CONFERENCIA del Prof. ENRICO FERRI,
en la
Universidad de Nápoles.
Versión castellana: Abg. Giuseppe Isgró C.
A LOS
ESTUDIANTES DE LA UNIVERSIDAD DE NÁPOLES
Consiento la publicación de la conferencia que
tuve el honor de pronunciar en vuestro Ateneo, invitado por vosotros, no porque
crea que ella, por sí sola, merezca sobrevivir al último eco que dejó en
aquella aula donde me brindasteis una acogida tan inesperada.
El deseo de testimoniaros, una vez más, el
gratísimo recuerdo —para mí imborrable— que conservo de vosotros y de la
hospitalidad napolitana, dedicándoos esta conferencia, que es lo que es gracias
a vosotros. Y también el deseo, por amor a la ciencia y a la patria, de
contribuir de este modo a la difusión de las nuevas ideas, que considero la
única solución eficaz y fecunda al problema criminal en Italia, y que solo
temen el peligro de no ser exactamente conocidas.
He aquí las razones de esta publicación; de la
cual, por tanto, el benévolo lector no debe esperar novedades científicas
adicionales, no permitidas en un escrito de mera divulgación, cuya tarea es
únicamente repetir y difundir las ideas generales y más características de una
escuela científica. Pero de la cual me permito esperar que en alguno de los
lectores nazca o se fortalezca el propósito de no repetir contra la nueva
escuela acusaciones tan comunes como inmerecidas, o mejor aún, de dedicarse,
desde ahora, al estudio y al desarrollo de la sociología criminal.
Siena, 9 de marzo de 1885
Enrico
Ferri – Discurso en Nápoles
Debían ser muy poderosas las razones que me
llevaron desde Siena hasta aquí, donde tanto fulgor de vida anima y enciende el
pensamiento. El deseo de amigos lejanos, la invitación gratísima y halagadora
de jóvenes compañeros de estudio, a quienes —como a mí— sonríe la primavera
sagrada de la ciencia, y a quienes desde ahora expreso mi más sincero
agradecimiento: he aquí las razones que me condujeron. Pero, sobre todo, la
profunda convicción de que Nápoles es tierra donde el germen de todo nuevo
principio y de todo alto ideal encuentra siempre su mayor expansión, gracias al
feliz instinto de este pueblo, en el que palpita más vivamente el alma
italiana.
Nápoles, donde el derecho penal ha contado,
desde Filangieri, Pagano y Niccolini hasta Zuppetta y Pessina, con grandes
maestros de una escuela a la que queremos suceder no por afán de demolición,
sino con inteligencia amorosa, con afecto reverente y por el indeclinable deber
de evolucionar aquello que ellos no pudieron, porque cada época tiene su misión
científica. Nápoles, especialmente, donde desde hace más de cuarenta años la
escuela clásica penal recibió de Zuppetta una admirable sistematización de aquellos
principios, que luego otros reprodujeron y ampliaron; y Pessina, ya en 1879,
tras los primeros albores de la nueva escuela penal, sostenía la necesidad de
que el derecho penal se renovara en la onda pura del naturalismo.
Ahora, unos pocos estudiosos, desde hace una
decena de años, seguidos por una falange cada vez más numerosa y compacta de
valientes compañeros, han iniciado y proseguido esta renovación, cumpliendo así
el deseo que vuestro maestro de derecho penal expresaba desde esta cátedra.
Ciertamente, nuestra obra no responde en todo
a las aspiraciones de quienes la anunciaban como deseo y necesidad común; pero
esta es una contingencia que no elimina la necesidad constante y perpetua en la
ciencia, de que cada uno intente aportar innovaciones al patrimonio intelectual
de la generación a la que pertenece. La verdad es un polígono que debe ser
observado desde todos sus lados; por eso, quien innova aporta material nuevo y
vida nueva a la ciencia, que de otro modo se estanca en el dogmatismo y en las
repeticiones estériles.
A los jóvenes, sobre todo, corresponde esta
tarea innovadora, útil por sí misma, independientemente del valor de las
innovaciones; pues también entre las ideas existe una lucha por la existencia.
Si la idea innovada no es justa, es decir, no responde a la realidad de las
cosas, quedará como un intento solitario. Pero si el innovador ha observado la
verdad y ha aportado una idea justa y vital, entonces las propias fuerzas de la
naturaleza harán que esas nuevas ideas recorran el mundo, sin que él deba librar
guerra personal ni intolerante. Porque observo desde el principio que la
tolerancia de las ideas es el primer índice de la cultura y de la altura
intelectual de un individuo, como de un pueblo.
Es cuestión de convicción, es cuestión de
haber reunido un número suficiente de hechos que confirmen una determinada
observación, y cuando otros oponen otros hechos y otras observaciones, es
cuestión de ver la resultante que naturalmente se deriva. Pero hayáis dicho la
verdad o el error, haya tenido o no éxito vuestra propuesta, siempre seréis
beneméritos de la ciencia, siempre seréis beneméritos de la sociedad, que en la
ciencia encuentra un elemento de vida, una de las más altas causas de su
progreso.
Sin embargo, hay otro destino común, del cual,
teniendo plena conciencia, nos reconfortamos, continuando por el camino que
hemos comenzado a recorrer, a pesar de las oposiciones que intentan cruzarse en
nuestro camino.
Este destino es que el hombre, mientras en su
juventud aspira a la innovación en todos los campos de su actividad, llegado al
ocaso de la vida, se retrae y cree que allí están los últimos límites del
saber, y ve con temor que otros puedan superarlos. Es destino común ser
revolucionarios en la juventud y conservadores en la vejez. A nosotros, los
jóvenes, pues, la misión del porvenir…
Cuando en una tierra ignota de la naturaleza
se adentra, audaz y confiado, algún fuerte pensador y conquista cuanto puede de
terreno inexplorado, mientras la fuerza le abunda y lo incita, prosigue animoso
la lucha contra lo desconocido; pero cuando, llegado al final de su carrera,
cae exhausto —porque tal es el destino humano—, grita a los demás: ¡Deteneos!
¡Deteneos! Yo he alcanzado el último grado de la ciencia… En vano: la
naturaleza inagotable fatiga a otros combatientes, de movimiento en movimiento,
y los empuja inexorablemente con su mandato fatal: ¡Camina! ¡Camina! ¡Conquista
cuanto de verdad puedas!
Con tales propósitos y
con este sentimiento de gratitud hacia ustedes, hoy, en la medida en que el
limitado tiempo y el temor de abusar de su benevolencia me lo permitan, les
expondré el movimiento innovador que desde hace poco más de diez años se ha iniciado
en la ciencia criminal y que progresa cada vez más en nuestro país y en otras
naciones que lo estudian y lo alientan bajo el nombre de “nueva escuela
italiana del derecho penal”.
Haré referencia, en
líneas generales, a estos nuevos principios, para dejar una idea clara en sus
espíritus observadores, de modo que, hechos expertos en esta ciencia, puedan
con discusión tolerante corregir sus errores y desarrollar sus verdades, apresurando
el momento de una completa organización de la sociología criminal, que ahora
solo podemos vislumbrar.
Así como los primeros
rayos rosados del sol naciente saltan de cima en cima, retirando las cosas y la
vida de las tinieblas nocturnas, el montañés solitario, aunque apenas distingue
la vaga e indefinida fisonomía de sus montañas, vislumbra desde el alba el
espectáculo variado e inmenso que, bajo el mediodía luminoso, hará bella su
comarca.
La lucha por la
existencia es una ley férrea que empuja sin cesar la ola eterna de las
generaciones, mitigando cada vez más sus formas, desde la lucha violenta
primitiva hasta la moderna competencia intelectual, pero permaneciendo siempre
como deidad inexorable, norma suprema de la vida, porque luchar es vivir, y el
hombre que no lucha está muerto o moribundo.
En la sociedad, esta
lucha toma dos aspectos distintos: uno comprende la actividad normal, económica
o jurídica del individuo; el otro, la actividad anormal o criminal. De la
primera se ocupan las ciencias económicas, políticas y jurídicas; de la segunda,
la sociología criminal.
En la primera se
manifiesta el aspecto económico de la cuestión social; en la segunda, el
aspecto criminal: mucho más arduo y áspero, pero igualmente esencial para la
vida del individuo y de la sociedad, porque, una vez obtenidos los alimentos,
es necesario obtener la seguridad de la propia persona y de los propios
derechos, a lo cual provee precisamente el magisterio penal regulado por la
ciencia.
Pues bien, la ciencia
criminal se encuentra ante un hecho inicial: una gran mayoría de ciudadanos que
lucha de forma jurídica, y una minoría exigua pero violenta que lucha de forma
criminal. Encuentra entonces como primer problema fundamental esta constante
reaparición del delito en todos los países. Problema capital, especialmente en
Italia, donde hay ejércitos de delincuentes más numerosos que en otras
naciones.
Italia, que en 1862
tenía cerca de 28.000 condenados detenidos —sin contar los simplemente
imputados—, en 1872 tenía 43.000, cifra aumentada también por la
reincorporación de las provincias de Roma y Venecia, arrancadas del yugo
extranjero y devueltas al organismo nacional; en 1882 tenía 51.000. Y para
darles algunas cifras aisladas, pero elocuentes, sobre el delito más grave, el
número de homicidios: en Inglaterra es actualmente de 11 por cada millón de
habitantes al año, en Francia de 15, en Prusia de 13, en Italia de 91.
Lo que significa que
este problema penal adquiere en Italia tal agudeza, que debe ser una de las
causas por las cuales el ingenio italiano se aplica tan felizmente a la ciencia
de los delitos y las penas, haciendo brotar y crecer vigorosamente un nuevo organismo
científico, allí donde ya había sobrevenido el agotamiento en las teorías del
derecho penal clásico.
Y así, el positivismo
científico nos enseña también a ser modestos; ya que si se ha determinado esta
nueva corriente en la ciencia criminal, es porque las condiciones del entorno
exigían esta evolución.
Por tanto, no se debe
atribuir el mérito exclusivo a este o aquel pensador, ni creer que esta nueva
escuela nació por capricho de este o aquel estudioso, sino por una necesidad
real y urgente de la conciencia moral y jurídica popular.
El problema fundamental
es, entonces, por qué cada año hay una minoría de malhechores que perseveran en
la delincuencia, mientras la gran mayoría de los ciudadanos, bajo la presión de
las mismas condiciones generales, se mantiene dentro de los límites del
derecho. ¿Qué respuesta ha dado la ciencia criminal clásica a este problema?
—Inverosímil, pero cierto: ninguna respuesta.
Si abren un tratado de
derecho penal, quedarán admirados por quien lo escribió, como los libros de
Pessina, Carrara, Zuppetta, donde un poderoso mecanismo lógico, si se aceptan
las premisas iniciales, los arrastra inexorablemente a las últimas consecuencias.
Pero en estas obras, en
estas páginas magníficas, no encontrarán ese problema, porque estudian el
derecho penal en sus principios abstractos, consideran las condiciones jurídicas
para que exista, por ejemplo, la imputabilidad, el intento, la complicidad, la
reincidencia, las agravantes, las excusas, y ven si se verifican en el caso
concreto. O si dan alguna respuesta a esa pregunta, la escuela clásica atribuye
como única y exclusiva causa natural del delito la libre voluntad, a la cual
imputa la eficacia de los delitos, considerando el delito como un ente jurídico
abstracto y cortando así toda raíz para investigaciones posteriores sobre las
causas del delito, ya que cuando se ha dicho que el hombre comete delitos
porque quiere cometerlos, ya se ha dicho todo.
Es cierto, sin embargo,
que algunos grandes penalistas, como Filangieri, Romagnosi, Carmignani, Ellero,
etc., se han ocupado de las causas del delito; pero su voz fue olvidada, porque
la escuela criminal predominante se dirigía a otra cosa; su voz quedó sin
escuchar, la semilla que sembraron no germinó: ahora, nosotros retomamos esas
investigaciones olvidadas, determinando así un nuevo movimiento científico.
Y así, si preguntan a
la escuela clásica cuáles son los remedios contra el delito, responde: la pena,
como coerción y castigo de la maldad subjetiva.
Y esto no por
inducciones científicas, sino por un solo razonamiento abstracto, por un
silogismo hegeliano: el delito niega el derecho, pero la pena niega el delito,
por tanto la pena reafirma el derecho.
Pero esta no es una
respuesta científica, porque en ella no hay ningún otro elemento de hecho ajeno
a la pregunta, y nos movemos entonces en una simple tautología. Y en verdad, el
hecho contradice obstinadamente que la pena extinga el delito. La historia y la
estadística afirman que cuando las penas fueron más violentas, fueron más
impotentes para reprimir.
Así, las penas bajo la
Roma imperial fueron insuficientes para impedir la corrupción general de las
costumbres.
Cuando, por ejemplo, el
cristianismo abrió a la humanidad una nueva era, en vano los emperadores
paganos impusieron a sus seguidores —considerados por ellos como cismáticos—
las hogueras, los tormentos y las fieras; en vano, porque cumplió el glorioso
destino del que era capaz y que las condiciones históricas fatalmente imponían.
Así, en nuestra época
podemos decir lo mismo del más vibrante movimiento socialista, en el que
ciertamente hay una parte aceptable y otra no, porque, como dice Manzoni, el
error y el derecho nunca se dividen con una línea recta. Este movimiento
socialista desafía todas las persecuciones de los gobiernos, como ha confesado
también el gobierno de Alemania, donde las tristes condiciones fueron agravadas
por la misma ley del estado de sitio, promulgada para remediarlas. Y lo mismo
puede decirse del fenianismo en Irlanda, del nihilismo en Rusia. Lo que
significa que la pena no es el único ni suficiente remedio contra los delitos.
De aquí, entonces, la
necesidad de reformular aquella pregunta y ver si el estado actual de las
ciencias naturales y sociales ofrece a los criminalistas argumentos seguros
para poder dar una respuesta más práctica y eficaz. Esta es la razón
determinante, este es el alto concepto que tiene la escuela positiva, que
sucede ahora al ciclo glorioso de la escuela clásica que, en Italia, desde
Beccaria, Romagnosi, Filangieri, Pagano, Niccolini, Rossi, Carmignani,
Giuliani, hasta Zuppetta, Carrara, Pessina, Ellero, Tolomei, Buccellati,
Catalano, Nocito, Brusa y algún ecléctico estéril.
Beccaria expresó en su
época un sentimiento común, más o menos latente, sentimiento que formuló en su
libro inmortal, abriendo toda una evolución científica. Y sin embargo,
Beccaria, solo por oponerse a la corriente tradicional, a las costumbres
inveteradas, encontró las mismas acusaciones de favorecer a los delincuentes,
de destruir toda ciencia, que nosotros también hemos encontrado y seguimos
encontrando.
Cuando Beccaria propuso
abolir la tortura, fue declarado defensor de asesinos y ladrones, porque se
partía del razonamiento abstracto de que un hombre que ha cometido un delito
nunca lo confesará, y por tanto hay que obligarlo. Y lo mismo ocurrió con la confiscación,
la pena de muerte y cada otra innovación.
Y sin embargo, todas o
casi todas las reformas propugnadas por Beccaria fueron realizadas, porque
expresaban una necesidad de su tiempo. Y aquellos que entonces eran llamados
revolucionarios son ahora los más ardientes conservadores del derecho penal, y
proclaman esas reformas como un beneficio insuperable para la sociedad moderna.
Ahora nosotros, de la
escuela positiva que sucede a la escuela clásica, hemos encontrado —por un
destino común a todos los innovadores— las mismas acusaciones que Beccaria y
sus seguidores enfrentaron en su tiempo.
Cuando Lombroso,
Garofalo y una persona que no importa aquí nombrar dijeron: “hay que cuidar más
el estudio del delito y de sus causas”, fuimos llamados defensores de los
delincuentes. Hemos soportado esta acusación y oposiciones aún más fuertes en
la vida práctica que en las discusiones teóricas, tranquilos y serenos,
iniciando una escuela criminal positiva que se opone a la clásica con un
enfoque práctico y científico diferente.
La escuela clásica,
nacida como generosa reacción contra la ferocidad punitiva de los legisladores
medievales —que competían en inventar suplicios con la misma fantasía con que
los delincuentes inventaban crímenes— se propuso como objetivo práctico la abolición
de muchas penas: capitales, corporales, infamantes, de confiscación, y la
reducción general de las demás penas; y triunfando, lo ha logrado en gran
parte.
La escuela positiva, en
cambio, se propone otro objetivo práctico que, aunque la escuela clásica
también lo tuvo como meta platónica, no pudo realizar, porque cada época tiene
su misión: y esta es la disminución de los delitos.
Y tal diferencia de
objetivos prácticos proviene del hecho de que también el método científico es
totalmente distinto. La escuela clásica estudia el delito en su objetividad
abstracta y, por tanto, no se ocupa del delincuente, salvo como un término
algebraico para aplicar la pena, proporcional al delito y no al delincuente; o
si se ocupa de él en ciertas condiciones de evidente anomalía, lo ha hecho y lo
hace por un método apriorístico y por el escaso desarrollo de las ciencias
naturales y psiquiátricas en tiempos pasados, de forma tan incompleta y con
principios tan peligrosos, que convierte las razones de una mayor defensa
social (como en casos de locura, embriaguez, minoría de edad, etc.) en razones
de impunidad para los malhechores.
La escuela positiva,
por el contrario, considera el delito como un fenómeno natural, que debe ser
determinado por múltiples causas naturales, y por tanto estudia al delincuente
más que al delito, adaptando a él los medios de defensa, considerando el delito
cometido como simple índice del poder dañino de quien lo comete.
Y es tan cierto que
esta innovación es producto de las condiciones sociales e intelectuales de
nuestra época, que encuentra reflejo en todo el movimiento científico y
artístico contemporáneo.
En el arte, al tipo
académico abstracto se le ha sustituido por el tipo vivo de la realidad; puede
haber habido exageraciones, reduciendo la pintura a la fotografía y
reproduciendo con demasiada frecuencia cosas feas y deformes, pero el abuso de
un principio nunca demuestra su falsedad.
El mismo movimiento se
ha dado en la medicina, también por obra de Tommasi, uno de los renovadores de
la medicina moderna e iniciador de la nueva escuela médica positiva; en el
sentido de que, mientras al principio de nuestro siglo se estudiaba la enfermedad
en abstracto, la nueva escuela quiere que se estudie al enfermo en sus
condiciones individuales, y que por tanto se cambie el remedio y sus
proporciones según los distintos individuos, incluso si el mal es el mismo.
En las ciencias
sociales encontramos otra confirmación de esta tendencia necesaria de nuestra
época hacia el movimiento positivista. Adam Smith, por ejemplo —que ocupa en la
economía política el lugar que Beccaria ocupa en el derecho penal— o más bien
sus seguidores, han estudiado los fenómenos económicos en sí mismos,
independientemente de las condiciones históricas de cada país. Representan, por
tanto, en la ciencia económica, la escuela clásica ortodoxa, que debe ceder el
paso a la escuela económica positiva, que estudia los fenómenos económicos en
las condiciones propias de cada pueblo, en cada tiempo y clima, en su realidad
relativa y transitoria.
Este movimiento
positivista, que se encuentra también en las artes y las ciencias, está
determinado por las necesidades históricas de nuestro tiempo, y como tal llega
oportuno y fecundo, renovando el ambiente científico en las escuelas
criminales.
De hecho, ahora las
publicaciones de la escuela clásica en materia de derecho penal son
evidentemente escasas, no solo en Italia sino también en Europa; y las pocas
que ven la luz representan —como me escribía un venerable maestro—
reproducción, pero no producción científica, desarrollándose todas, con mínimas
diferencias de fórmulas o conclusiones particulares, dentro de los mismos
rieles de los lugares comunes sobre el delito y la pena. Y la razón es simple:
una escuela científica no puede dar sino aquello que está en su íntima
naturaleza. Por tanto, toda escuela criminal tiene en sí misma su inicio,
desarrollo y decadencia senil. Así, en Italia, desde Beccaria hasta Carrara, la
ciencia criminal clásica ha cumplido un ciclo espléndido y glorioso, que ya ha
tenido su máxima expansión y por tanto no se le puede añadir nada más.
O si se le añade, no es
sino por un proceso ulterior de abstracciones, que alejan cada vez más las
normas científicas de la realidad terrestre, como lo demuestra el continuo y
vano esfuerzo del legislador italiano por formular en un código penal aquellas
sublimes máximas científicas que se rebelan demasiado contra las necesidades
prácticas de una legislación, para las cuales sin embargo deberían hacerse;
vanidad de trabajo legislativo que se evitó, sin embargo, en el código
comercial, a pesar de las mismas condiciones parlamentarias, precisamente por
una posible correspondencia entre las teorías jurídicas y la práctica de los
negocios.
Pues bien, ahora se
inicia una nueva expansión científica, que tiene una gran fecundidad de
trabajo, prueba evidente de su vibrante vitalidad, nueva irrigación de sangre
oxigenada en el cuerpo exhausto de la ciencia criminal.
Y así como en el bosque
los humores vitales, detenidos por el rigor del invierno, reanudan al sol de
primavera su eterno ciclo y reverdecen esa “bella familia de hierbas y
animales”, así en la ciencia criminal, con el movimiento vivificador de la
escuela positiva, las ideas reverdecen, reanudando su eterno ciclo, sin el cual
no existe humanidad.
Pasemos ahora a señalar
las inducciones fundamentales de la escuela positiva, que forman las líneas
iniciales de esa ciencia que puede llamarse sociología criminal, y que
trasciende los límites de una ciencia técnicamente jurídica, estudiando la vida
del organismo social en sus manifestaciones patológicas o criminales.
La escuela positiva se
desarrolla entre estos dos polos: investigar las causas naturales del delito y
señalar sus remedios eficaces, naturales y jurídicos.
Por tanto, se propone
alcanzar el objetivo práctico de la disminución de los delitos mediante el
estudio del delito como fenómeno natural, guiada por el criterio científico de
que primero deben investigarse pacientemente los hechos, para luego deducir las
ideas.
Del hecho, la idea: he
aquí el lema de la nueva escuela criminal, como ya lo es de toda la renovada
filosofía positiva, y he aquí el secreto de la maravillosa fecundidad moderna
en las ciencias naturales y sociales, y por tanto también en la sociología criminal.
Del hecho, la idea, porque —como dice Littré— de la máquina de la inducción no
se puede extraer más fuerza de conclusiones de la que se haya encerrado como
combustible de hechos.
El hecho, única fuente
por sí sola de verdad, porque es indiscutible: el hecho, que una vez
constatado, aunque no sea aprovechado por el primer investigador, está siempre
listo para liberar su energía iluminadora y fecundadora, como el grano de trigo
que vuelve a germinar después de seis mil años de oscuridad en las sepulturas
egipcias.
La idea, que sin el
hecho es fosforescencia que se desvanece, tras el brillante arco iris con que
fue concebida en el cerebro de Platón o de Hegel, y deja tras de sí solo la
ceniza estéril de una célula cerebral que ha trabajado.
Por tanto, hay que
comenzar por el estudio de los hechos. Y así lo hizo la nueva escuela criminal,
organizando y completando con unidad de método e intención las investigaciones
ya iniciadas aquí y allá desde los primeros años de este siglo, pero que hasta
ahora habían permanecido dispersas, incompletas y sin una conciencia precisa de
método científico, en los campos antropológico, psicológico y estadístico, en
lo que respecta a la vida del hombre delincuente.
Y dado que la
limitación del tiempo no me permite una exposición detallada y extensa de la
rica cosecha de hechos variados que, en los pocos años de su existencia, la
escuela criminal positiva ha aportado al patrimonio común de la ciencia
—gracias a la ardiente actividad de sus adeptos y a la virginidad del terreno
explorado— me bastará con señalar sus líneas generales, con una advertencia
preliminar.
Y es que, aunque en los
comienzos de toda ciencia, como en toda actividad humana, la división del
trabajo no sea posible en las proporciones que luego se vuelven necesarias en
los grados posteriores de evolución científica o industrial, ya desde ahora me
parece que puede constatarse, entre los primeros iniciadores de la escuela
criminal positiva, esta variedad de funciones científicas que se refleja
naturalmente en el grupo de compañeros, según sus inclinaciones mentales y sus
estudios: desde Puglia, para hablar solo de los italianos, desde Majno,
Barzilai, Virgilio, Amadei, Filippi, Romiti, Bonvecchiato, Riccardi, Cougnet,
Cosenza, Fioretti, Berenini, hasta Porto, Balestrini, Aguglia, Caluci,
Bolaffio, Pavia, Precone, Pugliese, Setti, De Paoli, Fazio, Frigerio, Tonnini,
Benelli, Lioy, De Vio y tantos otros.
Lombroso, naturalista y
psiquiatra, prepara sobre todo los materiales primarios antropológicos, base
necesaria de toda construcción jurídica o sociológica, con una originalidad y
fecundidad de investigaciones que lo hacen, sin duda, el verdadero fundador de
una nueva ciencia: la antropología criminal. Garofalo cumple la función
distinta de extraer más bien las inducciones técnicamente jurídicas de las
primeras conclusiones fácticas, apuntando especialmente a la legislación penal
y a sus posibles reformas, incluso en nuestros días, en este período de
transición. Otra persona, finalmente —cuyo nombre no importa aquí— se esfuerza
para que la renovación de la ciencia criminal tenga un alcance aún mayor, no
limitándose a una unión superficial entre la antropología y el derecho penal,
como algunos eclécticos estériles van diciendo, ni a una simple corrección de
principios jurídicos o artículos de ley, sino transformando, con una innovación
sustancial de método, la ciencia jurídica de los delitos y las penas en una verdadera
ciencia social, en una sociología criminal.
En esto precisamente
radica la diferencia entre la ciencia del derecho privado, civil o comercial, y
la ciencia criminal. Porque mientras las primeras estudian solo las relaciones
jurídicas de una actividad humana considerada abstractamente, deteniéndose en
los derechos y deberes de los contratantes y de los agentes, independientemente
de las condiciones antropológicas de estos y del entorno en que desarrollan su
actividad, la ciencia criminal, en cambio, debe ocuparse en primer lugar del
individuo agente: cómo nace, cómo vive, con qué tendencias y en qué ambiente,
hasta el punto en que trasciende al delito.
Y aunque también en el
derecho civil, en nuestros días, comienza a hacerse viva la conciencia de la
necesidad de poner a prueba y en parte renovar sus principios con los datos
relativos a las condiciones sociales de cada pueblo, sigue siendo cierto que en
el derecho civil, como ya en el derecho penal clásico, el agente permanece en
segundo plano, como término algebraico de aplicación de normas jurídicas
abstractas, mientras que en la sociología criminal ocupa el primer lugar, y
sobre él y el entorno en que vive se rastrean las causas de su actividad
criminal.
Es precisamente el
estudio de las causas naturales del delito lo que constituye el tema principal
y más vital, según la escuela positiva.
Un hombre mata a otro
hombre. He aquí el hecho externo: última fase de un proceso causal cuyos
momentos deben determinarse. Para que ese hombre haya podido cometer una acción
que repugna a la gran mayoría de sus semejantes, debe encontrarse, ante todo, en
condiciones personales distintas de las comunes, y debe haber encontrado en el
ambiente los estímulos y las condiciones que, además de hacerle concebir la
idea del delito, le hayan llevado a ejecutarlo.
Es decir, que las
diversas y múltiples causas naturales del delito se dividen en dos grandes
clases: los factores individuales o antropológicos y los factores externos, que
a su vez se subdividen en factores físicos —del entorno físico— y factores
sociales.
Comencemos por los
primeros. Entre lo físico y lo moral del hombre, aunque no se quiera —por
prejuicio de la filosofía tradicional— admitir el vínculo íntimo de causalidad
que las ciencias modernas evidentemente establecen, debe reconocerse siempre
una conexión fuerte y continua: por ello, el estudio de los factores
individuales o antropológicos se refiere, por un lado, a la constitución
orgánica del delincuente y, por otro, a su constitución psíquica o moral,
dependiente de aquella.
Pues bien, la
antropología criminal, con una serie cada vez mayor de observaciones no solo
sobre el cráneo, sino sobre el cerebro, los órganos de los sentidos, las
vísceras, la sensibilidad y toda otra manifestación biológica de los
delincuentes, ha observado o confirmado que en estos se encuentran anomalías
muy frecuentes, por las cuales los delincuentes —especialmente en su tipo más
común y peligroso— reproducen en nuestra civilización los caracteres del hombre
salvaje y primitivo.
Una evolución continua
transforma progresivamente a la humanidad, sin detenerse jamás; pero no todas
las razas humanas ni todos los individuos de una raza siguen los grados de esta
evolución de forma isométrica. Hay quienes la anticipan, hay quienes la retrasan;
y el hombre delincuente está retrasado, en relación con la raza civilizada a la
que pertenece, y reproduce en ella las formas de la barbarie primitiva.
Y no se diga que las
anomalías orgánicas encontradas en los delincuentes también se hallan en
hombres honestos y que, por tanto, no pueden considerarse síntomas específicos
de delincuencia. Porque no solo en los malhechores se acumulan, con mayor
frecuencia, muchas anomalías —de las cuales solo alguna se encuentra rara vez
entre los honestos—, y no solo también los honestos, o considerados tales (y
que, sin embargo, pueden haber cometido delitos ignorados o podrían cometerlos
en otra etapa de su vida) están a veces en un estado de regresión o de
detención del desarrollo, deteniéndose en la excentricidad, la locura, el
suicidio sin llegar al delito; sino sobre todo porque, cuando se habla de estas
anomalías en los delincuentes, no se afirma que todos los malhechores y ninguno
de los honestos deban tenerlas, sino que se constata simplemente una mayor
frecuencia de anomalías en unos que en otros. Entre 100 malhechores se
encuentran, aproximadamente, 25 normales y 75 anormales; viceversa, entre 100
honestos se encuentran 90 normales y 10 anormales: he aquí la diferencia,
relativa y no absoluta, pero más que suficiente para constituir un verdadero
carácter de raza diferente —o mejor dicho, de diferente desarrollo orgánico—
entre delincuentes y no delincuentes.
Lo mismo puede decirse
de la constitución psíquica o moral de los delincuentes, que no es otra cosa
que el reflejo de la constitución orgánica, íntimamente ligada a ella como el
derecho y el revés de una superficie. Y dado que la vida psíquica del hombre se
desarrolla entre el impulso del sentimiento y la dirección de la idea, al
estudiar el aspecto moral o ético de esta vida psíquica en los delincuentes,
hay que observar el estado del sentido moral, no solo como discernimiento entre
lo honesto y lo deshonesto, lo justo y lo injusto, sino sobre todo como la
estructura moral fundamental del individuo, sobre la cual se configuran —y
diría, se polarizan— todos los demás sentimientos egoístas y altruistas; así
como, en cuanto a la ideación, importa observar especialmente la fuerza
específica de previsión de la pena, como elemento inseparable en la dinámica
psíquica de la que surge el propósito y la acción criminal.
Ahora bien, cuando se
estudia al delincuente —no encerrado en el cálido gabinete de estudio, sino en
las cárceles y los manicomios— el primer rasgo psíquico que llama la atención
es precisamente la anormalidad de su sentido moral, casi siempre débil y muy a
menudo completamente ausente. Se está entonces ante un hombre que,
contrariamente a la opinión común, en la mayoría de los casos confiesa su
delito con una indiferencia a menudo humorística, y afirma no sentir ningún
remordimiento, y con frecuencia no oculta que, si se le presentara la ocasión,
lo repetiría; y dice que la prisión sufrida —que no sigue a todo delito, porque
muchos “se han salido con la suya”— no es, en definitiva, más que un
inconveniente del oficio, como lo es la explosión de gas para los mineros, el
derrumbe de la fábrica para los obreros, y así sucesivamente. En suma, un
hombre que tiene una estructura moral fundamental
Hoy se estudia al
delincuente no encerrado en el cálido gabinete de estudio, sino en las cárceles
y en los manicomios. El primer rasgo psíquico que llama la atención es
precisamente la anormalidad de su sentido moral, casi siempre débil y muy a
menudo completamente ausente. Se está entonces ante un hombre que,
contrariamente a la opinión común, en la mayoría de los casos confiesa su
delito con una indiferencia a menudo humorística, y afirma no sentir ningún
remordimiento. Frecuentemente no oculta que, si se le presentara la ocasión, lo
repetiría, y dice que la prisión sufrida —que no sigue a todo delito, porque
muchos “se han salido con la suya”— no es, en definitiva, más que un
inconveniente del oficio, como lo es la explosión de gas para los mineros, el derrumbe
de la fábrica para los obreros, y así sucesivamente. En suma, un hombre que
tiene una estructura moral fundamentalmente distinta de la del hombre honesto,
por la cual no siente repugnancia ante la idea criminal antes de ejecutarla, ni
remordimiento después del hecho ni de sus consecuencias.
También el hombre
honesto puede, en un momento crítico, verse atravesado por el relámpago
siniestro de una idea criminal; pero la imagen del delito no se arraiga en su
alma y, salvo en los casos de tormentas psicológicas desencadenadas por el
ímpetu de una pasión, esa idea resbala sobre el acero pulido de su conciencia
moral sin dejar huella. El delincuente, en cambio, en su tipo común, no siente
esa repugnancia ante la idea del delito o, si la siente —por ejemplo, ante el
homicidio— no la sentirá ante el robo, o viceversa. Así, poco a poco, sin gran
dificultad, su actividad psíquica queda atrapada en el engranaje de un proyecto
criminal y llega a la ejecución sin encontrar en su constitución moral ninguna
o muy débil fuerza repulsiva que lo detenga.
Lo contrario ocurre en
el hombre honesto, como cada uno puede sentir en sí mismo, y como lo relata,
por ejemplo, el ilustre psiquiatra Morel, quien cuenta que un día, al cruzar un
puente en París, sintió de repente la tentación de arrojar al río a un obrero
que estaba apoyado en la barandilla, y huyó por miedo a ceder a semejante
aberración... Denle a ese impulso una constitución moral menos fuerte y tendrán
un homicida “sin motivo” o “por pura maldad brutal”, como dicen los
criminalistas clásicos.
Las pruebas de esta
constitución psíquica anormal en los delincuentes son más que frecuentes:
cuando se ve a un acusado que sonríe cínicamente durante todo el desarrollo de
un proceso cruel o escandaloso, hay que decir que o es demente o carece de
sentido moral; y cuando luego mantiene esa misma actitud ante la condena e
incluso ante la ejecución capital, hay que concluir que está verdaderamente en
un estado de idiocia moral, que es psíquicamente anormal respecto al común de
los hombres.
Sin embargo, atención:
esta actitud apática del delincuente vulgar es diametralmente opuesta y tiene
una génesis y un significado moral completamente distintos del fuerte y sereno
heroísmo con que un mártir rubio de la libertad saluda sonriente el destello de
la guillotina política que está por consagrar su nombre a la veneración de todo
un pueblo...
El entorno natural o
físico representa la segunda categoría de factores criminales, y podemos
distinguir varios. El clima, el ciclo de las estaciones, la temperatura anual
determinan constantemente una variada manifestación del delito, de modo que los
delitos contra la propiedad —principalmente por razones económicas derivadas de
las condiciones atmosféricas— son mucho más frecuentes en los climas, meses y
años más fríos; mientras que los delitos contra las personas, por un efecto
fisio-psicológico directamente ligado a los fenómenos meteorológicos, son más
frecuentes en los climas y estaciones más cálidos. Asimismo, la producción
agrícola, por otro efecto sobre las condiciones económicas, es uno de los
determinantes más eficaces de la mayor o menor frecuencia de los delitos contra
la propiedad. Y así sucesivamente.
El entorno social,
finalmente, completa la serie de factores criminales, y para la categoría de
delincuentes ocasionales ofrece los impulsos más fuertes, debido a la densa red
de vínculos continuos que une al individuo con el organismo social en el que nace
y lucha por la existencia.
La opinión pública
influye poderosamente en ciertos delitos: por ejemplo, el duelo, frecuente
entre los pueblos latinos, es desconocido o casi inexistente en la moderna
Inglaterra; el infanticidio, tan común entre las razas latinas, es menos
frecuente entre los anglosajones, que castigan con el desprecio y con la ley al
seductor en lugar de a la víctima indefensa, empujada por él a la desesperación
final.
La estructura económica
es también uno de los grandes factores de la delincuencia; porque ciertamente
la miseria, aunque no sea el único determinante, es uno de los factores más
poderosos de la criminalidad. Y así, la estructura política también es causa de
ciertos delitos, como saben los antiguos dominadores extranjeros de nuestro
país, donde los llamados delitos políticos de conspiración y otros, fomentados
por la tiranía, desaparecieron al primer rayo de la independencia nacional. Y
así, las condiciones científicas de un país influyen en ciertas formas de
delincuencia, algunas fomentándolas y otras extinguiéndolas, como por ejemplo
la piratería, desaparecida con el toque mágico del vapor aplicado a la
navegación; los envenenamientos, reducidos por los avances de la química, y así
sucesivamente. Lo mismo puede decirse de todo el ordenamiento legislativo y
administrativo en general, que, al favorecer o impedir el desarrollo de las
tendencias naturales en los individuos asociados, puede contener su actividad dentro
de los límites jurídicos o empujarla hacia la violación del orden social, con
tanto mayor impulso de rebelión cuanto más obstinada y ciega haya sido la
presión del empirismo autoritario.
De lo que he dicho
brevemente se desprende una conclusión clara y espontánea: que la cantidad y la
especie de delitos cometidos cada año en cada país están determinadas por el
variado y continuo concurso de los tres órdenes de factores antes mencionados,
los cuales —más o menos según los distintos delitos y delincuentes— conspiran
todos en la determinación de la actividad criminal antisocial. Es decir, que la
pena, ya sea como motivo psicológico de una amenaza legislativa o como coerción
física sobre uno o varios individuos, no puede bastar por sí sola para impedir
el delito, que, teniendo una multiplicidad tan variada de causas, no puede
tener un solo y tan simple remedio, así como en el campo terapéutico no puede
existir una panacea para todas las causas morbosas.
De modo que del estudio
analítico de los diversos factores criminales surge de inmediato una gran
enseñanza práctica, mucho más fecunda que las más elevadas y abstrusas
elucubraciones jurídicas de la ciencia clásica: una enseñanza que, como voto
platónico, ya fue avanzada por la voz solitaria e ignorada de algunos
criminalistas más positivos por su temple intelectual, como Filangieri,
Bentham, Romagnosi, Carmignani, Ellero; pero una enseñanza que solo en estas
investigaciones preliminares de anatomía social encuentra, con la nueva
escuela, la base vital necesaria para un desarrollo científico ulterior que
conduzca a su aplicación práctica. Y es que, para contener la amenazante
corriente del delito, más que en las penas, la sociedad debe confiar en el
magisterio de aquellos medios de prevención indirecta, social, que yo llamé
sustitutivos penales, precisamente porque, una vez aplicados hasta donde puedan
llegar, secan la fuente criminal y, al eliminar el delito, eliminan la
necesidad de la pena.
Sistema de sustitutivos
penales que, sin embargo, se diferencia radicalmente de la habitual prevención
empírica de la policía, directa y violenta, que no se preocupa por rastrear y
eliminar o atenuar las causas remotas de la delincuencia, sino que se limita a
la fácil ilusión de poder suprimir los efectos cuando las causas persisten, y
que la mayoría de las veces se reduce a sustituir la violación del derecho
cometida por el agente de policía por la violación del derecho que estaba por
cometer el delincuente, cuando esta —como ocurre a menudo— no se suma como
violencia inútil al propio delito que no logra impedir, si no lo provoca.
Sistema de sustitutivos
penales que, en cambio, deriva de la determinación de las causas criminógenas,
así como la terapéutica deriva espontáneamente del diagnóstico clínico; pero
sistema que, como en la vida cotidiana, ante la dificultad de un diagnóstico
preciso y racional, se sustituye por el fácil empirismo de los remedios de
cuarta página; así también en la vida social queda descuidado para ceder el
lugar a la prevención miope o a la represión intempestiva.
Así vemos que cada vez
que se discute una ley en el Parlamento, se considera únicamente el objetivo
inmediato y más aparente que se propone, sin prever la repercusión que puede
tener sobre la actividad criminal.
Y viceversa, apenas la
atención pública se dirige, por una frecuencia inusual, a cierto tipo de hechos
criminales, toda la sabiduría del legislador se limita a proponer una ley que
los castigue o a añadir un artículo al código penal, sin pensar seriamente en
los medios indirectos que podrían haberlos impedido o reducido, mucho más
eficazmente que las leyes represivas, las cuales, tras el impacto inicial de su
aparición, acaban por no tener efecto alguno; tanto que ese desorden, no
tratado, se vuelve crónico y deja de observarse, simplemente porque ya ha
entrado en las previsiones habituales de la conciencia pública.
Por ejemplo: si en
lugar de aumentar las penas o de otorgar a los aduaneros la facultad de matar a
los contrabandistas que huyen, se redujeran las tarifas aduaneras, ¿cuánto
contrabando no se extinguiría?
Y si ustedes, con una
ley inspirada más en abstracciones metafísicas o en tradiciones antiguas,
establecen que dos personas puedan decidir en un solo momento su unión conyugal
para toda la vida —a pesar de lo imprevisible que tiene tan poderosa parte en nuestra
existencia— y luego, irritados por las continuas rupturas de ese vínculo
sagrado, creen que todo el remedio está en los artículos del código penal
contra el adulterio y el concubinato, ciertamente están haciendo una obra vana.
Den el divorcio, y verán que los cónyuges desafortunados disolverán legalmente
una cadena que, de otro modo, romperían mediante el delito.
Y cuando, con el alma
angustiada, recuerdo la gran desgracia que golpeó recientemente el corazón de
Italia, en nuestra Nápoles, y pienso en las lúgubres covachas donde yacen,
vegetando en la suciedad, familias enteras, sin aire, sin luz, en un monstruoso
enredo de cuerpos humanos, me pregunto qué sorpresa puede causarnos la continua
violación del pudor, y con qué conciencia se dispone la sociedad a castigarla,
siendo ella misma quien consiente semejantes horrores a criaturas humanas...
Den aire, den luz, regeneren la sangre de esa gente miserable, y el cielo
dejará de ser, para tanta parte del pueblo, una burla dolorosa, y el delito
será diezmado.
Así, cuando en una
ciudad se suceden obstinadamente los asaltos nocturnos, vale mucho más una
abundante iluminación que un escuadrón de guardias para ahuyentar a los
agresores.
Así, a la luz del
pensamiento libre, han desaparecido aquellos supuestos delitos de hechicería y
magia que tejieron gran parte de la historia criminal de la Edad Media, como
otras formas delictivas fueron barridas por el huracán purificador de la
Revolución Francesa.
Lo cual confirma que,
al extremo y estéril remedio de las penas, urge anteponer una serie de medidas
indirectas que eliminen o reduzcan las causas mismas del delito, en los más
diversos campos de la legislación social.
Así se perfila la
primera parte de la sociología criminal, en su función diagnóstica de patología
social, a la que responde, por íntima conexión, el tratamiento del delito.
Y aquí, al cambiar
totalmente el punto de partida, varía también el punto de llegada entre la
escuela positiva y la escuela clásica del derecho penal.
Para esta última, como
dije, toda la génesis del delito reside en el punto matemático del libre
albedrío, y todos los delincuentes se reducen, en sus facultades intelectuales
y morales, a un tipo único, abstracto, correspondiente a la media de los demás hombres
honestos.
Para la escuela
positiva, en cambio, el delito no es más que un síntoma que contribuye a
determinar la fisonomía del delincuente, quien puede, por la dinámica diversa
de los factores criminales, presentar —como de hecho presenta— múltiples
variedades antropológicas. De las cuales, debiendo aquí limitarme como de
costumbre a los resultados últimos y resumidos de largas investigaciones
experimentales, describiré solo, a grandes rasgos, sus diferentes actitudes.
Ante todo, hay una
distinción fundamental entre dos categorías típicas de delincuentes. La primera
comprende a todos aquellos que, marcados por la degeneración hereditaria y
criados en ambientes corruptos, presentan con máxima frecuencia las anomalías
orgánicas y psíquicas antes mencionadas. Hombres que encuentran en el entorno
externo el pretexto para su delito, pero que sienten el impulso inicial y la
atracción instintiva del mismo dentro de sí, repugnantes al trabajo honesto,
brutalmente feroces o despreocupadamente ociosos, salvajes perdidos en nuestra
civilización.
La segunda clase
comprende a los delincuentes ocasionales, que, aunque tienen en sí la
predisposición al delito —por debilidad del sentido moral y escasa previsión—
encuentran sin embargo en el entorno externo, en la concurrencia de
circunstancias especiales, el impulso decisivo para delinquir.
En la naturaleza, sin
embargo, todo es relativo; no existen distinciones tan precisas como las que
hacemos por necesidad de estudio y pensamiento. Los extremos están bien
definidos entre sí, pero los grados intermedios se suceden con matices
indefinidos. Así, incluso las dos clases fundamentales de delincuentes, que la
observación común y la experiencia de varios directores de cárceles y
estudiosos de disciplinas penitenciarias ya habían distinguido —sin extraer de
ello ninguna de las aplicaciones que la nueva escuela ha extraído y seguirá
extrayendo— no están tan claramente separadas entre sí ni son homogéneas en sí
mismas, como para no admitir otras subcategorías, que mis estudios de
antropología criminal han determinado precisamente en las siguientes.
En la primera clase,
hay que distinguir de inmediato a los delincuentes afectados por una forma
común de alienación mental, constatada ya antes del exceso criminal o solo
después de este: son los delincuentes locos. De ellos, a través de las formas
psicopatológicas hasta ahora tan indeterminadas —como la locura moral y la
epilepsia (que recientemente Lombroso, con feliz intuición y completa
demostración positiva, ha demostrado idénticas en su naturaleza a la verdadera
neurosis criminal congénita)— se pasa al tipo propiamente dicho de los
delincuentes natos, incorregibles, que constituyen la figura característica de
esta primera clase antropológica y presentan las anomalías orgánicas y
psíquicas más frecuentes y marcadas, junto con los dos caracteres específicos
de la precocidad y la reincidencia en el delito.
Entre esta primera
clase de delincuentes por tendencia congénita y la segunda de delincuentes
ocasionales, se encuentra una subcategoría bastante numerosa: los que yo llamé
delincuentes por hábito adquirido. Quien visite las cárceles con intención
científica se encuentra muy a menudo con la figura macilenta de un malhechor
—por lo general ladrón— cuya vida no es más que una sucesión de caídas y
recaídas, un ir y venir entre la cárcel, la taberna y el burdel, pero que sin
embargo no estaba verdaderamente predestinado al delito por un impulso tan
profundo e invencible como el de los delincuentes natos. Son individuos que
caen por primera vez más bien por una ocasión desafortunada, pero que, llevados
a prisión, encuentran allí —en lugar de corrección— corrupción moral y
material, y cuando salen, abandonados por la sociedad, sin trabajo, sospechosos
para los honestos, se entregan al alcoholismo, a la ociosidad y reinciden
nuevamente, retomando la misma vida apenas liberados, y llegando así, de cárcel
en cárcel, de reincidencia en reincidencia, a la completa ruina moral, a la
delincuencia crónica e incorregible. Son, pues, delincuentes ocasionales que se
volvieron incorregibles solo por complicidad del entorno social, pero que,
mejor atendidos, habrían abandonado sin duda, en la mayoría de los casos, el
camino del delito tras la primera caída.
Y así se pasa a la
figura típica de la segunda clase: el delincuente ocasional que cae una primera
vez, pero luego, por una menor debilidad de constitución física y moral y por
circunstancias menos desgraciadas, no reincide o lo hace solo una vez y con gran
intervalo, porque el entorno externo ya no repite contra él el asalto de las
ocasiones seductoras.
Y así se llega a la
última variedad de delincuentes, que representan el tipo exagerado del
delincuente ocasional y que, mientras se acercan aún más que este al hombre
honesto, ofrecen a veces algunos puntos de contacto con los delincuentes locos
o semilocos, debido a su temperamento neurótico, excitable, que los hace ser,
según la expresión de Maudsley, verdaderas “cosas explosivas”; y estos son los
delincuentes por impulso de pasión. Es siempre el impulso externo, como en los
delincuentes ocasionales, el que tiene la mayor parte en el empuje criminal;
pero mientras en aquellos el impulso externo es un incentivo no
excepcionalmente fuerte, en los delincuentes por pasión es un verdadero huracán
psicológico (el amor frustrado, el dolor justo, la gravísima provocación) que
los empuja al delito, casi siempre de sangre, cometido a plena luz, sin
emboscada, y seguido pronto por arrepentimiento y a menudo por suicidio,
mientras antes habían vivido toda una vida intachable. Se encuentran, por
tanto, en el caso verdadero —aunque mucho más raro de lo que comúnmente se
afirma— de la llamada “fuerza irresistible”.
Así, cuando Romagnosi
decía que cualquiera de nosotros puede violar el código penal, afirmaba algo
cierto, siempre que se restrinja su hipótesis a estos casos: ya que es tan
cierto que en el delito concurren factores antropológicos junto con los del
entorno externo, que cada uno de nosotros puede tener la absoluta certeza
—salvo en caso de alienación mental sobrevenida— de que nunca cometerá uno de
esos delitos que revelan al delincuente nato: asesinato por robo, por encargo,
violación de niños, asalto armado, etc.; mientras que, lamentablemente,
cualquiera de nosotros puede ser arrastrado al homicidio o a la agresión por un
impulso súbito de violenta pasión, permaneciendo sin embargo en la clase de los
desdichados sin entrar jamás en la de los malhechores vulgares, como ya la
conciencia popular nos lo afirma diariamente en los veredictos de los jurados.
Estas son, pues, las
variedades antropológicas del mundo criminal: los delincuentes locos —natos,
incorregibles— por hábito adquirido —ocasionales— por impulso de pasión; para
cada una de las cuales la escuela positiva propone medios diversos y apropiados
de prevención y represión. Ya que es fácil ver, después de lo dicho, que a la
diversidad de causas determinantes del delito en las distintas categorías de
delincuentes debe necesariamente corresponder no solo la diversidad de los
medios profilácticos, sino también la de los medios represivos, cuando aquellos
no logran impedir este o aquel delito.
Y esto porque en las
distintas categorías de malhechores es distinta aquella que Garofalo, desde los
inicios de la nueva escuela, llamó “temibilidad del delincuente”, estableciendo
desde entonces como piedra angular del nuevo edificio científico un criterio
positivo de penalidad, sobre el cual deberé volver más adelante.
Ahora bien, delineadas
las causas naturales del delito, surge de inmediato la pregunta natural que ya
el sentido común, con la facilidad de sus respuestas tajantes, ha opuesto y
sigue oponiendo a la escuela positiva como su mayor escollo: ¿cómo es posible,
si el delito es el efecto necesario e inevitable de causas naturales y no de la
libre voluntad de quien lo comete, seguir hablando lógicamente de
responsabilidad y punibilidad del delincuente?
El concepto de
responsabilidad, según la opinión común, el derecho penal clásico —que la sigue
dócilmente— y las legislaciones positivas que la formalizan, se basa
completamente en la idea del libre albedrío o de la libre voluntad individual,
dominante y no dominada.
Este concepto, en
cambio, no puede ser aceptado por la escuela positiva, la cual, en nombre y por
mandato de la fisio-psicología experimental, no puede admitir en el hombre una
potencia de libre voluntad superior a la determinación natural y necesaria de
las causas físicas, fisiológicas y psíquicas que en cada instante presionan
sobre el individuo que delibera y actúa.
Ahora bien, incluso
concediendo en una hipótesis inicial o más indulgente que esta negación del
libre albedrío no esté apodícticamente demostrada por la fisio-psicología
actual, ello no impondría menos a la ciencia criminal el deber lógico de
retirar al concepto de responsabilidad —que concierne a la función cotidiana de
defensa social— una base tan fuertemente y desde tantos frentes seriamente
cuestionada como es la del supuesto libre albedrío humano, para sustituirla por
un fundamento mucho más positivo y menos sujeto a discusión o duda. Sería como
si el higienista —y por él el legislador en materia de defensa contra
enfermedades epidérmicas— pretendiera fundar todo un sistema de medidas
preventivas o coercitivas sobre una hipótesis rechazada por la ciencia moderna
o cotidianamente cuestionada.
Sin añadir además que
yo, por mi parte, como todos los seguidores de la escuela criminal positiva, no
solo cuestionamos, sino que negamos rotundamente la admisibilidad de un libre
albedrío o de una libertad moral, absoluta o limitada. Y esto, con la autoridad
que nos otorgan las inducciones más seguras de la fisio-psicología, de la
antropología criminal y las confirmaciones de la estadística criminal, que
revela —con el aumento microscópico de los grandes números— la repetición
constante y regular de los delitos, como de otros hechos que se creían
dependientes únicamente del libre albedrío: los matrimonios, los nacimientos,
los suicidios, y sus perturbaciones determinadas por causas extraordinarias,
cesadas las cuales retoman su curso rítmico y en gran parte previsible.
Negamos rotundamente el
supuesto del libre albedrío, ante todo porque descubrimos el origen natural de
la ilusión común que lo afirma, dependiente únicamente de la ignorancia o
inconsciencia de las causas físicas o fisio-psicológicas que preceden y determinan
cada una de nuestras decisiones; tanto es así que, cuando de un acto humano se
conocen o se sienten por parte del agente los motivos determinantes y
decisivos, desaparece la idea de que ese acto sea libre.
Pero, en segundo lugar,
sobre todo porque el libre albedrío —absoluto o limitado—, la facultad de que
la voluntad humana pueda decidirse en sentido distinto o contrario al que está
determinado en cada instante por la suma de los motivos presentes, percibidos o
no, choca diametralmente con dos leyes universales del propio pensamiento
humano. La primera, que todo efecto supone una causa o un conjunto de causas, y
está necesariamente determinado por ellas; dadas esas causas, no podría ser
distinto de lo que es, y no se puede, por tanto, admitir en la voluntad humana
una excepción milagrosa a esta ley de causalidad, que es —como decía— la
condición misma del pensamiento humano. La segunda, que las fuerzas se
transforman, pero nada se crea ni se destruye; y por tanto el acto humano, que
es la transformación de una deliberación volitiva, y esta, que es la
transformación de movimientos físicos anteriores que afectan a un individuo
dado, no pueden ser nada más ni nada menos de lo que estaba contenido, por
fuerza y dirección, en los antecedentes inmediatos.
No podría, entonces, la
voluntad humana —que no es una facultad en sí misma, sino la abstracción y el
recuerdo de todos los actos volitivos individuales de los que cada uno ha
tenido conciencia en su vida, actos individuales que son los únicos que existen
realmente, momento a momento— no podría, la voluntad humana, ex nihilo, por un
solo fiat de una supuesta libertad, añadir o quitar nada a la determinación de
las causas que en un momento dado la solicitan, la empujan, la presionan, la
deciden en un sentido determinado, que es, por tanto, el resultado de las
diversas fuerzas presentes.
Y la experiencia
cotidiana puede ofrecernos las pruebas más convincentes. Cada uno de nosotros
ha experimentado cuánto varía, en energía y carácter, nuestra voluntad bajo el
imperio de circunstancias especiales: físicas (como el estado de la atmósfera,
el siroco, etc.), fisiológicas (como la digestión, la irritación nerviosa, la
excitación, el agotamiento, el ocio o el ejercicio muscular), o psíquicas (como
el éxito o el fracaso de una obra nuestra, la visión continua de cosas alegres
o tristes, el amor o el odio); todas circunstancias que, en su origen, son
ciertamente independientes de nosotros y que, solo por una ilusión nuestra,
creemos dominar, cuando en realidad somos dominados por ellas.
Cada uno de nosotros
habrá experimentado cómo, por la mañana, tras un sueño reparador, nos sentimos
ágiles o fuertes y dispuestos a actuar, con decisiones voluntarias rápidas,
claras y precisas; y cómo, en cambio, después de muchas horas de trabajo mental
o muscular, nos sentimos débiles también moralmente, sin energía de voluntad,
vacilantes entre hacer y no hacer, incapaces de iniciativa, de decisiones
rápidas y seguras. Y así, por una determinada constitución fisio-psicológica,
hay quienes tienen normalmente una voluntad enérgica y pronta, y quienes, por
carácter, son siempre apáticos o vacilantes, incapaces de resoluciones firmes y
sostenidas, no por efecto de su libre albedrío, sino por construcción orgánica
y psíquica: y lo mismo vale tanto para el hombre honesto como para el hombre
inclinado al delito.
Y así, para terminar
con un último ejemplo: así como con el café podemos modificar artificialmente
el curso, la fluidez y la riqueza de las ideas, también con una pequeña
cantidad de alcohol podemos modificar artificialmente el estado, la energía de
la voluntad, fortaleciéndola; mientras que con el uso continuo y desmedido del
mismo alcohol, la voluntad se debilita o se corrompe, llegando en los casos
extremos a las últimas fases de la degeneración moral y física de un hombre,
empujándolo del trabajo honesto y regular al ocio y al delito.
Pero, se repite,
admitido todo esto, ¿cómo responsabilizar a alguien por lo que realiza bajo la
tiranía del organismo o del entorno? ¿No se trastorna así y se anula todo
criterio moral y jurídico de la pena?
Parece una pregunta
terrible para quien está atrapado en los hábitos mentales de la filosofía
tradicional; y sin embargo, es una pregunta que basta responder con la más
sencilla observación de los hechos cotidianos.
Así como la sociedad
recompensa, premia y acaricia a los hombres por cualidades independientes de
ellos, pero que han heredado por fortuna al nacer —como el genio poético,
científico o artístico, la voz privilegiada o los dedos de acero—, así también
la sociedad castiga y sanciona a los hombres sin atender a su culpabilidad,
sino guiándose únicamente, por suprema necesidad de su existencia, por los
efectos dañinos de sus acciones. Y al hacerlo, la sociedad, en todo el campo de
la actividad ajena al código penal, no hace más que seguir una ley natural, que
también rige en el mundo físico.
La naturaleza reacciona
siempre con una sanción muda pero inexorable contra quien viola sus leyes:
quien se asoma demasiado por una ventana, incluso con las mejores intenciones,
cae y muere; quien come en exceso, aunque sin motivos innobles de glotonería,
quien ingiere, con las mejores intenciones, una sustancia nociva, enferma y
sufre, y a veces muere; quien abusa del trabajo mental o muscular, incluso por
un fin noble, termina con demencia o anemia.
Así, en la vida social,
el distraído que, sin malas intenciones, pero con el continuo pesar de su
defecto y el sincero propósito siempre renovado de corregirse, tropieza con los
transeúntes, hace caer un objeto valioso o causa daño a otros, es evitado, reprendido,
mal visto. Se puede reconocer que “no es culpa suya” ser así, pero la reacción
social no deja de producirse ante sus acciones individuales dañinas o
incómodas. El comerciante, el industrial, que por amor al bien, al progreso, al
beneficio social, inicia una nueva empresa y tiene la desgracia de fracasar,
quiebra, queda en la miseria, aunque se reconozca que no tuvo mala intención,
sino todo lo contrario.
¿Y qué más? Quien
comete un acto antijurídico sin voluntad de hacerlo, es castigado no solo con
la reacción social de la opinión pública o las consecuencias económicas, sino
con una verdadera condena penal, como en el caso del “homicidio involuntario”.
Entonces, la sociedad
no siempre exige la voluntad malvada y libre para aplicar su desprecio, su
abandono o sus penas a quien comete un acto contrario a las condiciones de su
existencia, un acto antisocial.
¿Por qué, entonces,
solo en los delitos se debería exigir, como condición de punibilidad, esa
voluntad malvada y libre que, en la mayoría de los casos, la sociedad no exige?
Esto significa dos
cosas: I. Que este criterio de la libertad moral como condición de
responsabilidad penal es un residuo de ideas pasadas, inspiradas en la
expiación religiosa, que en el campo estrictamente jurídico ya no tienen razón
de ser. II. Que, por tanto, la sociedad considera responsable a todo individuo
por toda acción que haya realizado, y reacciona ante ella de forma útil o
perjudicial para quien la ha cometido, según sea útil o perjudicial para la
sociedad en la que se ha realizado.
Es, en suma, la suprema
necesidad de su propia conservación, a la que debe obedecer el organismo social
como cualquier otro organismo viviente, la única y positiva razón del derecho a
castigar, que mucho más propiamente debería llamarse derecho de defensa social.
Tenga o no sentido
moral, tenga o no libertad moral al cometer el delito: quien lo comete es un
individuo peligroso, antisocial, y la sociedad reacciona contra él por una
necesidad innegable de defensa o conservación propia.
Esta es la realidad
clara y sencilla, la única concebida por el sentido común, sin necesidad de
fórmulas abstrusas y más o menos clásicas.
Solo que —y aquí está
la función de la sociología criminal— la sociedad debe reaccionar de forma
diferenciada según la distinta potencia dañina, antisocial, del individuo en
cuestión y de la acción que ha cometido.
Y es precisamente aquí
donde la diversidad de los factores criminales y la consecuente distinción de
las diversas categorías de delincuentes determina la variedad de medios
defensivos contra el delito, que la sociología criminal señala a la sociedad,
trascendiendo las estrechas líneas del código penal y adentrándose, como ya
dije, en el campo más amplio y fértil de la prevención, coordinando en las
siguientes cuatro categorías todas las formas de defensa social:
1.
Los medios preventivos o de higiene
social, que buscan impedir la aparición misma del delito.
2.
Los medios reparadores o de
indemnización civil, que hasta ahora han quedado letra muerta, debido a la
separación ilógica impuesta por la ciencia clásica entre el derecho penal
represivo, el derecho civil coercitivo y las medidas preventivas.
3.
Los medios represivos temporales,
que pueden ser algunos de los que actualmente constituyen casi todo el arsenal
punitivo.
4.
Y finalmente, los medios
eliminativos, por los cuales la sociedad, al reconocer absolutamente inadaptado
a la vida social a un determinado individuo, lo excluye de su organismo,
mediante una función de desasimilación que, en todo organismo viviente, es ya
la base misma de la vida, que lucha contra los elementos no asimilables.
Y estas diversas formas
de defensa social están subordinadas a estos dos criterios fundamentales de la
sociología criminal: I. Que la sociedad debe ante todo dedicar su esfuerzo
principal, constante e inquebrantable, a la aplicación de los medios preventivos,
en lugar de esperar a que el mal esté hecho para luego castigar sin reparar.
II. Que, ante un delito cometido, la peligrosidad del delincuente debe ser la
norma fundamental para oponer solo el medio reparador, recurrir al medio
represivo o, finalmente, llegar al extremo medio eliminativo.
Sin embargo, en
relación con esta eliminación de los delincuentes más peligrosos e
incorregibles, se presenta nuevamente la tan debatida cuestión de la pena
capital.
Contrariamente a la
escuela clásica, los positivistas del derecho penal son unánimes en considerar
que la pena de muerte, inscrita en todos los momentos de la existencia mundial,
es la consecuencia natural o legítima de los hechos y de las inducciones antes
mencionadas; frente a ciertos individuos, refractarios a toda regla de vida
social, no cabe duda de que la sociedad tiene derecho —porque se encuentra en
la necesidad— de eliminarlos, de suprimirlos, de matarlos.
Pero entre partir
teóricamente de este principio jurídico y llegar a la aplicación práctica de la
pena de muerte, yo creo, como buen positivista que no descuida la realidad, que
media un espacio que hay que ver si es posible y útil cruzar.
Los delincuentes contra
los cuales, sin duda, la pena de muerte sería únicamente aplicable son los
autores de homicidios acompañados de tales circunstancias de hecho y con tales
características antropológicas que los colocan sin duda en la categoría más peligrosa
de los malhechores. Es decir, todos o casi todos los homicidios calificados,
los asaltos con homicidio o con sevicia, y gran parte de los homicidios
llamados simples según los criterios clásicos, pero que revelan, por la
reincidencia o por su móvil, igual grado de peligrosidad en sus autores: es
decir, tomando las cifras de los condenados anualmente por las Assise por estos
delitos, en Italia, entre 1500 y 2000 individuos cada año.
Ahora bien, aunque se
sustituyeran los actuales modos teatrales de ejecución capital por métodos
menos dolorosos o más rápidos, como un potente veneno o una fuerte descarga
eléctrica, ¿sería posible en nuestro país, con nuestras costumbres, una
carnicería permanente de seis o siete ejecuciones capitales por cada día del
año? No vacilo en negarlo y en alcanzar, por otra vía, la conclusión de que en
nuestro país la pena de muerte no es aplicable en esas proporciones, que serían
las únicas capaces de hacerla eficaz como selección artificial de los elementos
más peligrosos; pues es fácil ver que esta razón principalísima, por la cual
puede sostenerse positivamente la pena de muerte, no permite que se aplique a
seis o siete individuos al año, sin mencionar siquiera la poco seria costumbre
de dejar escrita en el código una pena que luego no se aplica.
Y la otra razón
poderosísima por la cual afirmo la inaplicabilidad de la pena capital en
nuestro país, en nuestra época, es la posibilidad de sustituirla por otros
medios eliminativos. Estos son: la cadena perpetua — la deportación ultramarina
— la deportación interna.
La cadena perpetua es
ciertamente el menos útil de estos medios, aunque dentro de los muros de la
cárcel pueda organizarse racionalmente el trabajo de los condenados. Queda la
deportación: pero esta, cuando es ultramarina, ya ha sido demostrada como impotente
e ineficaz por la experiencia de Inglaterra, que cuenta con tantas fuerzas
marítimas y una vasta red de colonias; ni la persistencia de Francia en este
sistema sirve para disminuir sus inconvenientes, que serían aún más graves para
nuestro país, por razones evidentes.
Por eso yo reservaría
toda o casi toda (admitiendo en ciertos límites la cadena perpetua) la función
eliminativa a la deportación de toda una categoría de delincuentes a nuestras
tierras aún no redimidas de la malaria, que tan tristemente empañan el purísimo
cielo de nuestra Italia. No me detiene la duda de si la sociedad tiene derecho
a enviar a una muerte lenta a quien dice condenar a cadena perpetua: porque,
por un lado, cuando la pena esté sancionada así en la ley, será lo que es, sin
subterfugios ni reticencias; y por otro, porque si esta terrible diosa Fiebre
no puede ser apaciguada sin una hecatombe de hombres por miles, no veo por qué
no deban sucumbir primero los malhechores y ser salvados los obreros honestos.
No es justo ni humano
pedir a los obreros honestos que pierdan la vida en el saneamiento de esas
tierras desoladas como premio a un trabajo santo. Que vayan ellos, los
delincuentes, y no en grupos homeopáticos, como se ha hecho hasta ahora en el
Agro Romano, atrofiando un principio fecundo, sino en falanges numerosas, que
vayan a las primeras obras de saneamiento de las marismas (seguidos luego por
los obreros honestos), y que se rediman así, con el holocausto de sus vidas,
por el mejoramiento económico y moral de esa sociedad a la que tanto daño
infligieron con sus miserables actos…
Estas son las
conclusiones principales a las que llega desde ahora la sociología criminal,
guiada por los hechos observados y que antes he mencionado. Vendrán otras
conclusiones, y cada día los horizontes de esta ciencia renovada se expanden
luminosos; pero ya desde ahora las investigaciones de la escuela criminal
positiva tienen tal valor de verdad, que un gran talento napolitano —de quien
me separa una diferencia sustancial de principios políticos y sociales, pero
cuya robustez mental no puede negarse— Ruggero Bonghi, proclamaba que solo de
ellas “la legislación penal en Italia puede esperar la corrección de las
enfermedades morales y mentales que se han introducido”.
Y ahora, llegado al
término de esta rápida travesía por el campo de la ciencia criminal renovada,
permitid que el corazón, también libre, se expanda y libere una cálida oleada
de sangre hacia el cerebro, para que al razonamiento mesurado siga el latido del
sentimiento, que embellece la vida.
Me despido de vosotros
con un augurio que tiene para mí todo el encanto de los deseos más elevados. En
las provincias septentrionales de Italia predomina la voluntad, en las
meridionales el ingenio: que llegue pronto el día en que se dé la fraternidad
entre la voluntad y el ingenio, y veremos a la Patria cumplir sus grandes
destinos.
Pero el corazón también
quiere expresar su gratitud por vuestra acogida, que, encendida por la comunión
de edad y de altos ideales —cada vez más altos— me seguirá como dulce eco del
alma en la tranquila oasi medieval que me espera con el ritmo paciente del
estudio cotidiano. Me seguirá como recompensa elevada, inesperada, como
aprobación elocuente de aquello que, sin duda, no juzgasteis en mí como
petulante vanagloria, sino como entusiasmo fuerte y sereno por la ciencia. Por
esa ciencia que, habiendo sustituido a la otra fe —de la cual nos deslumbró el
espejismo irisado— con la fe de la vida por la Patria, ya no debe afirmarse,
como en tiempos pasados, dentro del círculo restringido de la escuela aislada
del mundo, sino que debe mostrar que ella también, en el alma de sus
cultivadores, palpita y vive la vida de nuestra Patria, y acelera su más alta
expansión en el camino resplandeciente del progreso humano con su obra, noble y
santa también, porque es fecunda de un porvenir santo.
La conferencia fue
estenografiada por la Sociedad Estenográfica Partenopea, presidida por R.
Maietti. (Nota del autor).
FIN.
NOTA
1 En este punto de mi discurso, si la prisa que me apremiaba —y que me hizo
omitir tantas otras referencias— y la intensa emoción no me hubieran negado la
oportunidad, habría debido recordar, como ya hice en varias de mis
publicaciones, el nombre de dos firmes defensores del positivismo científico,
profesores de filosofía e historia del derecho en la Universidad de Nápoles:
Angiulli y Bovio.
Algunas diferencias
secundarias de perspectiva científica me separan de Angiulli, uno de mis
maestros en psicología positiva; y una diferencia fundamental en la aplicación
del método científico me separa de Bovio, quien en su Ensayo Crítico sobre el Derecho Penal
se detuvo en la crítica silogística, sin añadir una reconstrucción científica,
ni siquiera en la reedición de 1883, tras el amplio desarrollo de la escuela
criminal positiva, allí no mencionada.
Pero esto no me impide
agradecer la ocasión de reparar un silencio que lamentaría si alguien lo
atribuyera a intolerancia o a sentimientos mezquinos, muy alejados de mí como
de cualquiera que, sin admitir para sí ni para otros el monopolio de la verdad,
valora a los pensadores no tanto por la calidad de sus ideas como por la
potencia científica con que las defienden.
Análisis de la conferencia de Enrico Ferri
(1885)
1. Contenido central: ciencia, diagnóstico y
defensa social
La conferencia de Ferri en la Universidad de Nápoles es una exposición
apasionada y rigurosa del programa de la escuela criminal positiva. Sus ejes
fundamentales son:
- Rechazo
del libre albedrío como base de la responsabilidad penal: Ferri niega la existencia
de una voluntad libre y propone que el delito es producto de causas
naturales, físicas, psíquicas y sociales.
- Clasificación
antropológica de los delincuentes: distingue entre delincuentes natos,
ocasionales, por hábito adquirido, por impulso de pasión y locos,
proponiendo para cada tipo medidas diferenciadas de prevención y
represión.
- Crítica
a la pena de muerte:
aunque reconoce su fundamento teórico como medio de eliminación social, la
considera inaplicable en Italia por razones culturales, éticas y
prácticas.
- Propuesta
de defensa social:
plantea cuatro formas de reacción social: prevención, reparación civil,
represión temporal y eliminación, subordinadas al criterio de
“temibilidad” del delincuente.
- Llamado
a la sociología criminal: Ferri propone trascender el derecho penal
clásico y construir una ciencia empírica del delito, basada en hechos y
orientada a la utilidad social.
Contexto histórico y científico
Italia y Europa en 1885
- Unificación
reciente:
Italia había completado su proceso de unificación nacional apenas dos
décadas antes. El país enfrentaba graves problemas sociales, económicos y
sanitarios, especialmente en el sur.
- Crisis
del derecho penal clásico: la escuela de Carrara y Pessina, basada en
el libre albedrío y la lógica jurídica, mostraba límites frente al aumento
de la criminalidad y la incapacidad de las penas para prevenir el delito.
- Ascenso
del positivismo científico: influido por Darwin, Comte y Spencer, el
positivismo proponía estudiar los fenómenos sociales como hechos
naturales, observables y medibles. Ferri aplica este paradigma al delito.
Ferri como figura bisagra
- Ferri
articula el pensamiento de Lombroso (biológico) y Garofalo (jurídico) en
una síntesis sociológica.
- Su
enfoque combina antropología, psicología, estadística y política criminal.
- Aunque
positivista, Ferri mantiene una sensibilidad ética y social que lo
distingue de los determinismos más rígidos.
Surgimiento del positivismo penal en Europa
- Italia: epicentro del positivismo
penal, con Lombroso, Garofalo y Ferri como figuras fundacionales.
- Francia: influencias en la
criminología clínica y el estudio del medio social (Tarde, Lacassagne).
- Alemania
y Austria: más
cautelosos, pero receptivos a la estadística criminal y la sociología
jurídica.
- Reino
Unido:
fuerte tradición liberal, pero con aportes empíricos desde la medicina
legal y la psicología.
El positivismo penal se expandió rápidamente en América Latina,
especialmente en Argentina, Brasil y México, donde influyó en la codificación
penal y en la criminología institucional.
Criminología crítica y debates actuales
Ruptura epistemológica (años 60–70)
- Criminología
crítica:
autores como Louk Hulsman, Nils Christie, Michel Foucault y Alessandro
Baratta cuestionan el aparato penal como instrumento de control social,
más que de justicia.
- Abolicionismo
penal:
propone la eliminación del sistema penal como forma de superar la
violencia institucional.
- Justicia
restaurativa:
busca reparar el daño y restaurar vínculos, en lugar de castigar.
Críticas al positivismo
- Determinismo
biológico: se
rechaza la idea de “delincuente nato” por su sesgo racial, clasista y
pseudocientífico.
- Neutralidad
científica: se cuestiona
la pretensión de objetividad del positivismo, señalando su función
ideológica.
- Función
del castigo: se
debate si el sistema penal realmente protege a la sociedad o reproduce
desigualdades.
Aportes contemporáneos
- Criminología
verde:
estudia el daño ambiental y la impunidad corporativa.
- Criminología
feminista:
analiza el género como categoría estructural del castigo y la
victimización.
- Criminología
cultural:
explora las narrativas, símbolos y representaciones del delito en la
sociedad.
Visión actualizada: ¿qué queda de Ferri?
Vigencia
- Su
enfoque etiológico sigue inspirando estudios empíricos sobre factores de
riesgo y prevención.
- La
idea de “defensa social” ha evolucionado hacia políticas públicas
integrales de seguridad, salud y educación.
- Su crítica
al formalismo jurídico y su apuesta por una ciencia del delito siguen
siendo relevantes.
Superación
- La
criminología actual reconoce la complejidad del delito como fenómeno
relacional, estructural y simbólico.
- Se
privilegia la interdisciplinariedad, la participación comunitaria y la
justicia transformadora.
- Se
rechaza la estigmatización, el punitivismo y la exclusión como respuestas
legítimas al conflicto social.
Conclusión
La conferencia de Ferri es un monumento intelectual que marca el tránsito
entre el derecho penal clásico y la sociología criminal moderna. Su pasión por
la ciencia, su compromiso con la justicia social y su visión estratégica de la
prevención siguen inspirando. Pero hoy, la criminología crítica nos invita a ir
más allá: a repensar el castigo, a despenalizar la pobreza, a restaurar
vínculos y a construir sociedades más justas, donde el derecho penal no sea el
único lenguaje posible frente al conflicto.
De Ferri a la Criminología Crítica: una
genealogía del pensamiento penal
1. Enrico Ferri: ciencia, defensa social y
clasificación del delincuente
Ferri representa el momento de transición entre el derecho penal clásico
y la sociología criminal moderna. Su propuesta de una criminología
etiológica, basada en la observación de hechos, la clasificación
antropológica del delincuente y la defensa social, buscaba superar el
formalismo jurídico y construir una ciencia útil para la sociedad.
Aunque su enfoque fue revolucionario en su época, hoy se reconoce que el
positivismo penal incurrió en determinismos biológicos, naturalizaciones de la
exclusión y justificaciones técnicas de la violencia institucional.
Eugenio Raúl Zaffaroni: crítica al poder
punitivo
Zaffaroni retoma la tradición crítica del pensamiento penal
latinoamericano y la lleva a una profundidad teórica y política sin
precedentes. En obras como Derecho penal y poder o La cuestión
criminal, plantea que:
- El
sistema penal no es un instrumento de justicia, sino un dispositivo de
control social que reproduce desigualdades.
- La
criminología positivista —incluida la de Ferri— contribuyó a legitimar la
selectividad del castigo, al construir “tipos peligrosos” y justificar la
exclusión.
- La
única función legítima del derecho penal es la limitación del poder
punitivo, no su expansión.
Zaffaroni propone una criminología crítica, garantista y abolicionista,
que desnaturalice el castigo y lo someta a control constitucional, ético y
político.
Alessandro Baratta: sociología crítica del
derecho penal
Baratta, influido por el marxismo y la teoría crítica de Frankfurt,
desarrolla una criminología de la marginación, que denuncia:
- La
función ideológica del derecho penal como instrumento de reproducción de
la estructura social.
- La
falsa neutralidad del saber jurídico, que oculta su función de
legitimación del poder.
- La
necesidad de una criminología de los derechos humanos, que
reoriente el saber penal hacia la emancipación social.
Baratta recupera el impulso sociológico de Ferri, pero lo transforma en
una crítica estructural del sistema penal, incorporando el análisis de clase,
ideología y poder.
Loïc Wacquant: el castigo como política
neoliberal
Wacquant, sociólogo francés radicado en EE.UU., analiza el auge del
punitivismo en las sociedades neoliberales. En obras como Las cárceles de la
miseria y Castigar a los pobres, sostiene que:
- El
Estado penal ha sustituido al Estado social: se recorta el bienestar y se
expande la represión.
- El
sistema penal no combate el delito, sino que gestiona la pobreza, la
marginalidad y la racialización.
- La
criminología positivista —como la de Ferri— contribuyó a construir una
“ciencia del enemigo”, que naturaliza la exclusión y la violencia
institucional.
Wacquant propone una sociología del castigo que revele las conexiones
entre economía, política y penalidad, desmontando el mito de la neutralidad
técnica.
Judith Butler: performatividad, vulnerabilidad
y justicia
Aunque no es criminóloga, Butler aporta claves fundamentales para
repensar el derecho penal desde la filosofía política y la teoría de género:
- La performatividad
del castigo: el derecho penal no solo sanciona, sino que produce
identidades, cuerpos y subjetividades.
- La vulnerabilidad
como categoría ética: el castigo debe ser repensado desde la fragilidad
compartida, no desde la lógica de la exclusión.
- La
crítica a la normatividad violenta: el derecho penal reproduce
normas de género, raza y clase que excluyen y patologizan.
Desde Butler, podemos releer a Ferri como un autor que, aunque buscaba
humanizar el castigo, terminó reforzando categorías peligrosas de normalidad y
desviación.
Conclusión: ¿qué hacemos hoy con Ferri?
- Reconocemos
su valor histórico:
Ferri fue un pionero en vincular derecho, ciencia y sociedad. Su crítica
al formalismo jurídico y su apuesta por la prevención siguen siendo
relevantes.
- Revisamos
sus límites: su
clasificación antropológica, su visión de la peligrosidad y su propuesta
de eliminación social deben ser cuestionadas desde una ética de los
derechos humanos.
- Reformulamos
su legado:
desde Zaffaroni, Baratta, Wacquant y Butler, podemos construir una
criminología crítica, plural, garantista y transformadora, que no solo
estudie el delito, sino que interrogue el poder que lo define, lo castiga
y lo reproduce.
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