Las enseñanzas del filósofo ateniense
EUTIFRÓN
Autor: PLATÓN
Versión castellana libre y comentarios
exegéticos:
©Abg. Giuseppe Isgró C.
EUTIFRÓN, SÓCRATES
Eu. ¿Qué
hay de nuevo, Sócrates, que has dejado los entretenimientos del Liceo para
venir hoy a entretenerte aquí, en torno al Palacio de Justicia? No creo que
también tú tengas una demanda en este Tribunal.
So. En verdad, Eutifrón, mi caso los
atenienses no lo denominan demanda, sino acusación.
Eu. ¿Qué dices? ¿Alguien ha antepuesto una
acusación en tu contra? Porque no te ofenderé suponiendo que tú seas capaz de
acusar a nadie.
So. No, ciertamente.
Eu. Pero, ¿otro a ti?
So. Precisamente.
Eu. Y, ¿quién es esa persona?
So. En realidad, Eutifrón, ignoro quien sea
esta persona. Debe ser, en todo caso, un joven poco conocido. Se llama, si no
me equivoco, Méleto, y es del pueblo de Pithos. ¿No tienes tú, por casualidad,
en mente, un Méleto Pitheo, pulcro, con poca barba y nariz aquileña?
Eu. No creo que le conozca, Sócrates. Pero,
en todo caso, ¿de qué te acusa?
So. ¿De qué? De un hecho que revela un hombre
poco común, me parece. Porque, siendo tan joven sorprende que sea capaz de
entender una cuestión tan compleja; que no es poca cosa. Él, de hecho, por lo
que afirma, sabe en que forma se corrompen los jóvenes, y quienes son los que
hacen tal cosa. Debe ser un sabio; se dio cuenta de mi ignorancia, vio que
corrompo a sus coetáneos, y viene a acusarme frente a la ciudad como si ésta
fuera una madre común. Es, me parece, el único de nuestros hombres de Estado
que empieza bien, por cuanto es empezar bien ocuparse ante de todo de los
jóvenes, de modo que resulten virtuosos, al igual que el deber de un buen
agricultor es el de atender, primero, a las plantas pequeñas, y después a las
otras. Por lo tanto, quizá, también Méleto limpia el terreno, ante de todo, de
nosotros que corrompemos, según él, los brotes de los jóvenes; y seguidamente,
cuando se haya puesto a curar a los de más edad, aportará, evidentemente,
muchísimos y enormes beneficios a la ciudad, como es de esperar de alguien que
inicia su carrera de este modo.
COMENTARIO EXEGÉTICO GIC: Platón da inicio a
sus diálogos con éste, denominado Eutifrón, en el cual, desde el inicio aporta
diversas enseñanzas. Cuando Eutifrón, por ejemplo, expresa que él no cree que
Sócrates pueda estar en aquel lugar para ser objeto de una demanda ni de que él
sea capaz de acusar a nadie, transmite un mensaje sutil, digno de ser tomado en
cuenta. Aquí Platón quiere significar que, personas como Sócrates jamás
incurrirían en actos susceptibles de ser juzgados en un Tribunal de Justicia,
ni suelen recurrir ante él para anteponer querella, por cuanto son lo
suficientemente prudentes, y capaces, para resolver, en forma amigable, y
favorablemente, los casos que les conciernen.
Sócrates elogia a su acusador, diciendo
que debe ser un sabio, entre otras cosas porque descubre su ignorancia y
percibe cosas que otros no son capaces de hacer. Luego da su segundo mensaje
subliminal, cuando afirma: -“Es, me parece, el único de nuestros hombres de
Estado que empieza bien, por cuanto es empezar bien ocuparse ante de todo de
los jóvenes, de modo que resulten virtuosos”-. Aquí reside, señala Sócrates, la
misión que debe asumir todo político: La de ocuparse del óptimo desarrollo de
la juventud. Pero, salta a la vista que el joven Méleto ni es capaz de observar
la sabiduría de Sócrates, ni su propia ignorancia, y mucho menos asumir la
misión de educar a la juventud, por cuanto, al hombre más importante de la
Grecia clásica, que se ocupó en mayor grado de esa loable función
pedagógica, en ese momento lo estaba acusando como ejecutor de lo contrario. El
ejemplo del agricultor, quien limpia el terreno de las malas hierbas para que
las buenas crezcan bien, ocupándose, primero, de las plantas más tiernas, es un
mensaje preciso de Sócrates: Hay que ocuparse de la educación de los niños
desde su más temprana edad, como primera prioridad. Esta educación empieza
desde el vientre de la madre, y aún antes, por cuanto es necesario educar a las
jóvenes parejas que contraen matrimonio en los rudimentos esenciales relativos
a la responsabilidad que asumen como futuros padres. Esto es un círculo sin
fin, que empieza, sin duda, educando al nuevo ser a partir del momento de su
gestación, expresándole que se le ama, que será bien recibido, o recibida, y de
que se le ayudará a cumplir con la misión de vida que trae en el presente ciclo
existencial, entre otras cosas esenciales.
Esta educación debe basarse, fundamentalmente, en el estudio de los valores universales, soporte de las leyes cósmicas, que permiten a todos los seres vivir en armonía con la naturaleza, ejerciendo la práctica de todas las virtudes.
–II-
Eu. ¡Ojalá fuese así, Sócrates! Sin embargo,
temo mucho que pueda ocurrir lo contrario. Estimo esto por cuanto me parece que
él empieza a afectar a la ciudad desde sus bases cuando busca perjudicarte. Y,
de gracia, ¿qué es lo que haces, según él, para corromper a los jóvenes?
So. Enormes cosas, al oírle en primeras
instancias, mi incomparable amigo. Él afirma que yo soy un hacedor de dioses; y
porque, como él pretende, hago nuevos dioses y no reconozco los antiguos, por
esto me ha acusado.
Eu. Comprendo, Sócrates; por cuanto tú, de vez en cuando hablas de percibir aquel signo de tu Daimón. Él, por lo tanto, imaginándose que tú quieras introducir nuevas creencias espirituales, antepuso en tu contra esta acusación. Y viene en el Tribunal a calumniarte, por cuanto sabe que este tipo de acusaciones hacen presa fácilmente sobre el vulgo. También de mí, cuando en la asamblea hablo de espiritualidad y predigo el futuro, se ríe la gente, y si bien jamás he dicho nada que sea menos que la verdad, en mis predicciones, todavía el vulgo precisa estar a la altura de los seres más destacados de nuestro tiempo. Por otra parte, del vulgo no hay que preocuparse, sino afrontarlo animosamente.
–III-
So. Mi querido Eutifrón, si no se tratase que
de ser mofado, sería cosa de nada. A los atenienses, en mi opinión, no les
importa mucho que alguien sea docto, salvo que se erija en maestro de su propia
sapiencia. Pero, cuando sospechan que uno quiere comunicársela a los demás, ¡oh!,
entonces montan en cólera, o por envidia, como tú dices, o por cualquier otro
motivo.
Eu. En cuanto a esto no deseo experimentar
que es lo que ellos piensan de mí.
So. Quizá, tú te pones, con frecuencia, en
evidencia y eres reacio en enseñar tus conocimientos. Yo, en cambio, temo de
trasmitirle la impresión, por mi gran sociabilidad, de querer prodigar a todos
lo que tengo en mente, no solamente sin compensación, sino que invirtiendo de
lo mío, donde alguien encuentra gusto en escucharme. Y si solamente se
contentaran de reírse de mí, como tú decía de ti, no me disgustaría nada de
pasar alguna hora en el tribunal, a bromear y reír. Empero, si se lo toman en
serio, nadie podrá prever como termina todo, salvo vosotros, los adivinos.
Eu. Probablemente, Sócrates, no sucederá nada malo; y saldrás a flote de tu proceso según tus deseos, al igual que yo, del mío.
IV
So. Así las cosas, Eutifrón, ¿qué especie de
juicio es el tuyo?
Eu. Persigo.
So. ¿A quién?
Eu. A uno que, al perseguirlo, deberé
parecerte irreflexivo.
So. Oh, ¡qué!, ¿persigues, quizá, a alguien
que vuela?
Eu. ¡Que va!, es un hombre de edad avanzada.
So. Y, ¿quién es?
Eu. Mi padre.
So. ¿Tu padre, mi excelente amigo?
Eu. Mi padre, precisamente.
So. ¿De qué le repruebas y de qué le acusas?
Eu. De homicidio, Sócrates.
So. ¡Oh, Heracles! La gente, Eutifrón,
ciertamente ignora como esto está bien hecho, porque no es, creo, de todos
regularse de esta manera en un caso similar, sino de hombre dotado en
cuestión de sapiencia.
Eu. Seguro, por Dios, muy dotado, Sócrates.
So. Y será, sin duda, un familiar tuyo la
víctima de tu padre, ¿no es verdad? Ya qué, si fuese un extraño no lo harías.
Eu. Es ridículo, Sócrates, creer de tu parte
que haga alguna diferencia que se trate de un familiar o de un extraño, y que
no se deba tener en cuenta únicamente que esto: que quien lo haya hecho, lo
hiciera justamente o no; y si justamente, dejarlo ir; si no, caerle encima,
aunque la persona viva bajo tu mismo techo, y coma en tu mesa. Porque el
contagio se efectúa, igualmente, donde sea que tú, sabiéndolo, vivas con una
tal persona, y no os purifiquéis, tanto tú como él, colocándole en poder
de la justicia. La persona que pasó a mejor vida no era sino uno de mis
colonos; y como poseíamos algunas tierras a Naxos, allí nos prestaba servicio.
Un día, tomado por el vino, y montando en cólera en contra de uno de nuestros
servidores, le dio el pase a mejor vida. Dado que mi padre, habiéndole hecho
amarrar las manos y los pies, lo coloca en un hueco, enviando, al mismo tiempo
a un emisario para consultar al exégeta sobre lo que debía hacer. Durante la
espera, él, de aquel hombre se desentendió como de un homicida, como si no le
importaba nada de que él, también, pasase a mejor vida. Y esto, efectivamente,
es lo que ocurrió; bien sea por el hambre, por el frío o por las cadenas, pasó
a mejor vida antes de que el mensajero regresase del exégeta. Y ahora, por lo
tanto, mi padre y los de la casa, se la tomaron conmigo por el hecho que, por un
homicida, ponga querella de homicidio en contra de mi padre, que, dice, no lo
envió a mejor vida, y que, aun cuando lo hubiese hecho, desde el momento en que
se trata de un homicida, no debía darse pena por él. Y sentencian que es una
impiedad de parte de un hijo anteponer en contra del padre una querella por
homicidio, porque, Sócrates, no tienen una idea precisa de lo que, según el
derecho divino, es virtuoso o impío.
So. Dado que tú, Eutifrón, en nombre de Dios,
crees ver tan claro en los juicios divinos, en torno a lo que es virtuoso o
impío, que no temes que, estando los hechos como tú los has narrado, con la
acusación en contra de tu padre, ¿tú no cometes, por casualidad, una acción
impía?
Eu. No valdría nada, Sócrates, ni
Eutifrón sería más que el vulgo si yo no supiese a fondo todas estas
cosas.
V
So. Para mi, por lo tanto, admirable
Eutifrón, lo mejor es convertirme en alumno tuyo, y antes de que se inicie el
debate, invitar a Méleto a un entendimiento extrajudicial. Yo le diría que
también en el pasado tenía en gran cuenta el conocimiento de las cosas divinas,
y que ahora, desde el momento en que me acusa de errar en cuestión de
espiritualidad, por cuanto improviso e introduzco determinadas creencias
nuevas, me he hecho tu discípulo. Y: “Si tú, diría, Méleto, reconoces que
Eutifrón es un sabio en este campo, debes creer que, también yo pienso
rectamente, y no llamarme a juicio; si no, intenta un proceso a este maestro
antes que a mí, como a uno que corrompa a los de avanzada edad, a mí y a su propio
padre, a mí con las enseñanzas y al padre con las admoniciones y con el
castigo”. Y, si él no me escucha y no renuncia a su acción, y no querella en
contra tuya, en vez que mía, repetiría delante al tribunal aquellas mismas
cosas sobre las cuales había ya enviado para un entendimiento preliminar.
Eu. ¡Ah!, por Dios, Sócrates, si probase en
acusarme, sabría bien yo, creo, encontrar su lado débil, y, mucho más que de
mí, en el tribunal se hablaría de él.
So. Y, es esta la razón por la cual, mi
querido amigo, deseo convertirme en tu discípulo, ya que veo que mientras de ti
ni este Mileto ni otros dan muestras de percatarse, tal como lo han hecho
conmigo, en forma amplia y fácil, al acusarme de impiedad. Ahora, por lo tanto,
en nombre de Dios, dime lo que aseverabas saber muy bien: qué es, según tú, virtuoso,
y qué, impío, tanto en hecho de consecuencia penal como en cualquier
otro. O, ¿en cada acto lo que es virtuoso no es siempre idéntico a sí
mismo, y lo que en cambio no es virtuoso, contrario de todo lo que es virtuoso,
pero siempre idéntico a sí, e informado en cuanto a lo que no es virtuoso, a
una única idea todo lo que sea para ser impío?
Eu. Ciertamente, Sócrates.
VI
So. Adelante, respóndeme: ¿Cómo defines lo
que es virtuoso y lo que es impío?
Eu: Y bien, mi opinión es que la virtud es
ejecutar lo que yo hago ahora, perseguir quien, sea padre o madre, u otra
persona cualquiera, obre injustamente, cometiendo o un homicidio, o un hurto
sacrílego o cualquier otra acción culpable; la impiedad, en cambio, en el dejar
de perseguirle. Por esto, Sócrates, ve que prueba decisiva te aportaré que la
ley es esta; prueba ya por mí adoptada, también para otros, para demostrar que
se hace bien en proceder así, a no tener indulgencia alguna con el impío sea
quien él fuere. Aquellos mismos que tienen a Zeus por el mejor y el más justo
entre los dioses –espíritus-, admiten que también él encadenó a su propio padre
por la conducta anómala con sus hijos, y que aquel, a su vez, había castigado a
su padre por acciones análogas; y se irritan conmigo porque traigo a juicio a
mi padre, por el acto indebido en que incurrió. Y de esta manera se contradicen
al juzgar a los dioses y a mí.
So. ¡Ah! Eutifrón, que la razón por la cual
me eché encima esta acusación sea, precisamente, cuando de los dioses
–espíritus- se cuentan historias de este tipo, yo no puedo oírlas sin
indignarme? Y, por lo tanto, habrá quien dirá, probablemente, que yo yerro.
Pero ahora, por cuanto lo crees también tú, que de estas cosas eres un buen
entendedor, deberíamos necesariamente, me parece, convenir igualmente nosotros.
¡Qué podríamos, en efectos, oponer nosotros que somos los primeros en confesar
de no entender nada? Pero, dime, en nombre de Zeus, protector de la amistad: ¿piensas
tú, en verdad, que aquellos hechos ocurrieron de esa manera?
Eu. Inclusive, hay algo aún más sorprendente,
de lo cual la gente ni siquiera se lo imagina.
So. Dado que tú estimas que entre los dioses
–espíritus- existen guerras interinas, enemistades terribles, batallas y tantas
otras cosas del mismo género, que nos narran los poetas y de los cuales
nuestros mejores artistas han embellecido muchos lugares y objetos sagrados,
como, en particular, de estas imágenes está llena la ciudadela de la
Acrópolis en las grandes Panateneas, -o fiestas en honor a Minerva, que se celebraban cada cinco
años-. ¿Diremos, Eutifrón, que estos hechos son verdaderos?
Eu. Y no solamente estos, Sócrates, sino, como decía ahora, de los dioses, -espíritus-, si quieres, te contaré tantas otras historias, que, al oírlas, lo sé muy bien, quedarás sorprendido.
VII
So. No lo dudo. Pero, me las contaras, a tu
comodidad, en otra oportunidad. Por ahora, prueba a explicarme más claramente
lo que te pedía antes. Yo te había preguntado qué era la virtud; y tú, amigo,
no me has enseñado debidamente, sino que me has dicho que virtuoso es lo que,
más o menos, estás realizando ahora, buscando que actúe la justicia en relación
con el acto indebido realizado por tu padre.
Eu. Y he dicho la verdad, Sócrates.
So. Quizá. Todavía, Eutifrón, existen muchos
otros actos que tú denominas virtuosos.
Eu. Los hay, ciertamente.
So. Y bien, recordarás que te había rogado de
indicarme, no uno o dos de aquellos muchos actos que tú denominas virtuosos,
sino, precisamente, la idea por la cual todo lo que es virtuoso es virtuoso.
Tú, debía, de hecho, haberme dicho que en virtud de una idea todos los actos
indebidos son indebidos, y los virtuosos, virtuosos. ¿O no lo recuerdas?
Eu. Sí, seguro.
So. Entonces, enséñame precisamente cuál es
esta idea, con el fin de que, centrando la atención en ella, y sirviéndome como
ejemplo, pueda decir que virtuoso es lo que se le asemeje entre los actos que
tú, u otro, haga, e indebido lo que no se le asemeje.
Eu. Si lo deseas así, Sócrates, te responderé
de esa manera.
So. Bien, lo deseo de veras.
Eu. Y bien, aquello que es grato a los dioses
–espíritus-, es virtuoso, lo que para ellos es ingrato, es indebido.
So. Me has respondido en forma egregia, Eutifrón,
tal como te lo había solicitado; empero, si tu respuesta se corresponde con la
verdad, no lo sé, todavía. Pero, sin duda alguna me demostrarás,
adicionalmente, que lo que dices es verdadero.
Eu. Indiscutiblemente.
VIII
So. Vamos, veamos ahora qué es lo que
decimos. Lo que es grato a los dioses –espíritus- es virtuoso; lo que, en
cambio, les resulta odioso, es indebido. Y no es lo mismo lo uno y lo otro; lo
virtuoso es lo contrario de lo indebido. ¿No es cierto?
Eu. Sin duda.
So. Y, ¿te parece que se ha dicho lo
correcto?
Eu. Me parece que sí, Sócrates.
So. Pero, Eutifrón. ¿Se ha dicho, también,
que los dioses –espíritus- no están de acuerdo, que disienten los unos con los
otros, y que existe enemistad entre ellos?
Eu. En efectos, se ha dicho.
So. Ahora bien, mi excelente amigo, ¿enemistad
e iras son el efecto de un disentimiento entre qué cosas? Examinemos así: Si tú
y yo disentimos sobre cuál sea el mayor entre dos números, ¿podría esto
rendirnos enemigos e irritarnos recíprocamente? O, revisada la cuenta, ¿nos
daremos cuenta, enseguida, de la realidad, poniéndonos de acuerdo?
Eu. Seguro.
So. Y de esta manera, también, si se
disintiese sobre una medida, de un objeto cualquiera, ¿bastaría medirla para
poner de lado cualquier diferencia?
Eu. Es verdad.
So. Y, ¿sería suficiente, me parece, pesar
para decidir si alguna cosa es más pesada o más ligera?
Eu. ¿Y por qué no?
So. Pero, ¿cuáles son, entonces, los
argumentos, por los cuales, por falta de un criterio seguro, nos convertiríamos
en enemigos, nosotros, montando en cólera? Quizá no tengas una respuesta
rápida. Pero, observa si no son las que te menciono: lo justo y lo injusto, lo
bello y lo feo, lo bueno y lo malo. ¿No son, quizá, estos los argumentos sobre
los cuales, en caso de disentimiento, en el cual no se pueda llegar a un juicio
incontrovertible, nos conviertan en enemigos, tanto a ti como a mí, e
igualmente, a cualesquiera otras personas?
Eu. Sin duda, Sócrates, en esto consiste el
disentimiento, sobre estos mismos argumentos.
¿Y los dioses, -espíritus-,
Eutifrón? Si disienten, entre ellos, ¿no lo hacen, quizá, por las
mismas razones?
Eu. Necesariamente.
So. Y de esta manera, noble Eutifrón, también
los dioses, -espíritus-, basándonos en lo que tú dices, no todos estiman las
mismas cosas o justas, o bellas, o feas, o buenas, o malas. Entonces, de no
existir, entre ellos, disentimiento alguno, no habría motivo de disputa. ¿No te
parece?
Eu. Tienes razón.
So. Pero, las cosas que cada uno de ellos
estima que son buenas y justas, son, por lo tanto, las que ama; ¿pero que
resultan en sentido contrario, las que odia?
Eu. Es cierto.
So. Son, por lo tanto, las mismas cosas, como
tú dices, las que algunos estiman como justas, y otros, injustas; y por cuanto
no se encuentran de acuerdo en relación a las mismas, litigan y guerrean los
unos con los otros. ¿No es así?
Eu. Es así, exactamente.
So. Por lo tanto, las mismas cosas, parece,
son odiadas y amadas por los dioses –espíritus-, y serían, para ellos, por lo
tanto, agradables o desagradables.
Eu. Parecería.
So. Y, en consecuencia, Eutifrón, según este
razonamiento, serían virtuosas e indebidas, al mismo tiempo.
Eu. Probablemente.
IX
So. Por lo tanto, maravilloso amigo, tú no
has respondido a lo que te preguntaba. Ya que no te inquiría más que lo que sea
virtuoso e indebido, por cuanto, como parece, lo que es agradable a los dioses
–espíritus-, también les resulta odioso. Dado que, Eutifrón, no sería motivo de
asombro hacer lo que ahora haces, provocando una inquietud a tu padre, tú
hicieras cosa agradable a Zeus, pero odiosa a Cronos y a Urano, o agradable a
Hefesto pero odiosa a Hera, y que, si hay otros dioses –espíritus- que
disientan sobre este punto, ocurriese lo mismo también con ellos.
Eu. Pero, Sócrates, sobre este punto: que,
quien haya privado, injustamente, de la vida a alguien deba asumir la
respectiva sanción, nadie, creo, entre los dioses –espíritus- lo pensará de una
manera diferente de otro.
So. ¿Y cómo, Eutifrón? ¿De los hombres no has
oído jamás poner en duda a alguien que, quien ha privado injustamente de la
vida o ha cometido otro acto injusto no deba asumir la sanción?
Eu. Verdaderamente es lo que no cesan de
poner en duda por todas partes y especialmente en los tribunales. Y mientras
cometen todas clases de injusticias, hacen y dicen cualquier cosa para
sustraerse a la sanción.
So. Pero, Eutifrón, ¿confiesan, quizá, de ser
culpables, y, aun haciéndolo sostienen de no tener que asumir la sanción?
Eu. ¡Oh!, esto no, de verdad.
So. Por lo tanto, no es exacto que digan y
hagan cualquier cosa, ya que, si no me engaño, no tienen el coraje de decir o
de meter en duda esto: que, habiendo cometido una injusticia, no deban asumir
la sanción. Pero, dicen, creo, de no haber incurrido en ninguna injusticia. ¿No
es así?
Eu. Es verdad.
So. Y, entonces, no ponen en duda que el
culpable deba asumir la sanción; pero, más bien esto: Quien sea el culpable, de
qué y en cuáles circunstancias.
Eu. Es verdad.
So. Y, también, no se verifica entre los
dioses –espíritus-, si litigan de lo justo y de lo injusto, según tu discurso; ¿y
los unos afirman de los otros que tienen culpa, y los otros lo niegan? Por lo
que, admirable amigo, nadie ni entre los dioses ni entre los seres humanos
osaría sostenerlo: que el culpable no deba ser sancionado.
Eu. Sí, Sócrates, lo que dices es verdad, por
lo menos de manera general.
So. Pero, Eutifrón, aquellos que disputan,
sean seres humanos o dioses, dado que los dioses disputan, no lo hacen, me
parece, sino de actos singulares. Y, disintiendo sobre algún acto, los unos
afirman que es justo, los demás que es injusto. ¿No es así?
Eu. Ciertamente.
X
So. Arriba, querido Eutifrón, enséñame, hasta
que me convierta en un mejor sabio. Qué pruebas tienes para creer que todos los
dioses –espíritus- estiman injusta la desencarnación de aquel mercenario que,
convertido en homicida y hecho prisionero por el padrón de quien pasara a mejor
vida, haya, a su vez, desencarnado por causa de su cautiverio, antes de que,
quien le había colocado en ese estado pudiese saber de los exégetas de la ley
que se debía hacer con él; y que, en defensa de un tal hombre haya sido bien
ejecutado de parte de un hijo acusar, querellando por homicidio al propio
padre? Adelante, procura de mostrarme claramente como sin duda alguna todos los
dioses tengan por justa una tal acción. Cuando me lo hayas demostrado en modo
exhaustivo, no dejaré de predicar elogios por tu sabiduría.
Eu. Quizá la empresa no sea fácil, Sócrates;
todavía podría demostrártelo hasta la evidencia.
So. Comprendo; yo debo parecerte menos sabio
que los jueces, por cuanto a éstos tú les demostrarás, claramente, que el acto
de tu padre es injusto y que todos los dioses lo encuentran odioso.
Eu. Clarísimamente, Sócrates, a condición de
que me escuchen.
XI
So. Pero, te escucharán, siempre que tú
demuestres que dices la verdad. Por otra parte, mientras hablabas, he aquí lo
que me vino a la mente, y que voy repensando dentro de mí: -“Aunque Eutifrón
pudiese probarme en el modo más evidente que todos los dioses tengan por
injusta esa desencarnación, cómo habría aprendido de él lo que es virtuoso y lo
que deja de serlo?” En efectos, esta acción sería, supuestamente, odiosa a los
dioses; pero, hace poco se vio que con esto no se define la virtud y la
impiedad, porque lo que les es odioso también percibimos que les es agradable a
ellos. Por tal motivo, Eutifrón, te dispenso de efectuar esta demostración; y
si te place, admitamos, también, que todos los dioses estiman injusto este acto
y lo encuentran odioso. Ahora bien, queremos corregir nuestra acepción diciendo
que todo lo que los dioses odian es impío; ¿lo que ellos aman, virtuoso, y lo
que algunos aman y otros odian, ni la una ni la otra cosa, o la una y la otra
cosa, a un tiempo? ¿Prefieres, por lo tanto, que se de esta definición a la
virtud y a la impiedad?
Eu. Y, ¿cuál es la dificultad, Sócrates?
So. Para mí, Eutifrón, ninguna; pero, tú
reflexiona de tu parte, si partiendo de este presupuesto, te resultará,
después, tan fácil de enseñarme lo que has prometido.
Eu. Claro que sí; diría que lo virtuoso es lo
que todos los dioses aman, y lo contrario, lo que todos los dioses detestan,
indebido.
So. Y, ¿no queremos, Eutifrón, examinar desde
el inicio, si de esta manera está bien dicho? O, ¿dejaremos las cosas así, y
seremos, de esta manera, indulgentes con nosotros mismos y con los otros, que,
en cuanto alguien afirme que algo es de cierto modo, admitiremos que es así? O,
¿es necesario examinar qué es lo que dice quien habla?
Eu. Es necesario, ciertamente. Pero creo que
hasta ahora se ha dicho bien.
XII
So. Dentro de poco, mi buen amigo, lo
sabremos mejor. Reflexiona un poco sobre esto: ¿Lo virtuoso es amado por los
dioses –espíritus-, por qué es virtuoso, o porque se ama es virtuoso?
Eu. No entiendo lo que quieres decir,
Sócrates.
So. Entonces, me la ingeniaré para explicarme
mejor. ¿No decimos nosotros que un objeto es portado y el otro portante, uno
conducido y el otro conducente, uno visto y el otro vidente? ¿Y no entiendes
que todos estos difieren los unos de los otros, y en que lo hacen?
Eu. Ahora, sí, creo entender.
So. Y, de esta manera, ¿también amado es una
cosa, y amante, otra?
Eu. Y, ¿por qué no?
So. Ahora, dime: ¿Lo conducido lo es porque
se conduce, o por otra razón?
Eu. No, por esto, precisamente.
So. Y, ¿lo conducido no lo es, quizá, porque
se conduce, y lo visto, visto porque se ve?
Eu. Sin duda.
So. No, por lo tanto, porque es visto, por
esto se ve, sino al contrario porque se ve, es visto; ni porque es conducido,
se conduce, sino porque se conduce, es conducido. ¿No es, quizá, Eutifrón, esto
que quiero decir? Y quiero decir esto: Que si alguna cosa deviene, o
experimenta algo, no porque es proveniente, deviene, sino porque deviene, es
proveniente, ni porque es paciente, experimenta, sino porque experimenta, es
paciente. ¿O no lo admites?
Eu. Sí.
So. Y de esta manera, también, el amado ¿no
es, quizá, algo que deviene o alguna cosa que experimenta algo por causa de
otra?
Eu. Sin duda.
So. Es, evidentemente, un caso idéntico a los
precedentes: no porque un objeto es amado, se ama por quienes es amado, sino
porque se ama, es, por lo tanto, amado.
Eu. Indiscutiblemente.
So. Antepuesto esto, qué decimos de lo justo,
Eutifrón? ¿No es, quizá, que eso se ama por todos los dioses, según
tu discurso?
Eu. Sí.
So. Y, ¿no es por esto que es virtuoso, o por
otra razón?
Eu. No; por esto, precisamente.
So. Por lo tanto, ¿significa que, porque es
virtuoso, se ama, no ya porque se ama, es virtuoso?
Eu. Parece.
So. Mientras que, en cambio, porque los
dioses aman lo que les es grato, es amado por ellos, y les resulta grato.
Eu. Y, ¿cómo no?
So. Significa, Eutifrón, que no todo lo que
es grato a los dioses es virtuoso, ni lo virtuoso es grato a los dioses, como
tú dices, sino que lo uno es diverso de lo otro.
Eu. ¡Oh! ¿Cómo es posible, Sócrates?
So. Porque estamos de acuerdo que lo virtuoso
se ama porque virtuoso, pero no es virtuoso porque se ama. ¿O no?
Eu. Sí.
XIII
So. Aquello que es grato a los dioses
–espíritus- porque es amado por ellos, precisamente por este afecto de los
dioses, les es grato, pero no porque les resulta grato es amado por ellos.
Eu. Es verdad.
So. Por el contrario, querido Eutifrón, quizá
fuese la misma cosa lo que es grato a los dioses y lo que es virtuoso, si lo
virtuoso es amado por ser virtuoso, también esto que es grato a los dioses
sería amado porque les resulta grato; y si lo que es grato a los dioses les es
grato porque es amado por ello, también lo justo sería justo porque es amado
por los dioses. Ahora, en cambio, tú ves que ambas cosas están en relación
opuesta, igualmente que diversas entre ellas. La una, en efectos, porque se
ama, es tal de ser amada, por esto se ama. Y yo presiento, Eutifrón, que tú, a
la pregunta sobre lo que es virtuoso, no me hayas querido clarificar la esencia
y me indicaras, apenas, una cualidad; es decir, que al virtuoso le ocurre el
hecho de ser amado por todos los dioses. Pero, lo que sea virtuoso, no me lo
has dicho, todavía. Empero, si te place, no me lo ocultes, sino dime desde el
comienzo: Que algo es virtuoso bien sea que fuese amado por los dioses, o
sujeto a cualquier otro sentimiento, de manera que sobre este particular no
tengamos divergencias. Adelante, anímate y dí que es la virtud y qué la
impiedad.
Eu. Pero, Sócrates, en realidad no sabría
como explicarte mi pensamiento. Todas nuestras premisas parece que se mueven en
un círculo, y no quieran quedarse quietas en cualquier lugar en que las
colocamos.
So. Tus afirmaciones, Eutifrón, si no me
equivoco, parecieran ser obras de nuestro progenitor Dédalo. Si las hubiese
expresado yo, quizá me hubieses recriminado, observando que por mi parentesco
con aquel también mis obras, hechas de palabras, escapan lejos y no quieren
permanecer quietas allí donde uno las coloca. Pero ahora, por cuanto las
aserciones son tuyas, es preciso recurrir a cualquier otra argucia, ya que es a
ti que no le quieren permanecer quietas, como tú mismo lo has reconocido.
Eu. Verdaderamente, Sócrates, me parece que
esta argucia se adapte bien a nuestro caso, por cuanto su constante movimiento
en círculo, sin pararse en el mismo lugar, no soy yo que se lo imprimo, sino
que el Dédalo eres tú, me parece; que si dependiese de mí, ellas permanecieran
quietas de esta manera.
So. Por lo que parece, amigo mío, existe el
riesgo de que yo sea un artífice mucho más hábil que Dédalo, en cuanto aquel
allí hacía que no estuviesen quietas sus propias obras, y yo, además de las
mías, como parece, también las de los demás. Y en mi arte de más sorprendente
hay esto: Que soy sabio sin quererlo. Por cuanto quisiera que los discursos me
quedaran quietos e inmóviles en su sitio, más que conquistarme las
riquezas de Tántalo adicionalmente a la sabiduría de Dédalo. Es suficiente con
esto. Pero, dado que me parece que no quieres ser objeto de muchas molestias,
me la ingeniaré para indicarte como tú puedas enseñarme lo que es la virtud. Y
tú, no te canses tan rápido. Observa: ¿No te parece necesario que todo lo que
es virtuoso sea justo?
Eu. Ciertamente.
So. ¿Y, por lo tanto, que todo lo que es
justo sea virtuoso? O, ¿todo lo que es virtuoso, es justo allí donde lo justo
no es todo virtuoso, sino en parte virtuoso y en parte cualquier otra cosa?
Eu. No logro, Sócrates, seguir tu
razonamiento.
So. ¡Y sin embargo eres tanto más joven que
yo, cuanto más sabio! Pero, como decía, no quieres fastidios, porque eres muy
rico en sabiduría. Adelante, hombre benévolo, haz un pequeño esfuerzo, por
cuanto después de todo no es difícil entender lo que expreso. Yo digo lo
contrario de lo que cantó aquel poeta en sus versos:
Zeus, que esto hizo y todo esto produjo, tú
ofender no quieres, por cuanto donde hay temor hay pudor.
Pero, yo, sobre esto lo pienso en forma
diversa. ¿Y quieres saber por qué?
Eu. Sin duda.
So. Porque no me parece exacto el dicho:
Donde hay temor, allí hay, también, pudor; mientras a mí me parece que muchos,
aun temiendo la adversidad, temen sí, pero no experimentan vergüenza alguna de
lo que temen. ¿No te parece así a ti también?
Eu. Seguro.
So. En cambio, donde hay pudor, allí, me
parece, hay también temor; por cuanto, ¿podría haber alguien que,
avergonzándose y enrojeciendo por un acto suyo, no tenga también inquietud y no
tema, al mismo tiempo, la reputación de malvado?
Eu. No hay duda.
So. Y, por lo tanto, no es justo decir: Donde
hay temor, allí hay, también, vergüenza; o más bien: donde hay vergüenza, allí
hay, también, temor, y no ya: donde hay temor, hay también siempre vergüenza,
porque el temor es, me parece, más comprensivo que la vergüenza; vergüenza es
parte del temor como impar, de número; dado que no siempre donde hay número,
hay allí, también, impar; sino que, donde hay impar, allí hay, también, número.
¿Logras, ahora, seguirme?
Eu. Ahora sí.
So. Y bien, decía algo similar hace poco,
cuando preguntaba: ¿Dónde hay justicia, hay también virtud? ¿O donde hay
virtud, allí hay, también, justicia, pero que donde hay justicia, no hay
siempre virtud, porque la virtud es parte de la justicia? Diremos de esta
manera, ¿o te parece, mejor, de otra?
Eu. No, no; me parece bien así.
XIV
So. Observa, ahora, lo que sigue. Si la
virtud es parte de la justicia, tenemos, opino, el deber de indagar cual parte
de la justicia sea la virtud. Si tú me interrogaras sobre las cosas que se
acaban de decir, por ejemplo: Qué parte del número es par, y qué es, por
naturaleza este número, te contestaría que es aquello que se divide en dos
partes iguales y no desiguales. ¿O no te parece?
Eu. A mí, sí.
So. Prueba, por lo tanto, tú también a
explicarme de la misma manera qué parte de la justicia sea la virtud, hasta que
podamos decir también a Méleto que no incurra en una injusticia en perjuicio
nuestro, y no nos acuse de impiedad, por cuanto hemos ya aprendido de ti,
perfectamente, lo que es justo y virtuoso, y lo que no lo es.
Eu. Y bien, Sócrates, a mi me parece que la
virtud y la piedad sean aquellas partes de la justicia que tienen por objeto el
cuidado de los dioses, y la que tiene por objeto el cuidado de los humanos sea
la restante parte de la justicia.
XV
So. Me parece, Eutifrón, que tú dices bien. Pero,
tengo todavía necesidad de una pequeña explicación, por cuanto, aún no veo
claro a que te refieres cuando haces referencia al cuidado. Por cuanto,
ciertamente no querrás decir que el cuidado que se le presta a los dioses sea
de tal grado, que es aquel que se le tiene a las demás cosas. Nosotros,
llamamos, en efectos, …. o mejor dicho, por ejemplo, decimos que no todos saben
entrenar a los caballos, sino, únicamente, el caballerizo. ¿No es así? (…).
Eu. Sin duda.
So. Porque, en esencia, el entrenamiento de
los caballos es la especialidad del caballerizo.
Eu. Sí.
So. ¿Ni que todos sepan entrenar a los
perros, sino quien los adiestra para la caza?
Eu. Así es.
So. Porque el cuidado de los perros pertenece
al arte venatorio.
Eu. Ciertamente.
So. Igualmente, el cuidado de los bueyes
pertenece al arte de los labradores.
Eu. Por supuesto.
So. Y de esta manera, ¿la virtud y la piedad
están a cargo de los dioses? ¿No es esto lo que quieres decir, Eutifrón?
Eu. Por supuesto.
So. Entonces, ¿cada uno de los cuidados
consigue el mismo efecto, es decir, el bien y lo útil para el objeto del mismo?
De esta manera tú observas que los caballos, cuidados por el arte del
caballerizo, les resulta beneficioso y convirtiéndose en mejores. O, ¿no te
parece?
Eu. A mí sí.
So. E igualmente los perros cuidados por
quien los adiestra para la caza y a los bueyes por el labrador, y así
sucesivamente. ¿O tú piensas que el cuidado tiene por finalidad el daño de
quien es objeto del mismo?
Eu. No, en verdad, por Zeus.
So. Entonces, ¿a su beneficio?
Eu. ¿Y cómo no?
So. Y, entonces, ¿también la virtud, por
cuanto es del cuidado de los dioses, les es útil a ellos mismos, y les rinde
mejores? Y, ¿estás dispuesto a admitir que cuando tú cumples una acción
virtuosa, rindes mejor a algunos de los dioses?
Eu. No, por Zeus.
So. En efectos, Eutifrón, tampoco yo pienso
que tú quieras decir esto; estoy, más bien, muy lejos de creerlo. Pero, por
esto mismo, te preguntaba de que tipo de cuidado de los dioses entendías
hablar, por cuanto suponía, también, que no te refería a esta.
Eu. Y justamente, Sócrates, no quería
referirme a esa.
So. Está bien. Pero, entonces, ¿qué especie
de cuidado de los dioses sería la virtud?
Eu. Aquel cuidado, Sócrates, que los
domésticos tienen por los dueños de casa.
So. Entiendo; ¿sería, entonces, el arte de
servir a los dioses?
Eu. Precisamente.
XVI
So. Y el arte de servir de los médicos, ¿podría
decirme cuál efecto deba producir? ¿No crees, tú, que sea la buena salud?
Eu. Seguro.
So. ¿Y el arte de los constructores de naves,
a qué efecto debe servir?
Eu. Es evidente, Sócrates, a la construcción
de las naves.
So. ¿Al igual que el arte de servir, de los
arquitectos, a la construcción de las casas?
Eu. Sí.
So. Y dime, excelente hombre, el arte de
servir de los dioses, ¿a cuál efecto es útil? Tú, sin duda, lo sabes, por
cuanto afirmas que eres entendido en cosas divinas mejor que toda otra persona
en el mundo.
Eu. Y digo la verdad, Sócrates.
So. Y bien, dime, te lo ruego: ¿Cuál es este
bellísimo efecto que los dioses consiguen valiéndose de nuestros servicios?
Eu. ¡Son tantos, Sócrates!
So. Pero, querido amigo, lo mismo se puede
decir de los generales. Y sin embargo, en relación a éstos no dudarías en
responderme que todos se suman en producir la victoria en las confrontaciones. ¿O
no?
Eu. ¿Y cómo no?
So. Y tantas cosas hermosas hacen, creo,
también los agricultores, pero todos se suman en procurarnos, con sus obras,
los alimentos de la tierra.
Eu. Es cierto.
So. Y, entonces, de todas tantas cosas bellas
producidas por los dioses, ¿cuál es la suma?
Eu. Te lo decía hace poco, Sócrates; no es muy fácil aprender en forma precisa todas estas cosas. Aunque te digo solo esto: Que al encontrarse cada quien en oración sepa decir, o hacer, cosas gratas a los dioses; éstas son virtuosas, y aseguran la protección a la familia y a la ciudad, mientras que las contrarías son impías y tales de subvertir el orden y afectar lo que le es inherente.
XVII
So. ¡Oh! Eutifrón, si hubieses querido, me
habrías dicho en forma más breve la suma de lo que te pedía. Pero, se observa
que no tiene deseo alguno de enseñarme. También ahora, en el mejor momento, has
evitado de responderme, Si sobre este aspecto me hubieses respondido, habría
aprendido ya, perfectamente, de ti, lo que es la virtud. Pero, ahora, por
cuanto el amante debe seguir, también, al amado por aquella vía que a éste
plazca. ¿Qué tú piensas que sean lo virtuoso y la virtud? ¿No es, en cierto
modo, la ciencia del solicitar y donar a los dioses?
Eu. Oh Sócrates, has entendido muy bien lo
que quería decirte.
So. Resulta, querido amigo, que estoy ávido
de tu sabiduría y estoy tan atento que no se pierde ninguna de tus palabras.
Pero, dime: Que tipo de servicio es éste que se le rinde a los dioses? ¿Pedirle
y donarle, es lo que tú dices?
Eu. Sí.
XVIII
So. ¿Y pedir cómo se debe no es, quizá,
pedirle lo que tenemos necesidad de obtener de ellos?
Eu. ¿Y qué otra cosa podría ser?
So. Y donar como se debe ¿no es darle, quizá,
en cambio, lo que precisan obtener de nosotros? Por cuanto, no sería, me
parece, un donar juiciosamente el dar a uno lo que éste no precisa.
Eu. Es verdad. Sócrates.
So. Por lo cual, la justicia, Eutifrón, sería
para los dioses y para los seres humanos, el arte de interactuar entre ellos.
Eu. Arte de interactuar, aceptado, si te va
bien denominarle de esta manera.
So. Pero, para mí es indiferente, si ello no
es acorde con la verdad. Explícame: ¿cuál es la ventaja que los dioses recaban
de los dones que reciben de nosotros? Por cuanto, ya, en cuanto a los que ellos
dan, resulta clara para cada quien, ya que nosotros no tenemos ningún bien que
no nos venga de ellos. Pero, de todos los que ellos reciben de nosotros, ¿qué
utilidad obtienen? O, ¿somos en el comercio mucho más sagaces de los dioses de
recibir cada uno de los bienes de ellos, y ellos ninguno de nosotros?
Eu. Pero, ¿tú crees, Sócrates, que los dioses
obtienen alguna ventaja de las ofrendas recibidas de nosotros?
So. Y, entonces, ¿a qué sirven todas estas
ofrendas a los dioses?
Eu. Y, ¿qué otra cosa, si no les ofrendas
honor y obsequios, y como decía antes, algo que les resulte gracioso?
So. Entonces, lo que es virtuoso, Eutifrón, ¿es
algo que les resulta grato, pero no útil ni querido a los dioses?
Eu. Inclusive, en mi opinión, grato sobre
cualquier otra cosa.
So. Y de esta manera, si no me equivoco, lo
virtuoso vuelve a ser lo que es grato a los dioses.
Eu. Precisamente.
XIX
So. Y, ¿te maravillarás después, razonando de
esta manera, si tus discursos parecen no quedarse quietos, sino moverse, y me
culparás de ser Dédalo que los hago mover, mientras un artífice más hábil que
Dédalo eres tú, que les haces, precisamente, girar? ¿O no te percatas de que el
discurso, girando, se nos regresó al punto de inicio? Ya que, recordarás, que
desde el comienzo lo que es virtuoso y lo que es amado por los dioses no nos
parecía lo mismo, sino diferente el uno del otro. ¿O no te recuerdas?
Eu. Yo sí.
So. ¿Y no percibes, ahora, que virtuoso es lo
que es grato a los dioses? ¿Y con esto qué otra cosa se entiende, sino lo que
es amado de los dioses? ¿O no?
Eu. Ciertamente.
So. De esta manera, o aquella precedente
conclusión no era justa, o, si lo era, no es exacto lo que afirmamos ahora.
Eu. Parecería.
XX
So. Es preciso, por lo tanto, examinar de nuevo
que es lo virtuoso, ya que, antes de haberlo aprehendido, por causa de mi
voluntad no me perderá de ánimo. Tú, sin embargo, no me trates en forma áspera,
sino ponle todo tu ingenio, y dime de una buena vez la verdad, por cuanto tú,
ciertamente, la conoce mejor que cualquier otro, y, como Proteo, no hay que
alejarse antes de que tú la hayas dicho. Si de hecho no hubieses sabido
claramente lo que es virtuoso y lo que no lo es, no se puede creer que por un
adventicio te habría inducido a perseguir por homicidio a un anciano, tu padre;
pero, en el riesgo de cometer un acto injusto, tendría temor de los dioses y
vergüenza de los seres humanos. En cambio, veo que estás seguro de saber lo que
es virtuoso y lo que no lo es. Dímelo, por lo tanto, mi óptimo Eutifrón, y no
me ocultes lo que tú pienses que sea.
Eu. Otra vez, será, Sócrates; ahora tengo
prisa y me tengo que ir.
So. Oh amigo, qué haces? Te vas y me separas
de aquella grande esperanza que albergaba de aprender de ti lo que es virtuoso
y lo que no lo es, para así librarme de la acusación de Méleto, mostrándole
como ya, gracias a Eutifrón, me convertí en sabio en las cosas divinas y como,
de ahora en adelante, por efecto de la ignorancia no hablaría más con ligereza,
ni buscado innovaciones en asunto de espiritualidad, y habría, por lo tanto,
vivido mejor el resto de mi vida.
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