarse a los sentidos sino en utilizarlos, por medio de un control
físico y mental, para alcanzar la iluminación. El cuerpo y las sensaciones
ocupan en el tantrismo el lugar de las imágenes y la oración en las prácticas
de otras religiones: son un "apoyo". La doctrina zen —y esto la
opone a las demás tendencias budistas— afirma que las fórmulas, los libros
canónicos, las enseñanzas de los grandes teólogos y aun la palabras misma de
Buda son innecesarios. Zen predica la iluminación súbita. Los demás budistas
creen que el Nirvana sólo puede alcanzarse después de pasar muchas
reencarnaciones; Gautama mismo logró la iluminación cuando ya era un hombre
maduro y después de haber pasado por miles de existencias previas, que la
leyenda budista ha recogido con gran poesía (Jakatas). Zen afirma que el estado satori es aquí y ahora mismo,
un instante que es todos los instantes, momento de revelación en que el
universo entero —y con él la corriente de temporalidad que lo sostiene— se
derrumba. Este instante niega al tiempo y nos enfrenta a la verdad. Por su
misma naturaleza el momento de la iluminación es indecible. Como el taoísmo,
a quien sin duda debe mucho, zen es una "doctrina sin palabras".
Para provocar dentro del discípulo el estado propicio a la iluminación, los
maestros acuden a las paradojas, al absurdo, al contrasentido y, en general,
a todas aquellas formas que tienden a destruir nuestra lógica y la
perspectiva normal y limitada de las cosas. Pero la destrucción de la lógica
no tiene por objeto remitirnos al caos y al absurdo sino, a través de la
experiencia de lo sin sentido, descubrir un nuevo sentido. Sólo que ese sentido
es incomunicable por las palabras. Apenas el humor, la poesía o la imagen
pueden hacernos vislumbrar en qué consiste la nueva visión. El carácter
incomunicable de la experiencia zen se revela en esta anécdota: un maestro
cae en un precipicio pero puede asir con los dientes la rama de un árbol; en
ese instante llega uno de los discípulos y le pregunta: ¿en qué consiste el zen,
maestro? Evidentemente, no hay respuesta posible: enunciarla doctrina implica
abandonar el estado satori y volver a caer en el mundo de los contrarios
relativos, en el "esto" y el "aquello". Ahora bien, zen
no es ni "esto" ni "aquello", sino, más bien, "esto
y aquello". Así, para emplear la conocida frase Chuang-tsé, "el
verdadero sabio predica la doctrina sin palabras". El
período Muromachi está impregnado de zen. Para los militares, zen era el otro
platillo de la balanza. En un extremo, el estilo de vida bushido, es decir, del guerrero vertido hacia el exterior; en el
otro, la Ceremonia del Té, la decoración floral, el Teatro Nô y, sustento al
mismo tiempo que cima de toda esta vida estética, cara al interior, la
meditación zen. Según Isotei Nishikawa esta vertiente estética se llama furyu o sea "diversión
elegante" (3). Las palabras "diversión" y "elegante"
tienen aquí un sentido peculiar y no denotan distracción mundana y lujosa
sino recogimiento, soledad, intimidad, renuncia. El símbolo de furyu sería la
decoración floral —ikebana— cuyo
arquetipo no es el adorno simétrico occidental, ni la suntuosidad o la
riqueza del colorido, sino la pobreza, la simplicidad y la irregularidad. Los
objetos imperfectos y frágiles —una piedra rodada, una rama torcida, un
paisaje no muy interesante por sí mismo pero dueño de cierta belleza secreta—
poseen una calidad fuyru. Bushido y fuyru fueron los dos polos de la vida
japonesa. Economía vital y psíquica que nos deja entrever el verdadero
sentido de muchas actitudes que de otra manera nos parecían contradictorias. El
sentido de los valores estéticos que regían la sociedad del período Muromachi
es muy distinto al de la época heiana. En el universo de Murasaki triunfa la
apariencia; corroído o no por el tiempo, mera ilusión acaso, el mundo
exterior existe. Para los Ashikaga y su círculo, la distinción entre
"esto" y "aquello", entre el sujeto y el objeto, es
innecesaria y superflua. Se acentúa el lado interior de las cosas: el
refinamiento es simplicidad; la simplicidad, comunión con la naturaleza.
Gracias al budismo zen, la religiosidad japonesa se ahonda y tiene conciencia
de sí. Las almas se afina y templan. El culto a la naturaleza, presente desde
la época más remota, se transforma en una suerte de mística. La pintura Sung,
con su amor por los espacios vacíos, influye profundamente en la estética de
esta época. El octavo shogún Ashikaga (Yoshimasa) introduce la Ceremonia del
Té, regida por los mismos principios: simplicidad, serenidad, desinterés. En
una palabra: quietismo. Pero nada más lejos del quietismo furibundo y
contraído de los místicos occidentales, desgarrados por la oposición
inconciliable entre este mundo y el otro, entre el creador y la criatura, que
el de los adeptos de zen. La ausencia de la noción de un Dios creador, por
una parte, y la de la idea cristiana de una naturaleza caída, por la otra,
explican la diferencia de actitudes. Buda dijo de todos, hasta los árboles y
las yerbas, algún día alcanzarían el Nirvana. El estado búdico es un
trascender la naturaleza pero también un volver a a ella. El culto a lo
irregular, a la armonía asimétrica, brota con esta idea de la naturaleza como
arquetipo de todo lo existente. Los jardineros japoneses no pretenden someter
el paisaje a una armonía racional, como ocurre con el arte francés de Le
Nôtre, sino al contrario: hacen del jardín un microcosmo de la inmensidad
natural. El teatro
Nô está profundamente influido por la estética zen. Como en el caso del
teatro griego, que nace de los cultos agrarios de fertilidad, el género Nô
hunde sus raíces en ciertas danzas populares llamadas Dengaku Nô. Según Waley era un espectáculo de juglares y
acróbatas que, hacia le siglo XIV, se transformó en una suerte de ópera. En
los mismos años una gran danza llamada Saragaku (música de monos) alcanzó
gran popularidad. El origen al mismo tiempo sagrado y licencioso de este arte
puede comprobarse con esta leyenda que relata el nacimiento de la danza:
"La diosa del Sol se había retirado y no quería salir a iluminar al
mundo; entonces la diosa Uzumi se desnudó los pechos, alzó su falda, mostró
su ombligo y su sexo y danzó. Los dioses se rieron a carcajadas y la diosa
Sol volvió a aparecer". La unión de estas dos formas artísticas, Dengaku y Sarugaku, produjo finalmente el Nô (4). Esta evolución no deja de
ofrecer analogías con la evolución del teatro español, desde las comedias y
"pasos" de Gil Vicente, Juan del Encina y Lope de Rueda a la
estilización intelectual del "auto sacramental". Dos hombres de
genio hacen del Nô el complejo mecanismo poética que admiramos: Kan’ami
Kiyotsugu (1333-1384) y su hijo Zeami Motokiyo (1363-1443). Ambos fueron
protegidos del shogún Yoshimitsu, que se distinguió por su devoción a las
artes y al budismo zen. Es probable que el shogún haya instruido al joven Zeami,
con quien vivió en términos más bien íntimos, en la "doctrina sin
palabras". La
palabra Nô quiere decir talento y, por extensión, exhibición de talento, o
sea: representación. El número de personajes de una pieza Nô se reduce a dos:
el chite y el waki. El primero es el héroe de la pieza y, en realidad, su único
autor; el waki es un peregrino que
encuentra al chite y provoca, casi
siempre involuntariamente, lo que llamaríamos la descarga dramática. El chite lleva una máscara. Ambos actores
pueden tener cuatro o cinco acompañantes (tsure).
Hay además un coro de unas diez personas. Cada obra dura poco menso de un
acto del teatro occidental moderno. Una sesión de Nô está compuesta por seis
piezas y varios interludios cómicos (Kyogen),
arreglados de tal modo que formen una unidad estética: piezas religiosas,
guerreras, femeninas, demoniacas, etc. Los argumentos proceden del fondo
legendario, la historia y los clásicos. La palabra es sólo uno de los
elementos del espectáculo; los otros son la danza, la mímica y la música
(flauta y tambores). También hay que señalar la riqueza de los trajes, el
carácter estilizado del decorado y la función simbólica del mobiliario y los
objetos. Todos los actores son hombres. La expresión verbal pasa del lenguaje
hablado a una recitación que linda con el canto aunque sin jamás convertirse
en palabra cantada. Más que la ópera o al ballet, el Nô podría parecerse a la
liturgia. O al auto sacramental. La acción se inicia con una cita de los
Sutras budistas, por ejemplo: "nuestras vidas son gotas de rocío que
sólo esperan que sople el viento, el viento de la mañana"; o esta otra,
que recuerda a Calderón: "la vida es un sueño mentiroso del que
despierta sólo aquel que arroja a un lado, como harapo, el manto del
mundo". Inmediatamente después el waki
se presenta a sí mismo, declara que debe hacer un viaje a un templo, una
ermita o un lugar célebre, y danza. La danza simboliza el viaje. La
descripción del viaje es siempre un fragmento poético, en el que abundan
juegos de palabras que aluden a los sitios que recorre el viajero. Al llegar
al término de su recorrido, en un momento inesperado, el chite aparece. Tras una escena de "reconocimiento"
irrumpe en un monólogo entrecortado y violento que revive los episodios de su
vida y, si se trata de un fantasma, de su muerte. Es el instante de la crisis
y el delirio, en el que la intensidad dramática se alía a un lirismo
sonámbulo. Aquí la poesía del Nô se revela como una de las formas más puras
del teatro universal. El chite,
poseído por el alma en pena de un muerto al que estuvo íntimamente ligado en
el pasado (su amante, su enemigo, su señor, su hijo), se habla a sí mismo con
el lenguaje del otro. Cambia de alma, por decirlo así. Identificado con aquel
que odia, ama o teme, el chite
resucita el pasado en una forma que hace pensar en los mimodramas de la
psicología moderna. La escena termina cuando, apaciguado por el peregrino que
le promete ayudar a su salvación, el chite
se retira. La obra concluye casi siempre con una nueva invocación de los
textos budistas. Dentro de
estos modelos rígidos, Kan’ami y Zeami vertieron una poesía dramática de gran
intensidad. El monólogo de Komachi, en la pieza de ese nombre, me parece uno
de los momentos más altos del teatro universal. Es imposible dar una idea,
siquiera aproximada, de la belleza de los textos. Baste decir que Arthur
Waley piensa que "si por algún cataclismo el teatro Nô desapareciese,
como espectáculo, los textos, por su valor puramente literario,
perdurarían". Eso fue lo que ocurrió con el teatro griego, del cual sólo
nos quedan las palabras; y sin embargo, esas palabras nos siguen alimentando.
El género Nô ha dejado de ser un espectáculo popular pero ha influido en
otros dos géneros: el teatro de títeres y el Kabuki. No es ocioso agregar que estas obras están salpicadas de
fragmentos de poesía clásica, japonesa y china, y de citas de las Escrituras
budistas. Zeami y sus contemporáneos no procedieron de manera distinta a la
de Shakespeare, Marlowe, Lope de Vega y Calderón. Con
frecuencia se ha comparado el teatro Nô a la tragedia griega. Los coros, las
máscaras, la escasez de personajes, la importancia de música y danza y, sobre
todo, la alianza de poesía pasional y lírica con la meditación sobre el
hombre y su destino, recuerdan, en efecto, al teatro griego. Como las obras
de Esquilo y Sófocles, el teatro Nô es un misterio y un espectáculo, quiero
decir, es una visión estética y simbólica de la condición humana y de la
intervención, ora nefasta, ora benéfica, de ciertos poderes a los que,
alternativamente, el hombre se enfrenta o se inmola. Pero la tragedia griega
es más amplia y humana: sus héroes no son fantasmas sino seres terriblemente
vivos, poseídos, sí, mas también lúcidos. Por otra parte, es una meditación
sobre el hombre y el cosmos infinitamente más arriesgada y profunda; su
verdadero tema es la libertad humana frente a los dioses y el destino. El
pensamiento de los trágicos griegos es de raíz religiosa y todo su teatro es
una reflexión sobre la hybris, esto
es, sobre las causas y los efectos del sacrilegio
por excelencia: la desmesura, la ruptura de la medida cósmica y divina. Esta
reflexión no es dogmática sino de tal modo libre que no retrocede ante la
blasfemia, según se ve en Eurípides y aun en Sófocles y Esquilo. La tradición
intelectual de los poetas dramáticos griegos es la poesía homérica y la osada
especulación de los filósofos; y el clima social que envuelve a sus
creaciones, la democracia ateniense. La "política" —en el sentido
original y mejor de la palabra— es la esencia de la actividad griega y lo que
hizo posible su inigualable libertad de espíritu. En cambio, los autores
japoneses viven en la atmósfera cerrada de una corte y su tradición
intelectual es la teología budista y la estricta poesía de China y Japón. Me parece
que el teatro Nô ofrece mayores semejanzas con el español; no es arbitrario
comparar las piezas de Kan’ami y Zeami a los "autos sacramentales"
de Calderón, Tirso o Mira de Amescua. La brevedad de las obras y su carácter
simbólico, la importancia de la poesía y el canto —en unos a través del coro,
en otros por medio de las canciones—, la estricta arquitectura teatral, la
tonalidad religiosa y, especialmente, la importancia de la especulación
teológica —dentro y no frente a los dogmas— son notas comunes a estas dos formas
artísticas. El "auto sacramental" español y el Nô japonés son
intelectuales y poéticos. Teatro suspendido por hilos racionales entre el
cielo y la tierra, construido con la precisión de un razonamiento y con la
violencia fantasmal del deseo que sólo encarna para aniquilarse mejor. En arte
Nô no es realista, al menos en el sentido moderno de la palabra. Tampoco es
fantástico. Zeami dice: "música, danza y actuación son artes
imitativas". Ahora bien, esta imitación quiere decir: reproducción o
recreación simbólica de una realidad. Así, el abanico que llevan los actores
puede simbolizar un cuchillo, un pañuelo o una carta, según la acción lo
pida. El teatro Nô, como todo el arte japonés, es alusivo y elusivo.
Chikamtsu nos ha dejado una excelente definición de la estética japonesa:
"El arte vive en las delgadas fronteras que separan lo real de lo
irreal". Y en otra parte dice: "Es esencial no decir: esto es
triste, sino que el objeto mismo sea triste, sin necesidad de que el autor lo
subraye". El artista muestra; el propagandista y el moralista
demuestran. Las
reflexiones críticas de Zeami están impregnadas del espíritu zen. En un
pasaje nos habla de que hay tres clases de actuación: una es para los ojos,
otra para los oídos y la última para el espíritu. En la primera sobresalen la
danza, los trajes y los gestos de los actores; en la segunda, la música, la
dicción y el ritmo de la acción; en la tercera se apela al espíritu: "un
maestro del arte no moverá el corazón de su auditorio sino cuando haya
eliminado todo: danza, canto gesticulaciones y las palabras mismas. Entonces,
la emoción brota de la quietud. Esto se llama danza congelada". Y agrega: "Este estilo místico,
aunque se llama: Nô que habla al entendimiento, también podría llamarse: Nô
sin entendimiento". Es decir, Nô en el que la conciencia se ha disuelto
en la quietud. Zeami muestra la transición de los estados de ánimo del
espectador, verdadera escala del éxtasis, de este modo: "El libro de la crítica dice: olvida el
espectáculo y mira al Nô; olvida el Nô y mira al actor; olvida al actor y
mira la idea; olvida la idea y entenderás el Nô" (5). El arte es una
forma superior del conocimiento. Y este conocer, con todas nuestras potencias
y sentidos, sí, pero también sin ellos, suspendidos en un arrobo inmóvil y
vertiginoso, culmina en un instante de comunión: ya no hay nada que
contemplar porque nosotros mismos nos hemos fundido con aquello que
contemplamos. Sólo que la contemplación que nos propone Zeami posee —y ésta
es una diferencia capital— un carácter distinto al del éxtasis occidental: el
arte no convoca una presencia sino una ausencia.
La cima del instante es un estado paradójico del ser: es un no ser en el que,
de alguna manera, se da el pleno ser. Plenitud del vacío. En la
época de los Ashikaga declina el poder central, mientras crecen las
rivalidades entre los señores feudales. La sociedad del período Muromachi
puede compararse a las pequeñas cortes italianas del Renacimiento, dedicadas
al cultivo de las artes y de la filosofía neoplatónica en tanto que el resto
del país era desgarrado por guerras que no es exagerado llamar privadas. En
el siglo XV el poder de los shogunes Ashikaga se desmorona. Kioto es
destruida y saqueada. Tras un largo interregno se restablece el poder
central, nuevamente en manos de la clase militar. Al iniciarse el siglo XVII
una nueva familia —los Tokuwaga— asume la dirección del Estado, que no dejará
sino hasta la restauración del poder imperial, a mediados del siglo pasado.
La residencia de los shogunes se traslada a Edo (la actual Tokio). Durante
estos siglos el Japón cierra sus puertas al mundo exterior. Los shogunes
establecen una rígida disciplina política, social y económica que a veces
hace pensar en las modernas sociedades totalitarias o en el Estado que
fundaron los jesuitas en Paraguay. Pero desde mediados del siglo XVII una
nueva clase urbana empieza a surgir en Edo, Osaka y Kioto. Son los
mercaderes, los chonines u hombres
del común, que si no destruyen la supremacía feudal de los militares, sí
modifican profundamente la atmósfera de las grandes ciudades. Esta clase se
convierte en patrona de las artes y la vida social. Un nuevo estilo de vida,
más libre y espontáneo, menos formal y aristocrático, llega a imponerse. Por
oposición a la cultura tradicional japonesa —siempre de corte y de cerrado
círculo religioso— esta sociedad es abierta. Se vive en la calle y se
multiplican los teatros, los restaurantes, las casas de prostitución, los
baños públicos atendidos por muchachas, los espectáculos de luchadores. Una
burguesía próspera y refinada protege y fomenta los placeres del cuerpo y del
espíritu. El barrio alegre de Edo no sólo es lugar de libertinaje elegante,
en donde reinan las cortesanas y los actores, sino que, a diferencia de lo
que pasa en nuestras abyectas ciudades modernas, también es un centro de
creación artística. Genroku —tal es el nombre del período— se distingue por
una vitalidad y un desenfado ausentes en el arte de épocas anteriores. Este
mundo brillante y popular, compuesto por nuevos ricos y mujeres hermosas, por
grandes actores y juglares, se llama Ukiyo,
es decir el Mundo que Flota o Pasa, bello como las nubes de un día de verano.
El grabado de madera —Ukiyoe:
imágenes del mundo fugitivo— se inicia en esta época. Arte gemelo del Ukiyoe,
nace la novela picaresca y pornográfica: Ukiyo-Soshi.
Las obras licenciosas —llamadas con elíptico ingenio: Libros de la primavera—
se vuelven tan populares como en Europa la literatura libertina de fines del
siglo XVIII. El teatro Kabuki, que combina el drama con el ballet, alcanza su
mediodía y el gran poeta Chikamatsu escribe para el teatro de muñecos obras
que maravillaron a sus contemporáneos y que todavía hieren la imaginación de
hombres como Yeats y Claudel. La poesía japonesa, gracias sobre todo a Matsuo
Basho, alcanza una libertad y una frescura ignoradas hasta entonces. Y
asimismo, se convierte en réplica al tumulto mundano. Ante ese mundo
vertiginoso y colorido, el haikú de Basho es un círculo de silencio y
recogimiento: manantial, pozo de agua oscura y secreta. Basho no
rompe con la tradición sino que la continúa de una manera inesperada; o como
el mismo dice: "No busco el camino de los antiguos: busco lo que ellos
buscaron". Basho aspira a expresar, con medios nuevos, el mismo
sentimiento concentrado a la gran poesía clásica. Así, transforma las formas
populares de su época (el haikai no
renga) en vehículos de la más alta poesía. Esto requiere una breve
explicación. La poesía japonesa no conoce la rima ni la versificación
acentual y su recurso principal, como sucede con la francesa, es la medida
silábica. Esta limitación no es pobreza, pues el japonés está compuesto por
versos de siete y cinco sílabas; la forma clásica consiste en un poema corto
—waka o tanka— de treinta y una sílabas, dividido en dos estrofas: la primera
de tres versos (cinco, siete y cinco sílabas) y la segunda de dos (ambos de
siete sílabas). La estructura misma del poema permitió, desde el principio,
que dos poemas participasen en la creación de un poema: uno escribía las tres
primeras líneas y el otro las dos últimas. Escribir poesía se convirtió en un
juego poético parecido al "cadáver exquisito" de los surrealistas;
pronto, en lugar de un sólo poema, se empezaron a escribir series enteras,
ligados tenuemente por el tema de la estación. Estas series de poemas en
cadena se llamaron renga o renku. El género ligero, cómico o
epigramático, se llamó renga haikai
y el poema inicial, hokku. Basho
practicó con sus discípulos y amigos —dándole nuevo sentido— al arte del
renga haikai o cadena de poemas, adelantándose así a la profecía de
Lautréamont y a una de las tentativas del surrealismo: la creación poética
colectiva. Cualquiera
que haya practicado el juego del "cadáver exquisito", el de las
"cartas rusas" o algún otro que entrañe la participación de un
grupo de personas en la elaboración de una frase o de un poema, podrá darse
cuenta de los riesgos: las fronteras entre la comunión poética y el simple
pasatiempo mundano son muy tenues. Pero si, gracias a la intervención de ese
magnetismo o poesía objetiva que obliga a rimar una cosa con otra, se logra
realmente la comunicación poética y se establece una corriente de simpatía
creadora entre los participantes, los resultados son sorprendentes: lo
inesperado brota como un pez o un chorro de agua. Lo más extraño es que esta
súbita irrupción parece natural y, más que nada, fatal, necesaria. Los poemas
escritos por Basho y sus amigos son memorables y la complicación de las
reglas a que debían someterse no hace sino subrayar la naturalidad y la
felicidad de los hallazgos. Cito, en pobre traducción, uno de esos poemas
colectivos: El
aguacero invernal, Al
caminar sobre el hielo Al alba
los cazadores Abriendo
de par en par Entre los
rastrillos El poema
se inicia con la lluvia, el invierno y la noche. La imagen de la caminata
nocturna sobre el hielo convoca a la del alba fría. Luego, como en la
realidad, hay un salto e irrumpe, sin previo aviso, la primavera. El realismo
de la última estrofa modera el excesivo lirismo de la anterior. El poema
suelto, desprendido del renga haikai, empezó a llamarse haikú, palabra compuesta de haikai y hokku. Un haikú es un poema
de 17 sílabas y tres versos: cinco, siete, cinco. Basho no inventó esa forma;
tampoco la alteró: simplemente transformó su sentido. Cuando empezó a escribir,
la poesía se había convertido en un pasatiempo: poema quería decir poesía
cómica, epigrama o juego de sociedad. Basho recoge este nuevo lenguaje
coloquial, libre y desenfadado, y con él busca lo mismo que los antiguos: el
instante poético. El haikú se convierte en la anotación rápida, verdadera
recreación, de un momento; exclamación poética, caligrafía, pintura y escuela
de meditación, todo junto. Discípulo del monje Buccho —y él mismo medio
ermitaño que alterna la poesía con la meditación—, el haikú de Basho es
ejercicio espiritual. La filosofía zen reaparece en su obra, como reconquista
del instante. O mejor: como abolición del instante. Uno de sus sucesores, el
poeta Oshima Ryoto, alude a esta suspensión del ánimo en un poema admirable: No hablan
palabra Yosa
Buson, pintor, calígrafo y uno de los maestros del haikú (con Basho, Issa y
Shiki), expresa la misma intuición aunque con una ironía ausente en el poema
de Ryoto y que es una de las grandes contribuciones del haikú: Llovizna:
plática A lo que
responde Masaoka Shiki, un siglo después: Ah, si me
vuelvo, Los
ejemplos anteriores muestran la aptitud del haikú para convertirse en medio de
expresión de la sensibilidad del zen. Quizá el genio de Basho reside en haber
descubierto que, a pesar de su aparente simplicidad, el haikú es un organismo
poético muy complejo. Su misma brevedad obliga al poeta a significar mucho
diciendo lo mínimo (7). Desde un
punto de vista formal el haikú se divide en dos parte. Una da la condición
general y la ubicación temporal y espacial del poema (otoño o primavera,
mediodía o atardecer, un árbol o una roca, la luna, un ruiseñor); la otra,
relampagueante, debe contener un elemento activo. Una es descriptiva y casi
enunciativa; la otra, inesperada. La percepción poética surge del choque
entre ambas. La índole misma del haikú es favorable a un humor seco, nada
sentimental, y a los juegos de palabras, onomatopeyas y aliteraciones,
recursos constantes de Basho, Buson e Issa. Arte no intelectual, siempre
concreto y antiliterario, el haikú es una pequeña cápsula cargada de poesía
capaz de hacer saltar la realidad aparente. Un poema de Basho —que ha
resistido, es cierto, a todas las traducciones y que doy aquí en una inepta
versión— quizá ilumine lo que quiero decir: Un viejo
estanque: Nos
enfrentamos a una casi prosaica enunciación de hechos: el estanque, el salto
de la rana, el chasquido del agua. Nada menos "poético": palabras
comunes y un hecho insignificante. Basho nos ha dado simples apuntes, como si
nos mostrase con el dedo dos o tres realidades inconexas que, sin embargo,
tienen un "sentido" que nos toca a nosotros descubrir. El lector
debe recrear el poema. En la primera línea encontramos el elemento pasivo: el
viejo estanque y su silencio. En la segunda, la sorpresa del salto de la
rana, que rompe la quietud. Del encuentro de estos dos elementos debe brotar
la iluminación poética. Y esta iluminación consiste en volver al silencio del
que partió el poema, sólo que ahora cargado de significación. A la manera del
agua que se extiende en círculos concéntricos, nuestra conciencia debe
extenderse en oleadas sucesivas de asociaciones. El pequeño haikú es un mundo
de resonancias, ecos y correspondencias: Tregua de
vidrio: El
paisaje no puede ser más nítido. Mediodía en un lugar desierto; el sol y las
rocas. Lo único vivo en el aire seco es el rumor de las cigarras. Hay un gran
silencio. Todo calla y nos enfrenta a algo que no podemos nombrar: la
naturaleza se nos presenta como algo concreto y, al mismo tiempo, inasible,
que rechaza toda comprensión. El canto de las cigarras se funde al callar de
las rocas. Y nosotros también quedamos paralizados y, literalmente,
petrificados. El haikú es satori: El mar ya
oscuro: Aquí
predomina la imagen visual: lo blanco brilla débilmente sobre el dorso oscuro
del mar. Pero no es el plumaje de los patos, ni la cresta de las olas sino
los gritos de los pájaros lo que, extrañamente, es blanco para el poeta. En
general Basho prefiere alusiones más sutiles y contrastes más velados: Este
camino La melancolía
no excluye una buena, humilde y sana alegría ante el hecho sorprendente de
estar vivos y ser hombres: Bajo las
abiertas campánulas Un poema
de Issa contiene el mismo sentimiento, sólo que teñido de una suerte de
simpatía cósmica: Luna
montañesa, El haikú
no sólo es poesía escrita —o, más exactamente, dibujada— sino poesía vivida,
experiencia poética recreada. Con inmensa cortesía, Basho no nos dice todo: se
limita a entregarnos unos cuantos elementos, los suficientes para encender la
chispa. Es una invitación al viaje, un viaje que debemos hacer con nuestras
propias piernas. Pues como él mismo dice: "No hay que viajar a los lomos
de otro. Piensa en el que te sirve como su fuera otra y más débil pierna
tuya". Y en otro pasaje agrega: "No duermas dos veces en el mismo
sitio; desea siempre una estera que no hayas calentado aún". Los
diarios de viaje son un género muy popular en la literatura japonesa. Zeami
escribió uno —El libro de la Isla de
Oro— en el que entrevera pensamientos sueltos, poemas y descripciones.
Basho escribió cinco diarios de viaje, cuadernos de bocetos, impresiones y
apuntes. Estos diarios son ejemplos perfectos de un género en boga en la época
de Basho y del cual él es uno de los grandes maestros: el haibun, texto en prosa que rodea, como
si fuesen islotes, a los haikú. Poemas y pasajes en prosa se completan y
recíprocamente se iluminan. El mejor de esos diarios, según la opinión
general, es el famoso Oku no Hosomichi
(Sendas de Oku) (8). En este breve
cuaderno, hecho de veloces dibujos verbales y súbitas alusiones —signos de
inteligencia que el autor cambia con el lector— la poesía se mezcla a la
reflexión, el humor a la melancolía, la anécdota a la contemplación. Es
difícil leer un libro —y más aún cuando casi todo su aroma se ha perdido en
la traducción— que no nos ofrece asidero alguno y que se despliega como una
sucesión de paisajes. Quizás haya que leerlo como se mira al campo: sin prestar
mucha atención al principio, recorriendo con mirada distraída la colina, los
árboles, el cielo y su rincón de nubes, las rocas... De pronto nos detenemos
ante una piedra cualquiera, de la que no podemos apartar la vista y entonces
conversamos, por un instante sin medida, con las cosas que nos rodean. En
este libro de Basho no pasa nada, salvo el sol, la lluvia, las nubes, unas
cortesanas, una niña, otros peregrinos. No pasa nada, excepto la vida y la
muerte: Es
primavera: La idea
del viaje —un viaje desde las nubes de esta existencia hasta las nubes de la
otra— está presente en toda la obra de Basho. Viajero fantasma, un día antes
de morir escribe este poema: Caído en
el viaje: En una
forma voluntariamente antiheroica la poesía de Basho nos llama a una aventura
de veras importante: la de perdernos en lo cotidiano para encontrar lo
maravilloso. Viaje inmóvil, al término del cual nos encontramos con nosotros
mismos: lo maravilloso es nuestra verdad humana. En tres versos el poeta
insinúa el sentido de este encuentro: Un
relámpago El grito
del pájaro se funde al relámpago y ambos desaparecen en la noche. ¿Un símbolo
de la muerte? La poesía de Basho no es simbólica: la noche es la noche y nada
más. Al mismo tiempo, sí es algo más que la noche, pero es un algo que,
rebelde a la definición, se rehusa a ser nombrado. Si el poeta lo nombrase,
se evaporaría. No es la cara escondida de la realidad: al contrario, es su
cara de todos los días... y es aquello que no está en cara alguna. El haikú
es una crítica de la realidad: en toda realidad hay algo más de la que
llamamos realidad. Simultáneamente,
es una crítica del lenguaje: Admirable Crítica
del lugar común pero también crítica a nuestra pretensión de identificar,
significar y decir. El lenguaje tiende a dar sentido a todo lo que vemos y
una de las misiones del poeta es hacer la crítica del sentido. Y hacerla con
las palabras, instrumentos y vehículos del sentido. Si decimos que la vida es
corta como el relámpago no sólo repetimos un lugar común sino que atentamos
contra la originalidad de la vida, contra aquello que efectivamente la hace única.
La verdad original de la vida es su vivacidad y esa vivacidad es consecuencia
de ser mortal, finita: la vida está tejida de muerte. Pero al decirlo
convertimos en dos conceptos, vida y muerte, la vivaz y fúnebre unidad
vida-muerte. ¿Hay un lenguaje que diga, sin decirla, esa unidad? Sí, el
haikú: una palabra que es la crítica de la realidad, una realidad que es la
burla oblicua del significado. El haikú de Basho nos abre las puertas de
satori: sentido y falta de sentido, vida y muerte, coexisten. No es tanto la
anulación de los contrarios ni su fusión como una suspensión del ánimo.
Instante de la exclamación o de la sonrisa: la poesía ya no se distingue de
la vida, la realidad reabsorbe a la significación. La vida no es ni larga ni
corta sino que es como el relámpago de Basho. Ese relámpago no nos avisa de
nuestra mortalidad; su misma intensidad de luz, semejante a la intensidad
verbal del poema, nos dice que el hombre no es únicamente esclavo del tiempo
y de la muerte sino que, dentro de sí, lleva a otro tiempo. Y la visión instantánea de ese otro tiempo se llama
poesía: crítica del lenguaje y de la realidad: crítica del tiempo. La
subversión del sentido produce una reversión del tiempo: el instante del
haikú es inconmensurable. La poesía de Basho, ese hombre frugal y pobre que
escribió ya entrado en años y que vagabundeó por todo el Japón durmiendo en
ermitas y posadas populares —ese reconcentrado que contemplaba largamente un
árbol y un cuervo sobre el árbol, el brillo de la luz sobre una piedra— ese poeta
que después de remendarse las ropas raídas leía a los clásicos chinos— ese
silencioso que hablaba en los caminos son los labradores y las prostitutas,
los monjes y los niños—, es algo más que una obra literaria: es una
invitación a vivir de veras la vida y la poesía. Dos realidades inseparables
y que, no obstante, jamás se funden enteramente: el grito del pájaro y la luz
del relámpago. Notas 5.
Arthur Waley, The Pillow Boof of Sei-Shonagon, Londres, 1928. 6. Donald
Keene, Japanese Literature,
Londres, 1953. 7.
Isotei Nishikawa, Floral Art of Japan, Tokio, 1936. 8. Sobre el
nacimiento y evolución del Nô véase The
Nô Plays of Japan, de Arthur Waley, Londres 1950. Después de escrito este
ensayo ha aparecido un libro fundamental: La
Tradition secrè du Nô, suivie d’Une journée de Nô, traducción y
comentario de René Seiffert, París, 1960, que publica por primera vez en una
lengua europea el texto casi completo de los tratados de Zeami, a quien el
erudito francés no vacila en comparar con Aristóteles. Por último, en 1968,
Kasuya Sakai publicó en México su excelente Introducción al Nô, que contiene la traducción, la primera que se
haya hecho al castellano, de cuatro piezas. (Nota de 1970). 9.
Citado por Arthur Waley en The Nô Plays of Japan, Londres, 1950. 10. Utilizo
la versión inglesa de Donald Keene, Japanese
Literature, Londres, 1953. 11. Sobre el
haikú, su técnica y sus fuentes espirituales, véase la obra que, en cuatro
volúmenes, ha dedicado R. H. Blyth al tema: Haikú, 1949-1952. Después de escritas estas páginas la bibliografía
sobre el haikú se ha multiplicado, especialmente en lengua inglesa. Véase The Haiku Handbook, de William J.
Higginson, 1985. 12. Publicado
por la Imprenta Universitaria de México en 1957, traducción de Eikichi
Hayashiya y Octavio Paz. Segunda edición, Barcelona, Seix Barral, 1970. |
"Bombay"
En 1951 vivía en París. Ocupaba un empleo modesto en la
Embajada de México. Había llegado hacía seis años, en diciembre de 1945; la
medianía de mi posición explica que no se me hubiese enviado, al cabo de dos o
tres años, como es la costumbre diplomática, a un puesto en otra ciudad. Mis
superiores se había olvidado de mí y yo, en mi interior, se lo agradecía.
Trataba de escribir y, sobre todo, exploraba esa ciudad, que es tal vez el
ejemplo más hermoso del genio de nuestra civilización: sólida sin pesadez, grande
sin gigantismo, atada a la tierra pero con la voluntad de vuelo. Una ciudad en
donde la mesura rige con el mismo imperio, suave e inquebrantable, los excesos
del cuerpo y los de la cabeza. En sus momentos más afortunados —una plaza, una
avenida, un conjunto de edificios— la tensión que la habita se resuelve en
armonía. Placer para los ojos y para la mente. Exploración y reconocimiento: en
mis paseos y caminatas descubría lugares y barrios desconocidos pero también
reconocía otros, no vistos sino leídos en novelas y poemas. París era, para mí,
una ciudad, más que inventada, reconstruida por la memoria y por la
imaginación. Frecuentaba a unos pocos amigos y amigas, franceses y de otras
partes, en sus casas y, sobre todo, en cafés y bares. En París, como en otras
ciudades latinas, se vive más en las calles que en las casas. Me unían a mis
amigos afinidades artísticas e intelectuales. Vivía inmerso en la vida
literaria de aquellos días, mezclada a ruidosos debates filosóficos y
políticos. Pero mi secreta idea fija era la poesía: escribirla, pensarla,
vivirla. Agitado por muchos pensamientos, emociones y sentimientos contrarios,
vivía intensamente cada momento que nunca se me ocurrió que aquel género de
vida pudiera cambiar. El futuro, es decir: lo inesperado, se había esfumado
casi totalmente.
Un día el embajador de México me llamó
a su oficina y me mostró, sin decir palabra, un cable: se ordenaba mi traslado.
La noticia me conturbó. Y más, me dolió. Era natural que se me enviase a otro
sitio pero era triste dejar París. La razón de mi traslado: el gobierno de
México había establecido relaciones con el de la India, que acababa de
conquistar su Independencia (1947) y se proponía abrir una misión en Delhi.
Saber que se me destinaba a ese país, me consoló un poco: ritos, templos,
ciudades cuyos nombres evocaban historias insólitas, multitudes abigarradas y
multicolores, mujeres de movimientos de felino y ojos obscuros y centelleantes,
santos, mendigos... Esa misma mañana me enteré también de que la persona nombrada
como embajador de la nueva misión era un hombre muy conocido e influyente:
Emilio Portes Gil. En efecto, Portes Gil había sido presidente de México. El
personal, además del embajador, estaría compuesto por un consejero, un segundo
secretario (yo) y dos cancilleres.
¿Porqué me habían escogido a mí? Nadie
me lo dijo y yo nunca pude saberlo. Sin embargo, no faltaron indiscretos que me
dieron a entender que mi traslado obedecía a una sugerencia de Jaime Torres
Bodet, entonces director general de la UNESCO, a Manuel Tello, ministro de
Relaciones Exteriores. Parece que a Torres Bodet le molestaban algunas de mis
actividades literarias y que le había desplacido particularmente mi
participación, con Albert Camus y María Casares, en un acto destinado a
recordar la iniciación de la guerra de España (18 de julio de 1936), organizado
por un grupo más o menos cercano a los anarquistas españoles. Aunque el
gobierno de México no mantenía relaciones con el de Franco —al contrario,
excepción única en la comunidad internacional, había un embajador mexicano
acreditado ante el gobierno de la República Española en el exilio— a Torres
Bodet le habían parecido "impropias" mi presencia en aquella reunión
político-cultural y algunas de mis expresiones. Confieso que jamás pude verificar
la verdad del asunto. Me dolería calumniar a Torres Bodet. Nos separaron
algunas diferencias pero siempre lo estimé, como pude mostrarlo en el ensayo
que le dediqué a su memoria. Fue un mexicano eminente. Pero debo confesar
también que el rumor no era implausible. Aparte de que nunca fui santo de la
devoción del señor Tello, años después oí al mismo Torres Bodet hacer, en una
comida, una curiosa referencia. Se hablaba de los escritores en la diplomacia y
él, tras recordar los casos de Reyes y de Gorostiza en México, los de Claudel y
Saint-John Perse en Francia, añadió: pero debe evitarse a toda costa que dos
escritores coincidan en la misma embajada.
Me despedí de mis amigos. Henri Michaux
me regaló una pequeña antología del poeta Kabir, Krishna Riboud un grabado de
la diosa Gurga y Kostas Papaioannou un ejemplar del Bhagavad Gita. Este libro
fue mi guía espiritual en el mundo de la India. A la mitad de mis preparativos
de viaje, recibí una carta de México con instrucciones del embajador: me daba
una cita en El Cairo para que desde ahí, con el resto del personal, abordásemos
en Port-Said un barco polaco que nos llevaría a Bombay: el Battory. La noticia me extrañó: lo normal habría sido usar el avión
directo de París a Delhi. Sin embargo, me alegré: echaría un vistazo a El
Cairo, a su museo y a las pirámides, atravesaría el Mar Rojo y visitaría Adén
antes de llegar a Bombay. Ya en El Cairo el señor Portes Gil nos dijo que había
cambiado de opinión y que él llegaría a Delhi por la vía aérea. En realidad,
según me enteré después, quería visitar algunos lugares de Egipto antes de
emprender el vuelo hacia Delhi. En mi caso era demasiado tarde para cambiar de
planes: había que esperar algún tiempo para que la compañía naviera accediese a
reembolsar mi pasaje y yo no tenía dinero disponible para pagar el billete de
avión. Decidí embarcarme en el Battory.
Eran los últimos días del gobierno del rey Faruk, los disturbios eran
frecuentes —poco después ocurrió el incendio del célebre hotel Sepherd— y la
ruta entre El Cairo y Port-Said no era segura: la carretera había sido cortada
varias veces. Viajé a Port-Said, en compañía de dos pasajeros más, en un
automóvil que llevaba enarbolada la bandera polaca. Sea por esta circunstancia
o por otra, el viaje transcurrió sin incidentes.
El Battory
era un barco alemán dado a Polonia como compensación de guerra. La travesía fue
placentera aunque la monotonía del paisaje al atravesar el Mar Rojo a veces
oprime el ánimo: a derecha e izquierda se extienden unas tierras áridas y
apenas onduladas. El mar era grisáceo y quieto. Pensé: también puede ser
aburrida la naturaleza. La llegada a Adén rompió la monotonía. Una carretera
pintoresca rodeada de altos peñascos blancos lleva del puerto propiamente dicho
a la ciudad. Recorrí encantado los bazares ruidosos, atendidos por levantinos,
indios y chinos. Me interné por las calles y callejuelas de las inmediaciones.
Una multitud abigarrada y colorida, mujeres veladas y de ojos profundos como el
agua de un pozo, rostros anónimos de transeúntes parecidos a los que se
encuentran en todas las ciudades pero vestidos a la oriental, mendigos, gente
atareada, grupos que reían y hablaban en voz alta y, entre todo aquel gentío,
árabes silenciosos, de semblante noble y porte arrogante. Colgaba de sus cinturas,
la vaina vacía de un puñal o una daga. Eran gente del desierto y la desarmaban
antes de entrar a la ciudad. Solamente en Afganistán he visto un pueblo con
semejante garbo y señorío.
La vida en el Battory era animada. El pasaje era heterogéneo. El personaje más
extraño era un maharaja, rodeado de sirvientes solícitos; obligado por algún
voto ritual, evitaba el contacto con los extraños y en la cubierta su silla
estaba rodeada por una cuerda, para impedir la cercanía de los otros pasajeros.
También viajaba una vieja señora que había sido la esposa (o la amiga) del
escultor Brancusi. Iba a la India invitada por un magnate admirador de su
marido. Nos acompañaba asimismo un grupo de monjas, la mayoría polacas, que
todos los días rezaban, a las cinco de la mañana, una misa que celebraban dos
sacerdotes también polacos. Todos iban a Madrás, a un convento fundado por su
orden. Aunque los comunistas habían tomado el poder en Polonia, las autoridades
del barco cerraban los ojos ante las actividades de las religiosas. O quizá esa
tolerancia era parte de la política gubernamental en aquellos días. Me conmovió
presenciar y oír la misa cantada por aquellas monjas y los dos sacerdotes la
mañana de nuestro desembarco en Bombay. Frente a nosotros se alzaban las costas
de un país inmenso y extraño, poblado por millones de infieles, unos que
adoraban ídolos masculinos y femeninos de cuerpos poderosos, algunos con rasgos
animales y otros que rezaban al Dios sin rostro del Islam. No me atreví a
preguntarles si se daban cuenta de que su llegada a la India era un episodio
tardío del gran fracaso del cristianismo en esas tierras... Una pareja que
inmediatamente atrajo mi atención fue la de una agraciada joven hindú y su
marido, un muchacho norteamericano. Pronto trabamos conversación y al final del
viaje ya éramos amigos. Ella era Santha Rama Rau, conocida escritora y autora
de dos notables adaptaciones, una para el teatro y otra para el cine, de A Passage to India; él era Faubian
Bowers, que había sido edecán del general MacArthur y autor de un libro sobre
el teatro japonés (Kabuki).
Llegamos a Bombay una madrugada de
noviembre de 1951. Recuerdo la intensidad de la luz, a pesar de lo temprano de
la hora; recuerdo también mi impaciencia ante la lentitud con que el barco
atravesaba la quieta bahía. Una inmensa masa de mercurio líquido apenas
ondulante; vagas colinas a lo lejos; bandadas de pájaros; un cielo pálido y
jirones de nubes rosadas. A medida que avanzaba nuestro barco, crecía la
excitación de los pasajeros. Poco a poco brotaban las arquitectura blancas y
azules de la ciudad, el chorro de humo de una chimenea, las manchas ocres y
verdes de un jardín lejano. Apareció un arco de piedra, plantado en un muelle y
rematado por cuatro torrecillas en forma de piña. Alguien cerca de mí y como yo
acodado a la borda, exclamó con júbilo: ¡The
Gateway of India! Era un inglés, un geólogo que iba a Calcuta. Lo había
conocido dos días antes y me enteré de que era hermano del poeta W.H. Auden. Me
explicó que el monumento era un arco, levantado en 1911 para recibir al rey
Jorge II y a su esposa (Queen Mary). Me pareció una versión fantasiosa de los
arcos romanos. Más tarde me enteré de que el estilo del arco se inspiraba en el
que, en el siglo XVI, prevalecía en Gujarat, una provincia india. Atrás del
monumento, flotando en el aire cálido, se veía la silueta del Hotel Taj Mahal,
enorme pastel, delirio de un Oriente finisecular, caído como una gigantesca
pompa no de jabón sino de piedra en el regazo de Bombay. Me restregué los ojos:
¿el hotel se acercaba o se alejaba? Al advertir mi sorpresa, el ingeniero Auden
me contó que el aspecto del hotel se debía a un error: los constructores no
habían sabido interpretar los planos que el arquitecto había enviado desde
París y levantaron el edificio al revés, es decir, la fachada hacia la ciudad,
dando la espalda al mar. El error me pareció un "acto fallido" que
delataba una negación inconsciente de Europa y la voluntad de internarse para
siempre en la India. Un gesto simbólico, algo así como la quema de las naves de
Cortés. ¿Cuántos habríamos experimentado esta tentación?
Una vez en la tierra, rodeados de una multitud que vocifera en inglés y en varias lenguas nativas, recorrimos unos cincuenta metros del sucio muelle y llegamos al destartalado edificio de la aduana. Era un enorme galerón. El calor era agobiante y el desorden indescriptible. No sin trabajos identifiqué mi pequeño equipaje y me sometí al engorroso interrogatorio del empleado aduanal. Creo que la India y México tienen los peores servicios aduanales del mundo. Al fin liberado, salí de la aduana y me encontré en la calle, en medio de la batahola de cargadores, guías y choferes. Encontré al fin un taxi, que me llevó en una carrera loca a mi hotel, el Taj Mahal. Si este libro no fuese un ensayo sino unos memorias, le dedicaría varias páginas a ese hotel. Es real y es quimérico, es ostentoso y es cómodo, es cursi y es sublime. Es el sueño inglés de la India a principios de siglo, poblado por hombres obscuros, de bigotes puntiagudos y cimitarra al cinto, por mujeres de piel ámbar, cejas y pelo negros como alas de cuervo, inmensos ojos de leona en celo. Sus arcos de complicados ornamentos, sus recovecos imprevistos, sus patios, terrazas y jardines nos encantan y nos marean. Es una arquitectura literaria, una novela por entregas. Sus pasillos son los corredores de un sueño fastuoso, siniestro e inacabable. Escenario para un cuento sentimental y también para una crónica depravada. Pero el Taj Mahal ya no existe; más exactamente, ha sido modernizado y así lo han degradado como si fuese un motel para turistas del Middle West... Un servidor de turbante e inmaculada chaqueta blanca me llevó a mi habitación. Era pequeña pero agradable. Acomodé mis efectos en el ropero, me bañé rápidamente y me puse una camisa blanca. Bajé corriendo la escalera y me lancé a la ciudad. Afuera me esperaba una realidad insólita: oleadas de calor, vastos edificios grises y rojos como los de un Londres victoriano crecidos entre las palmeras y los banianos como una pesadilla pertinaz, muros leprosos, anchas y hermosas avenidas, grandes árboles desconocidos, callejas malolientes, torrentes de autos, ir y venir de gente, vacas esqueléticas sin dueño, mendigos, carros chirreantes tirados por bueyes abúlicos, ríos de bicicletas, algún sobreviviente del British Raj de riguroso y raído traje blanco y paraguas negro, otra vez un mendigo, cuatro santones semidesnudos pintarrajeados, manchas rojizas de betel en el pavimento, batallas a claxonazos entre un taxi y un autobús polvoriento, más bicicletas, otras vacas y otro santón semidesnudo, al cruza una esquina, la aparición de una muchacha como una flor que se entreabre, rachas de hedores, materias en descomposición, hálitos de perfumes frescos y puros, puestecillos de vendedores de cocos y rebanadas de piña, vagos andrajosos sin oficio ni beneficio, una banda de adolescentes como un tropel de venados, mujeres de sarís rojos, azules, amarillos, colores delirantes, unos solares y otros nocturnos, mujeres morenas de ajorcas en los tobillos y sandalias no para andar sobre el asfalto ardiente sino sobre un prado, jardines públicos agobiados por el calor, monos en las cornisas de los edificios, mierda y jazmines, niños vagabundos, un baniano, imagen de la lluvia como en el cactus es el emblema de la sequía, y adosada contra un muro una piedra embadurnada de pintura roja, a sus pies unas flores ajadas: la silueta del dios mono, la risa de una jovencita esbelta como una vara de nardo, un leproso sentado bajo la estatua de un prócer parsi, en la puerta de un tugurio, mirando con indiferencia a la gente, un anciano de rostro noble, un eucalipto generoso en la desolación de un basurero, el enorme cartel en un lote baldío con la foto de una estrella de cine: luna llena sobre la terraza del sultán, más muros decrépitos, paredes encaladas y sobre ellas consignas políticas escritas en caracteres rojos y negros incomprensibles para mí, rejas doradas y negras de una villa lujosa con una insolente inscripción: Easy Money, otras rejas aún más lujosas que dejaban ver un jardín exuberante, en la puerta una inscripción dorada sobre el mármol negro, en el cielo, violentamente azul, en círculos o en zigzag, los vuelos de gavilanes y buitres, cuervos, cuervos, cuervos...
Al anochecer regresé al hotel, rendido.
Cené en mi habitación pero mi curiosidad era más fuerte que mi fatiga y,
después de otro baño, me lancé de nuevo a la ciudad. Encontré muchos bultos
blancos tendidos en las aceras: hombres y mujeres que no tenían casa. Tomé un
taxi y recorrí distintos desiertos y barrios populosos, calles animadas por la
doble fiebre del vicio y del dinero. Vi monstruos y me cegaron relámpagos de
belleza. Deambulé por callejas infames y me asomé a burdeles y tendejones:
putas pintarrajeadas y gitones con collares de vidrio y faldas de colorines. Vagué
por Malabar Hill y sus jardines serenos. Caminé por una calle solitaria y, al
final, una visión vertiginosa: allá abajo el mar negro golpeaba las rocas de la
costa y las cubría de un manto hirviente de espuma. Tomé otro taxi y volví a
las cercanías. Pero no entré; la noche me atraía y decidí dar otro paseo por la
gran avenida que bordea a los muelles. Era una zona de calma. En el cielo
ardían silenciosamente las estrellas. Me senté al pie de una gran árbol,
estatua de la noche, e intenté hacer un resumen de lo que había visto, oído,
olido y sentido: mareo, horror, estupor, asombro, alegría, entusiasmo, nauseas,
invencible atracción. ¿Qué me atraía? Era difícil
responder: Human kind cannot bear much
reality. Sí, el exceso de realidad se vuelve irrealidad pero esa irrealidad
se había convertido para mí en un súbito balcón desde el que me asomaba, ¿hacia
qué? Hacia lo que está más allá y que todavía no tiene nombre...
Mi repentina fascinación no me parece
insólita: en aquel tiempo yo era un joven poeta bárbaro. Juventud, poesía y
barbarie no son enemigas: en la mirada del bárbaro hay inocencia, en la del
joven apetito de vida y en la del poeta hay asombro. Al día siguiente llamé a
Santha y a Faubian. Me invitaron a tomar una copa en su casa. Vivían con los padres
de Santha en una lujosa mansión que, como todas las de Bombay, estaba rodeada
por un jardín. Nos sentamos en la terraza, alrededor de una mesa con refrescos.
Al poco tiempo llegó su padre. Un hombre elegante. Había sido el primer
embajador de la India ante el gobierno de Washington y acababa de dejar su
puesto. Al enterarse de mi nacionalidad, me preguntó, me preguntó con una
risotada: "¿Y México es una de las barras o de las estrellas?".
Enrojecí y estuve a punto de contestar con una insolencia pero Santha intervino
y respondió con una sonrisa: "Perdona, Octavio. Los europeos so saben
geografía pero mis compatriotas no saben historia". El señor Rama Rau se
excusó: "Era sólo una broma... Nosotros mismos, hasta hace poco, éramos
una colonia". Pensé en mis compatriotas: también ellos decían sandeces
semejantes cuando hablaban de la India. Santha y Faubian me preguntaron si ya
había visitado algunos de los edificios y lugares famosos. Me recomendaron ir
al museo y, sobre todo, visitar la isla de Elefanta.
Un día después volví al muelle y
encontré pasaje en un barquito que hacia el servicio entre Bombay y Elefanta.
Conmigo viajaban algunos turistas y unos pocos indios. El mar estaba en calma;
atravesamos la bahía bajo un cielo sin nubes y en menos de una hora llegamos a
un islote. Altas peñas blancas y una vegetación rica y violenta. Caminamos por
un sendero gris y rojo que nos llevó a la boca de la cueva inmensa. Penetré en
un mundo hecho de penumbra y súbitas claridades. Los juegos de la luz, la
amplitud de los espacios y sus formas irregulares, las figuras talladas en los
muros, todo, daba al lugar un carácter sagrado,
en el sentido más hondo de la palabra. Entre las sombras, los relieves y las
estatuas poderosas, muchas mutiladas por el celo fanático de los portugueses y
los musulmanes, pero todas majestuosas, sólidas, hechas de una materia solar.
Hermosura corpórea, vuelta piedra viva. Divinidades de la tierra, encarnaciones
sexuales del pensamiento más abstracto, dioses a un tiempo intelectuales y
carnales, terribles y pacíficos. Shiva sonríe desde un más allá en donde el
tiempo es una nubecilla a la deriva y esa nube, de pronto, se convierte en un
chorro de agua y el chorro de agua en una esbelta muchacha que es la primavera
misma: la diosa Parvati. La pareja divina es la imagen de la felicidad que
nuestra condición mortal nos ofrece sólo para, un instante después, disiparla.
Ese mundo palpable, tangible y eterno no es para nosotros. Visión de una
felicidad al mismo tiempo terrestre e inalcanzable. Así comenzó mi iniciación
en el arte de la India.
"Picasso: el cuerpo a cuerpo con la pintura"
El Museo Tamayo inicia sus actividades con una exposición de
Pablo Picasso. Se trata de una antología cronológica, a un tiempo exigente y
generosa, de modo que el visitante, al recorrerla, puede seguir la evolución
del pintor a través de una sucesión de obras —pinturas, esculturas, grabados—
que corresponden a cada periodo del artista. Se cumple así uno de los
propósitos de los fundadores, Rufino y Olga Tamayo: convertir al Museo en un
centro mexicano de irradiación del arte vivo de nuestra época. En México, como
quizá algunos recuerden, se celebró en junio de 1944 una exposición de Picasso.
Aunque fue un acontecimiento memorable, como esfuerzo y por su intrínseco valor
artístico, es indudable que la exposición que ahora ofrece el Museo Tamayo es
más vasta, variada y representativa. Al fin el público de México podrá tener
una visión viva y directa del mundo de Picasso. En este mismo catálogo un gran
conocedor del arte moderno, William Lieberman, conservador de arte
contemporáneo del Museo Metropolitano de Nueva York, describe con sensibilidad
y competencia las características de esta exposición y subraya su importancia
histórica y estética. Para evitar repeticiones inútiles, me pareció preferible
resumir, rápidamente, en unas cuantas páginas, lo que siente y piensa hoy, en
1983, un escritor mexicano ante la obra y la figura de Picasso. No es ni un
juicio ni un retrato: es una impresión.
La vida y la obra de Picasso se
confunden con la historia del arte del siglo XX. Es imposible comprender a la
pintura moderna sin Picasso pero, asimismo, es imposible comprender a Picasso
sin ella. No sé si Picasso es el mejor pintor de nuestro tiempo; sé que su
pintura, en todos sus cambios brutales y sorprendentes, es la pintura de
nuestro tiempo. Quiero decir: su arte no está frente, contra o aparte de su
época; tampoco es una profecía del arte de mañana o una nostalgia del pasado,
como ha sido el de tantos grandes artistas en discordia con su mundo y su
tiempo. Picasso nunca se mantuvo aparte, ni siquiera en el momento de la gran
ruptura que fue el cubismo. Incluso cuando estuvo en contra, fue el pintor de
su tiempo. Extraordinaria fusión del genio individual con el genio colectivo...
Apenas escrito lo anterior, me detengo. Picasso fue un artista inconforme que
rompió la tradición pictórica, que vivió al margen de la sociedad y, a veces,
en lucha contra su moral. Individualista salvaje y artista rebelde, su conducta
social, su vida íntima y su estética estuvieron regidas por el mismo principio:
la ruptura. ¿Cómo es posible, entonces, decir que es el pintor representativo
de nuestra época?
Representar significa ser la imagen de
una cosa, su perfecta imitación. La representación requiere no sólo el acuerdo
y la afinidad con aquello que se representa sino la conformidad y, sobre todo,
el parecido. ¿Picasso se parece a su tiempo? Ya dije que se parece tanto que
esa semejanza se vuelve identidad: Picasso es
nuestro tiempo. Pero su parecido brota, precisamente, de su inconformidad, sus
negaciones, sus disonancias. En medio del barullo anónimo de la publicidad, se
preservó; fue solitario, violento sarcástico y no pocas veces desdeñoso; supo
reírse del mundo y, en ocasiones, de sí mismo. Esos desafíos eran un espejo en
el que la sociedad entera se veía: la ruptura era un abrazo y el sarcasmo una
coincidencia. Así, sus negaciones y singularidades confirmaron a su época: sus
contemporáneos se reconocían en ellas, aunque no siempre las comprendiesen.
Sabían obscuramente que aquellas negaciones eran también afirmaciones; sabían
también, con el mismo saber oscuro, que cualquiera que fuese su tema o su
intención estética, esos cuadros expresaban (y expresan) una realidad que es y
no es la nuestra. No es la nuestra porque esos cuadros expresan un más allá; es la nuestra porque ese más
allá no está antes ni después de nosotros sino aquí mismo: es lo que está dentro de cada uno. Más bien, lo que
está abajo: el sexo, las pasiones,
los sueños. Es la realidad que lleva dentro cada civilizado, la realidad
indomada.
Una sociedad que se niega a sí misma y
que ha hecho de esa negación el trampolín de sus delirios y sus utopías, estaba
destinada a reconocerse en Picasso, el gran nihilista y, asimismo, el gran
apasionado. El arte moderno ha sido una sucesión ininterrumpida de saltos y
cambios bruscos; la tradición, que había sido la de Occidente desde el
Renacimiento, ha sido quebrantada, una y otra vez, lo mismo por cada nuevo
movimiento y sus proclamas que por la aparición de cada nuevo artista. Fue una
tradición que se apoyó en el descubrimiento de la perspectiva, es decir, en una
representación de la realidad que depende, simultáneamente, de un orden
objetivo (la óptica) y de un punto de vista individual (la sensibilidad del
artista). La perspectiva impuso una visión del mundo que era, al mismo tiempo,
racional y sensible. Los artistas del siglo XX rompieron esa visión de dos
maneras, ambas radicales: en unos casos por el predominio de la geometría y, en
otros, por el de la sensibilidad y la pasión. Esta ruptura estuvo asociada a la
resurrección de las artes de las civilizaciones lejanas o extinguidas así como
a la irrupción de las imágenes de los salvajes, los niños y los locos. El arte
de Picasso encarna con una suerte de feroz fidelidad —una fidelidad hecha de
invenciones— la estética de la ruptura que ha dominado a nuestro siglo. Lo
mismo ocurre con su vida: no fue un ejemplo de armonía y conformidad con las
normas sociales sino de pasión y apasionamientos. Todo lo que, en otras épocas,
lo habría condenado al ostracismo social y al subsuelo del arte, lo convirtió
en la imagen cabal de las obsesiones y los delirios, los terrores y las
piruetas, las trampas y las iluminaciones del siglo XX.
La paradoja de Picasso, como fenómeno
histórico, consiste en ser la figura representativa de una sociedad que detesta
la representación. Mejor dicho; que prefiere reconocerse en las
representaciones que la desfiguran o la niegan: las excepciones, las
desviaciones y las disidencias. La excentricidad de Picasso es arquetípica. Un
arquetipo contradictorio, en el que se funden las imágenes del pintor, el
torero y el cirquero. Las tres figuras han sido temas y alimento de buena parte
de su obra y de algunos de sus mejores cuadros: el taller del pintor con el
caballete, la modelo desnuda u los espejos sarcásticos; la plaza con el caballo
destripado, el matador que a veces es Teseo y otras un ensangrentado muñeco de
aserrín, el toro mítico robador de Europa o sacrificado por el cuchillo: el
circo con la caballista, el payaso, la trapecista y los saltimbanquis en mallas
rosas y levantando pesos enormes ("y cada espectador busca en sí mismo el
niño milagroso/Oh siglo de nubes" (1)). El torero y el cirquero pertenecen
al mundo del espectáculo pero su relación con el público no es menos ambigua y
excéntrica que la del pintor. En el centro de la plaza, rodeado por las miradas
de miles de espectadores, el torero es la imagen de la soledad; por eso, en el
momento decisivo, el matador dice a su cuadrilla la frase sacramental: ¡Dejarme solo! Solo frente al toro y
solo frente al público. Aún más acentuadamente que el torero, el saltimbanqui
es ele hombre de las afueras. Su casa es el carro del circo nómada. Pintor,
torero y saltimbanqui: tres soledades que se funden en una estrella de seis
puntas.
Es difícil encontrar paralelos de la
situación de Picasso, a la vez figura representativa y excéntrica, estrella
popular y artista huraño. Otros pintores, poetas y músicos conocieron una
popularidad semejante a la suya: Rafael, Miguel Ángel, Rubens, Goethe, Hugo,
Wagner. La relación entre ellos y su mundo fue casi siempre armónica, natural.
En ninguno de ellos aparece esa relación peculiar que he descrito más arriba.
No había contradicción: había distancia.
El artista desaparecía en beneficio de la obra: ¿qué sabemos de Shakespeare? La
persona se ocultaba y así el poeta o el pintor conquistaban una lejanía que era
también una imparcialidad superior. Entre la Inglaterra de Isabel y el teatro
de Shakespeare no hay oposición pero tampoco, como en la Edad Moderna,
confusión. La diferencia entre uno y otra consiste en que, en tanto que
Shakespeare sigue siendo actual, Isabel y su mundo ya son historia. En otros
casos, el artista y su obra desaparecen con la sociedad en que vivieron. No
sólo los poemas de Marino eran leídos por los cortesanos y los letrados sino
que los príncipes y los duques lo perseguían con sus favores y sus odios; hoy
el poeta, sus idilios y sonetos son apenas nombres en la historia de la
literatura. Picasso no es Marino. Tampoco es Rubens, que fue embajador y pintor
de corte: Picasso rechazó los honores y los encargos oficiales y vivió al
margen de la sociedad —sin dejar nunca de estar en su centro. Para encontrar a
un artista cuya posición haya sido parecida a la de Picasso hay que volver los
ojos hacia una figura de la España del XVII. No es pintor sino un poeta: Lope
de Vega. Entre Lope y su mundo no hay discordia; hay sí, la misma relación
excéntrica entre el artista y su público. El destino de Picasso en el siglo XX
no ha sido más extraño que el de Lope en el XVII: autor de comedias y fraile
adúltero adorado por un público devoto.
Las semejanzas entre Picasso y Lope de
Vega son tantas y de tal modo patentes que apenas si es necesario detenerse en
ellas. La más visible es la relación entre la variada vida erótica de los dos
artistas y sus obras. Casi todas ellas —novelas o cuadros, esculturas o poemas—
están marcadas o, más exactamente: tatuadas, por sus pasiones. Pero la
correspondencia entre sus vidas y sus obras no es simple ni directa. Ninguno de
los dos concibió al arte como confesión sentimental. Aunque la raíz de sus
creaciones fue pasional, la elaboración fue siempre artística. Triunfo de la
forma o, más bien, transfiguración de la experiencia vital de la forma: sus
cuadros y poemas no son testimonios de sus vidas sino sorprendentes
invenciones. Estos dos artistas arrebatados fueron siempre fieles al principio
cardinal de todas las artes: la obra es una composición.
Otra semejanza; la abundancia y la variedad de las obras. Fecundidad pasmosa,
inagotable —e incontable. Por más que se afanen los eruditos, ¿llegaremos
cuántos sonetos, romances y comedias escribió Lope, cuántos cuadros pintó
Picasso, cuántos dibujos dejó y cuántas esculturas y objetos insólitos? En los
dos la abundancia fue maestría. En los momentos débiles, es maestría era mera
habilidad; en otros, los mejores, se confundía con la más feliz inspiración. El
tiempo es el tema del artista, su aliado y su enemigo: crea para expresarlo y,
asimismo, para vencerlo. La abundancia es un recurso contra el tiempo y,
también, un riesgo: hay muchas obras de Lope y de Picasso fallidas por la prisa
y la facilidad. Otra, sin embargo, gracias a esa misma facilidad, poseen la
perfección más rara: la de los objetos y seres sobrenaturales. La de la hormiga
y la gota de agua.
En la vida pública los dos artistas
encontraron la misma desconcertante fusión entre extravagancia y facilidad. La
agitación de la vida privada de Lope y su nomadismo sentimental contrasta con
su aceptación de los valores sociales y su docilidad frente a los grandes de
este mundo. Picasso tuvo más suerte: la sociedad en que le tocó nacer ha sido
mucho más libre que la en la España del siglo XVII. Pero soy injusto al
atribuir la independencia de Picasso a la suerte: fue intransigente y leal
consigo mismo y con la pintura. Nunca quiso agradar al público con su arte.
Tampoco fue el instrumento de las maquinaciones de las galerías y los mercaderes.
En esto fue ejemplar, sobre todo ahora que vemos a tantos artistas y escritores
correr con la lengua de fuera tras la fama, el éxito y el dinero. Dos lepras y
una sola degradación: la sumisión a los dogmas ideológicos y la prostitución
ante el mercado. El partido o el
best—sellerismo y la galería. Sin embargo, no todo favorece a Picasso en
esta comparación. Lope fue familiar de la Inquisición y al final de sus días,
en virtud de su cargo, tuvo que asistir a la quema de un hereje. La índole de
la sociedad en que vivía hace comprensible este triste episodio; en cambio,
¿por qué Picasso escogió adherirse al partido comunista precisamente en el
momento del apogeo de Stalin?... En fin, todas las semejanzas entre el poeta y
el pintor se resuelven en una: su inmensa popularidad no estuvo reñida con la
complejidad y la perfección de muchas de sus creaciones. Lo decisivo sin
embargo, fue la magia personal. Insólita mezcla de la gracia del torero y su
arrojo mortal, la melancolía del cirquero y su desenvoltura, el garbo popular y
la picardía. Magia hecha de gestos y desplantes, en la que el genio del artista
se alía a los trucos del prestidigitador. A veces la máscara devora el rostro
del artista. Pero las máscaras de Lope y de Picasso son rostros vivos.
Las semejanzas no deben ocultar las
diferencias. Son profundas. Dos corrientes alimentan el arte de Lope: las
formas dela poesía tradicional y las renacentistas. Por lo primero, sus raíces
se hunden en los orígenes de nuestra literatura; por lo segundo, se inserta en la
tradición del humanismo grecorromano. Así, Lope es europeo por partida doble.
En su obra apeas si hay ecos de otras civilizaciones; sus romances morisco, por
ejemplo, pertenecen a un género profundamente español. Lope vive dentro de una
tradición, en tanto que el universo estético de Picasso se caracteriza,
justamente, por la ruptura de esa tradición. Las figurillas hititas y fenicias,
las máscaras negras, las esculturas de los indios americanos, todos son objetos
que son el orgullo de nuestros museos, eran obras demoníacas para los europeos
contemporáneos de Lope. Después de la caída de México—Tenochtitlán, los
horrorizados españoles enterraron en la plaza central de la ciudad a la colosal
estatua de la Coatlicue: corroboraron así que los poderes de esa escultura
pertenecen al dominio que Otto llamaba mysterium
tremendum. En cambio, para el amigo y compañero de Picasso, el poeta
Apollinaire, los fetiches de Oceanía y Nueva Guinea eran "Cristos de otra
forma y de otra creencia", manifestaciones sensibles de "obscuras
esperanzas". Por eso dormía entre ellos como un devoto cristiano entre sus
reliquias y símbolos. La ruptura de la tradición del humanismo clásico abrió
las puertas a otras formas y expresiones. Baudelaire había descubierto a la
hermosura bizarre; los artistas del
siglo XX descubrieron —más bien: redescubrieron— la belleza horrible y sus
poderes de contagio. La hermosura de Lope se rompió. Entre los escombros
aparecieron las formas y las imágenes inventadas por otros pueblos y
civilizaciones. La belleza fue plural y, sobre todo, fue otra.
El arte de Occidente, al recoger y
recrear las imágenes que había dejado el naturalismo idealista de la Antigüedad
clásica, consagró a la figura humana como el canon supremo de la hermosura. El
ataque del arte moderno contra la tradición grecorromana y renacentista fue
sobre todo una embestida contra la figura humana. La acción de Picasso fue
decisiva y culminó en el periodo cubista: descomposición y recomposición de los
objetos y del cuerpo humano. La irrupción de otras representaciones de la
realidad, ajenas a los arquetipos de Occidente, aceleró la fragmentación y la
desmembración de la figura humana. En las obras de muchos artistas la imagen
del hombre desapareció y con ella la realidad que ven los ojos (no la otra
realidad: los microscopios y los telescopios han mostrado que los artistas no
figurativos, como el resto de los hombres, no pueden escapar ni de las formas
de la naturaleza ni de las de la geometría). Picasso se ensañó con la figura
humana pero no la borró; tampoco se propuso, como tantos otros, la sistemática
erosión de la realidad visible. Para Picasso el mundo exterior fue siempre el
punto de partida y el de llegada, la realidad primordial. Como todo creador,
fue un destructor; también fue un gran resucitador. Las figuras mediterráneas
que habitan sus telas son resurrecciones de la hermosura clásica. Resurrección
y sacrificio: Picasso peleaba con la realidad en un cuerpo a cuerpo que
recuerda los rituales sangrientos de Creta y los misterios de Mitra en la época
de la decadencia. Aquí aparece otra gran diferencia con los artistas del pasado
y con muchos de sus contemporáneos: para Picasso la historia entera es un
presente instantáneo, es actualidad pura. En verdad, no hay historia: hay obras
que viven en un eterno ahora.
Como todo el arte de este siglo, aunque
con mayor encarnizamiento, el de Picasso está recorrido por una inmensa
negación. Él lo dijo alguna vez "para hacer,
hay que hacer en contra...". Nuestro arte ha sido y es crítico; quiero
decir, en las grandes obras de esta época —novelas o cuadros, poemas o
composiciones musicales— la crítica es inseparable de la creación. Me corrijo:
la crítica es creadora. Crítica de la crítica, crítica de la forma, crítica del
tiempo en la novela y del yo de la poesía, crítica de la figura humana y de la
realidad visible en la pintura y en la escultura. En Marcel Duchamp, que es el
polo opuesto de Picasso, la negación del siglo se expresa como crítica de la
pasión y de sus fantasmas. El Gran vidrio,
más que un retrato, es una radiografía: la Novia es un aparato fúnebre y
risible. En Picasso las desfiguraciones y deformaciones no son menos atroces
pero poseen un sentimiento contrario: la pasión hace la crítica de la forma
amada y por eso sus violencias y sevicias tienen la crueldad inocente del amor.
Crítica pasional, negación corporal. Las desgarraduras, tarascadas, navajazos y
descuartizamientos que inflige al cuerpo son castigos, venganzas, escarmientos:
homenajes. Amor, rabia, impaciencia, celos: adoración de las formas
alternativamente terribles y deseables en que se manifiesta la vida. Furia
erótica ante el enigma de la presencia y tentativa por descender hasta el
origen, el hoyo donde se confunden los huesos con los géneros.
Picasso no ha pintado a la realidad: ha
pintado el amor a la realidad y el horror a ser reales. Para él la realidad
nunca fue bastante real: siempre le pidió más. Por eso la hirió y la acarició,
la ultrajó y la mató. Por eso la resucitó. Su negación fue un abrazo mortal.
Fue un pintor sin más allá, sin otro
mundo, salvo el más allá del cuerpo que es, en verdad, un más acá. En eso radica su gran fuerza y su gran limitación... En
sus agresiones en contra de la figura humana, especialmente la femenina,
triunfa siempre la línea del dibujo. Esa línea es un cuchillo que destaza y una
varita mágica que resucita. Línea viva y elástica: serpiente, látigo, rayo;
línea de pronto chorro de agua que se arquea, río que se curva, tallo de álamo,
talle de mujer. La línea avanza veloz por la tela y a su paso brota un mundo de
formas que tienen la antigüedad y la actualidad de los elementos sin historia.
Un mar, un cielo, unas rocas, una arboleda y los objetos diarios y los detritus
de la historia: ídolos rotos, cuchillos mellados, el mango de una cuchara, los manubrios
de la bicicleta. Todo vuelve otra vez a la naturaleza que nunca está quieta y
que nunca se mueve. La naturaleza que, como la línea del pintor, perpetuamente
inventa y borra lo que inventa... ¿Cómo verán mañana esta obra tan rica y
violenta, hecha y deshecha por la pasión y la prisa, por el genio y la
facilidad?
Nota
13. Apollinaire, Un Fantôme de nuées.
No hay comentarios:
Publicar un comentario