Autor: Alexis
Carrel
CAPÍTULO II
La Incógnita del
hombre
Una de las mejores obras
del siglo XX
I
Necesidad de elección en
la masa de datos heterogéneos que poseemos acerca de nosotros mismos.– El concepto operacional de Bridgman.– Su aplicación en el estudio de los seres vivos.– Conceptos biológicos.– La mezcla, de conceptos de las diferentes
ciencias.– Eliminación de los
sistemas filosóficos y científicos, de las ilusiones y de los errores – El papel de las conjeturas.
Nuestra
ignorancia de nosotros mismos es de una naturaleza particular. No proviene ni
de la dificultad de procurarnos las informaciones necesarias, ni de su
inexactitud ni de su rareza. Es debida, al contrario, a la extrema abundancia y
a la confusión de las nociones que la humanidad ha acumulado a su propio
respecto, durante el curso de las edades. Y también a la división de nosotros
mismos en un número casi infinito de fragmentos por las ciencias que se han
dividido el estudio de nuestro cuerpo y de nuestra conciencia. Este
conocimiento ha permanecido en gran parte inutilizado. De hecho, es
difícilmente utilizable. Su esterilidad se traduce por la pobreza de los
esquemas clásicos que son la base de la medicina, de la higiene, de la
pedagogía y de la vida social, política y económica. Sin embargo, existe una
realidad viviente y rica en el gigantesco conjunto de definiciones,
observaciones, doctrinas, deseos y sueños que representa el esfuerzo de los
hombres hacia el conocimiento de ellos mismos. Al lado de los sistemas y de las
conjeturas de los sabios y de los filósofos, se encuentran los sistemas
positivos de la experiencia, de las generaciones pasadas y una multitud de
observaciones conducidas con el espíritu y a veces con la técnica de la
ciencia. Se trata únicamente de hacer, en estas cosas disparatadas, una
elección juiciosa.
Entre
los numerosos conceptos que se refieren al ser humano los unos son
construcciones lógicas de nuestro espíritu. No se aplican a ningún ser
observable por nosotros en el mundo. Los otros son la expresión pura y simple
de la experiencia. A tales conceptos, Bridgman ha dado el nombre de conceptos
operacionales. Un concepto operacional equivale a la operación o a una serie de
operaciones, que deben hacerse para adquirirlos. En efecto, todo conocimiento
positivo depende del empleo de cierta técnica. Cuando se dice que un objeto
tiene la longitud de un metro, ello significa que el objeto tiene la misma
longitud que una varilla de madera, o de metal cuya extensión fuera igual a la
medida del metro conservada en París en
La
precisión de un concepto cualquiera, depende la exactitud de las operaciones
que sirven para adquirirlo. Si se define al hombre como compuesto de materia y
de conciencia, se emite una proposición vacía de sentido. Porque las relaciones
de la materia corporal y de la conciencia no han sido, hasta el presente,
conducidas al campo de la experiencia. Pero se puede dar del hombre una definición
operacional considerándolo como un todo indivisible que manifiesta actividades
físico-químicas, fisiológicas y psicológicas. En biología como en física, los
conceptos sobre los cuales es preciso edificar la, ciencia, aquellos que
permanecerán siempre verdaderos, están ligados a ciertos procesos de
observación. Por ejemplo el concepto que tenemos hoy día respecto de las
células de la corteza cerebral, con sus cuerpos piramidales, sus
prolongamientos dentríticos y su lisa enjundia, es el resultado de las técnicas
de Ramón y Cajal. Es, pues, un concepto operacional y no cambiará sino con el
progreso futuro de la técnica. Pero decir que las células cerebrales son el
asiento de los procesos mentales, es una afirmación sin valor, porque no existe
medio de observar la presencia de un proceso mental en el interior de las
células cerebrales. Únicamente el empleo de los conceptos operacionales nos
permite construir sobre terreno sólido. En el cúmulo inmenso de observaciones
que poseemos sobre nosotros mismos debemos elegir los hechos positivos que
corresponden a lo que existe, no sólo en nuestro espíritu, sino también en la
naturaleza.
Sabemos
que los conceptos operacionales que se relacionan con el hombre, los unos le
son propios, los otros pertenecen a todos los seres vivientes; los otros, en
fin, son aquellos de la química, de la física y de la mecánica. Hay tantos
sistemas diferentes como capas diferentes en la organización de la materia
viva. Al nivel de los edificios electrónicos, atómicos y moleculares, que existen
en los tejidos del hombre como en los árboles o en las nubes, es preciso
emplear los conceptos de «continuum» espacio-tiempo, de energía, de
fuerza, de masa, y también aquellos de tensión osmótica, de carga eléctrica, de
iones, de capilaridad, de permeabilidad, de difusión. Al nivel de los agregados
más grandes que las moléculas, aparecen los conceptos de “micelle",
de dispersión, de absorción, de floculación. Cuando las moléculas y sus
combinaciones han edificado las células, y las células se han asociado en
órganos y en organismos, es preciso agregar a los conceptos precedentes, los de
cromosoma, de génesis, de herencia, de adaptación, de tiempos fisiológicos, de
reflejos, de instintos, etc. Se trata de los conceptos fisiológicos propiamente
dichos. Estos coexisten con los conceptos físico-químicos, pero no le son
reductibles. En el estado más alto de su organización, existen, aparte de las
moléculas, las células y los tejidos, un conjunto compuesto de órganos, de
humores y de conciencia., Los conceptos físico-químicos y fisiológicos se hacen
insuficientes. Hay que agregar los conceptos psicológicos, que son específicos
del ser humano. Tales son la inteligencia, el sentido moral, el sentido
estético, el sentido social. A las leyes de la termo-dinámica, y a las de la
adaptación, por ejemplo, nos vemos obligados a sustituir los principios del
mínimo de esfuerzo, por el máximo de goce o de rendimiento, la persecución de
la libertad, de la igualdad, etc.
Cada
sistema de conceptos no puede emplearse de manera legítima sino en el dominio
de la ciencia a la cual pertenece. Los conceptos de la física, de la química,
de la fisiología, son aplicables a las capas superpuestas de la organización
corporal. Pero no es permitido confundir los conceptos propios de una capa
determinada, con los que son específicos de otra. Por ejemplo, la segunda ley
de la termo-dinámica indispensable al nivel molecular es inútil al nivel
psicológico donde se aplica el principio del menor esfuerzo para el máximo de
goce. El concepto de la capilaridad y el de la tensión osmótica, no alumbran lo
suficiente los problemas de la conciencia. La aplicación de un fenómeno
psicológico en términos de fisiología celular, o de mecánica electrónica, no es
más que un juego verbal. Sin embargo, los fisiólogos, del siglo XlX y sus
sucesores, que se perpetúan entre nosotros, han cometido ese error, procurando
reducir al hombre entero a la físico-química. Esta generalización injustificada
de nociones exactas, ha sido la obra de sabios excesivamente especializados. Es
indispensable que cada sistema de conceptos conserve su rango propio en la
jerarquía de las ciencias.
La
confusión de los conocimientos que poseemos sobre nosotros mismos, proviene
sobre todo de la presencia, entre los hechos positivos, de residuos de sistemas
científicos, filosóficos y religiosos. La adhesión de nuestro espíritu a un
sistema cualquiera, cambia el aspecto y la significación de los fenómenos
observados por nosotros. En todos los tiempos, la humanidad ha sido contemplada
a través de cristales teñidos por las doctrinas, las creencias y las ilusiones.
Son estas nociones falsas e inexactas las que importa suprimir. Como lo
escribiera antes Claude Bernard, es preciso desembarazarse de los sistemas
filosóficos y científicos, como podría arrancarse las cadenas a una esclavitud
intelectual. Esta liberación no se ha realizado aun. Los biólogos, y sobre todo
los educadores, los economistas y los sociólogos, se encuentran frente a
problemas de una complicación extrema, cediendo a menudo a la tentación de
construir hipótesis, para elaborar en seguida artículos de fe. Los sabios se
han mantenido inmovilizados en fórmulas tan rígidas como los dogmas de una
religión. En todas las ciencias encontramos el recuerdo embarazoso de
semejantes errores. Uno de los más célebres, ha dado lugar a la gran querella
de bis vitalistas y los mecanicistas cuya futilidad nos sorprende hoy día. Los
vitalistas pensaban que el organismo era una máquina cuyas partes se integraban
gracias a un factor no físico-químico. Después de ellos, los procesos
responsables de la unidad del ser viviente, se dirigieron por un principio
independiente, una entelequia, una idea análoga a la del ingeniero que
construye una máquina. Este agente autónomo, no era una forma de energía y no
creaba energía. No se ocupaba sino de la dirección del organismo.
Evidentemente, la entelequia no es un concepto operacional. Es una pura
construcción del espíritu. En suma, los vitalistas consideraban el cuerpo como
una máquina dirigida por un ingeniero a quien llamaban entelequia. Y no se
daban cuenta de que este ingeniero, esta entelequia, no era otra cosa que su
propia inteligencia. En cuanto a los mecanicistas, creían que todos los
fenómenos fisiológicos y psicológicos son explicables por las leyes de la
física, de la química y de la mecánica. Construían también, de esa manera, una
máquina de la cual ellos venían a ser el ingeniero. En seguida, como lo hace
notar Woogger, olvidaban la existencia de este ingeniero. Este concepto no es
operacional. Es evidente que el mecanicismo y el vitalismo deben ser dejados de
lado por las mismas razones que debe dejarse de lado otro sistema cualquiera.
Hace falta al mismo tiempo liberarnos de la masa de ilusiones, errores,
observaciones mal hechas, falsos problemas perseguidos por los débiles de
espíritu de la ciencia, los pseudo-descubrimientos de los charlatanes y los
sabios celebrados por la prensa cotidiana. Y también, de aquellos trabajos
tristemente inútiles, largos estudios de cosas sin significación, inextricable
confusión que se levanta como una montaña, desde que la investigación
científica se ha convertido en profesión, como la de los maestros de escuela,
pastores y empleados de banco.
Hecha,
ya esa eliminación, nos quedan los resultados de los pacientes esfuerzos de
todas las ciencias que se ocupan del hombre, y el tesoro de observaciones y
experiencias que ellas han acumulado. Basta con buscar en la historia de la
humanidad, para encontrar la expresión más o menos neta de todas estas
actividades fundamentales. Al lado de las observaciones positivas y de los
hechos evidentes, hay una cantidad de cosas que no son ni positivas ni
evidentes y que no deben ser, sin embargo, rechazadas. Ciertamente, los
conceptos operacionales solos permiten colocar el conocimiento del hombre sobre
una base sólida. Pero, únicamente también, la imaginación creadora puede
inspirarnos las conjeturas y los ensueños de donde deberá nacer el plan de las
construcciones futuras. Es preciso, pues, continuar haciéndonos preguntas que,
desde el punto de vista de la sana crítica científica, no tienen sentido
alguno. Por otra parte, aunque procuráramos prohibir a nuestro espíritu la
investigación de lo imposible y de lo inconocible, no lo lograríamos. La
curiosidad es una necesidad de nuestra naturaleza humana. Es un impulso ciego,
que no obedece a regla alguna. Nuestro espíritu se infiltra en torno de las cosas
del mundo exterior y en las profundidades de nosotros mismos, de manera tan
irresistible y carente de razón, como explora un ratoncillo con ayuda, de sus
patitas hábiles los menores detalles del sitio donde está encerrado. Es esta
curiosidad quien nos fuerza a descubrir el universo. Nos arrastra
irresistiblemente en su persecución por lo más desconocidos caminos. Y las
montañas infranqueables se desvanecen ante ellas como el humo dispersado por el
viento.
II
Es indispensable hacer un
inventario completo.– Ningún aspecto
del hombre debe parecernos privilegiado.–
Evitar dar una importancia exagerada a alguna parte del mismo con perjuicio de
las otras.– No limitarse a lo que es
sencillo.– No suprimir lo que es
inexplicable.– El método
científico es aplicable a toda la extensión del ser humano.
Es
indispensable hacer de nosotros mismos un examen completo. La pobreza de los
esquemas clásicos proviene de que, a pesar de la extensión e nuestros
conocimientos, jamás nos hemos observado de una manera general. En efecto, no
se trata de coger el aspecto que presenta el hombre en cierta época o en
ciertas condiciones de vida, sino de conocerlo en todas sus actividades,
aquellas que se manifiestan ordinariamente y también aquellas que pueden
permanecer virtuales. Una información tal no es obtenible sino por la
investigación cuidadosa en el mundo presente y en el pasado, manifestaciones de
nuestros poderes orgánicos y mentales, e igualmente, por un examen a la vez
analítico y sintético de nuestra constitución y de nuestras relaciones físicas,
químicas y psicológicas con el medio exterior. Es preciso seguir el sabio
consejo de Descartes en el “Discurso
del Método” dado a aquellos
que buscan la verdad, y dividir nuestro sujeto en tantas partes corno sea
necesario, para hacer de cada una de ellas un inventario completo. Pero debemos
saber, al mismo tiempo, que esta división no es sino un artículo metodológico,
que está creado por nosotros y que el hombre permanece siendo un todo
indivisible.
No
hay territorios privilegiados. En la inmensidad de nuestro mundo interior, todo
tiene un significado. No podemos escoger únicamente lo que nos conviene a gusto
de nuestros sentimientos; de nuestra fantasía, de la forma científica y
filosófica de nuestro espíritu. La dificultad o la oscuridad de un objeto no es
razón suficiente para abandonarle. Deben emplearse todos los métodos. Lo
cualitativo es tan verdadero como lo cuantitativo. Las relaciones expresables
en lenguaje matemático no poseen una realidad mayor que las que no lo son. Darwin,
Claude Bernard y Pasteur que no pudieron describir sus descubrimientos con
fórmulas algebraicas, fueron tan grandes sabios como Newton y Einstein. La
realidad no es necesariamente clara, y sencilla. No podemos tener la seguridad
de que sea siempre inteligible para nosotros. Por lo demás, se presenta bajo
formas infinitamente variadas. Un estado de conciencia, el hueso húmero, una
llaga, son cosas igualmente verdaderas. Un fenómeno no logra su interés por la
facilidad con la cual nuestros técnicos se aplican a su estudio. Debe ser
juzgado en función, no de observador y de sus métodos, sino de sujeto, de ser
humano. El dolor de la madre que ha perdido a su hijo, la angustia del alma
mística sumergida en la noche oscura, el sufrimiento del enfermo devorado por
un cáncer, son de una evidente realidad, aunque no sean mensurables. No tenemos
derecho mayor de abandonar el estudio de los fenómenos de clarividencia que los
de la cronaxia de los nervios, bajo el pretexto de que la clarividencia no se
produce a voluntad y no se mide, mientras que la cronaxia puede medirse con un
método científico. Es preciso servirse en este inventario de todos los medios
posibles y contentarse con observar, lo que no puede medirse.
Sucede
a menudo que se da una importancia exagerada a cualquier parte a costa de las
otras. Estamos obligados a considerar en el hombre sus . diferentes aspectos:
físico-químico, anatómico, fisiológico, metapsíquico; intelectual, moral,
artístico, religioso, económico, social, etc. Cada sabio, gracias a una
deformación social bien conocida, se imagina que conoce al ser humano mientras
que, en realidad, no ha, cogido de él sino una parte minúscula. Los aspectos
más fragmentarios se consideran como capaces de expresar el todo. Y estos
aspectos son tomados al azar de la moda que, de cuando en cuando, da más
importancia, al individuo que a la sociedad, a los apetitos fisiológicos o a
las actividades espirituales, a la potencia del músculo o a la del cerebro, a la,
belleza o a la utilidad, etc. Es por ello que el hombre se nos aparece con
múltiples facetas. Elegimos arbitrariamente entre éstas las que nos convienen y
olvidamos a las otras.
Otros
de los errores consiste en cercenar del inventario parte de la realidad. Y ello
se debe a multitud de causas. Estudiamos con preferencia los sistemas
fácilmente aislables, aquellos que son únicamente abordables por métodos
sencillos. Abandonamos, en cambio, los más complejos. Nuestro espíritu gusta de
la precisión y de la seguridad de las soluciones definitivas Existe en él una
tendencia casi irresistible a elegir los sujetos de estudio, más por su
facilidad técnica y su claridad, que por su importancia. Por esta razón, los
fisiólogos modernos se ocupan sobre todo de los fenómenos físico-químicos que
se observan en los animales vivos y abandonan los procesos fisiológicos y la
psicología. Lo mismo, los médicos se especializan en sujetos cuyas técnicas son
sencillas y ya conocidas, mucho más que en el estudio de las enfermedades
degenerativas, de las neurosis y las psicosis que exigirían la intervención de
la imaginación y la creación de nuevos métodos. Cada cual sabe, sin embargo,
que el descubrimiento de algunas leyes de la organización de la materia viva,
sería más importante que, por ejemplo, la del ritmo de las pestañas vibrátiles
de las células de la tráquea. Sin duda alguna valdría, mucho más emancipar a la
humanidad del cáncer, de la tuberculosis, de la arterioesclerosis, de la
sífilis y de los males innumerables aportados por las enfermedades mentales y
nerviosas, que absorberse en el estudio minucioso de los fenómenos
físico-químicos de importancia secundaria que se producen en el curso de las
enfermedades. Las dificultades técnicas son las que nos conducen a veces a eliminar
ciertos sujetos del dominio de la investigación científica y a rehusarles el
derecho de hacerse conocer por nosotros.
A
veces, los hechos más importantes son completamente suprimidos. Nuestro
espíritu tiene una tendencia natural a arrojar a un lado, lo que no entra en el
cuadro de las creencias científicas o filosóficas de nuestra época. Los sabios,
después de todo, son hombres. Están impregnados, por lo tanto, por los
prejuicios de su medio y de su tiempo. Creen de buena fe que lo que no es explicable
por las teorías corrientes, no existe. Durante el período en que la fisiología
se encontraba identificada a la físico-química, el período de Jacques Loeb y de
Bayliss, el estudio de los fenómenos mentales se abandonó. Nadie se interesaba
en la psicología y en las enfermedades del espíritu. Aun hoy día, la telepatía
y los otros fenómenos metapsíquicos se consideran como ilusiones por los sabios
que se interesan únicamente en el aspecto físico-químico de los procesos
fisiológicos. Los hechos más evidentes son ignorados cuando tienen una
apariencia heterodoxa. Por todas estas razones el inventario de las cosas
capaces de conducirnos a una concepción mejor del ser humano ha permanecido
incompleto. Es preciso, pues, volver a la observación ingenua de nosotros
mismos bajo todos nuestros aspectos, no abandonar ningún detalle, y describir
sencillamente lo que vemos.
En
principio, el método científico no parece aplicable al estudio de la totalidad
de nuestras actividades. Es evidente que nosotros, los observadores, no somos
capaces de penetrar en todas la regiones en que se prolonga la persona humana.
Nuestras técnicas no cogen lo que no tienen dimensiones ni peso. No alcanzan
sino las cosas colocadas en el espacio y el tiempo. Son impotentes para medir
la, vanidad, el odio, el amor, la belleza, la elevación hacia Dios del alma
religiosa, el ensueño del sabio y el del artista. Pero registran con facilidad
el aspecto fisiológico y los resultados materiales de esos estados
psicológicos. El juego frecuente de las actividades mentales y espirituales, se
expresa por cierto comportamiento, ciertos actos, cierta actitud hacia nuestros
semejantes. De este modo es como las actividades morales, estéticas, místicas,
pueden ser exploradas por nosotros, Tenemos también a nuestra disposición los
relatos de aquellos que han viajado en esas regiones desconocidas. Pero la
expresión verbal de sus experiencias es, en general, desconcertante. Aparte del
dominio intelectual, nada es definible de manera clara. Ciertamente, la
imposibilidad de medir una cosa no significa su no existencia. Cuando se navega
en la niebla, las rocas invisibles no están por ello menos presentes. De cuando
en cuando, sus contornos amenazantes aparecen de súbito. En seguida la nube se
cierra sobre ellas. Lo mismo ocurre con la realidad evanescente de las visiones
de los artistas y sobre todo de los grandes místicos. Estas cosas, inasibles
por medio de nuestras técnicas, dejan sin embargo sobre los iniciados una
visible huella. De esta manera indirecta es como la ciencia conoce el mundo
espiritual donde, por definición, no puede penetrar. El ser humano se
encuentra, pues, entero, en la jurisdicción de las técnicas científicas.
III
Es preciso desarrollar una
ciencia verdadera del hombre.– esta es más
necesaria que las ciencias mecánicas, físicas y químicas.– Su carácter analítico y sintético.
En
suma, la critica de los conocimientos que poseemos nos proporciona nociones
positivas y numerosas. Gracias a estas nociones, podemos hacer un inventario
completo de nuestras actividades. Este inventario nos permitirá construir
esquemas más ricos que los esquemas clásicos.
Pero
el progreso así obtenido no será muy grande. Es preciso ir más lejos y edificar
una ciencia verdadera del hombre. Una ciencia que, con ayuda de todas las
técnicas conocidas, haga una exploración más profunda de nuestro mundo
interior, y realice también la necesidad de estudiar cada parte en función del
conjunto. Para desarrollar una ciencia tal, sería necesario, durante algún
tiempo, alejar nuestra atención de los progresos mecánicos, y aun en cierta
medida, de la higiene clásica, de la medicina, y del aspecto puramente material
de nuestra existencia. Cada cual se interesa en lo que aumenta la riqueza y el
confort, pero nadie se da cuenta de que es indispensable mejorar la calidad
estructural, funcional y mental de cada uno de nosotros. La salud de la
inteligencia y de los sentimientos afectivos, la disciplina moral y el
desarrollo espiritual son tan necesarios como la salud orgánica y la prevención
de las enfermedades infecciosas.
No
existe ninguna ventaja en aumentar el número de las invenciones mecánicas.
Quizás, incluso. sería conveniente dar menos importancia a los descubrimientos
de la física, d e la astronomía y de la química. Ciertamente, la ciencia pura
no nos aporta jamás directamente el mal. Pero se torna peligrosa cuando, por su
belleza fascinadora, encierra por completo nuestra inteligencia en la materia
inanimada. La humanidad debe hoy día concentrar su atención sobre sí misma y
sobre las causas de su incapacidad moral e intelectual. ¿A qué aumentar el
confort, el lujo, la belleza, la grandeza y la complicación de nuestra
civilización si nuestra, debilidad no nos permite dirigirla? – Es realmente inútil continuar la elaboración de
un modo de existencia que trae consigo la desmoralización y la desaparición de
los elementos más nobles de las grandes razas. Valdría más ocuparnos de
nosotros mismos que construir enormes telescopios para explicar la estructura
de las nebulosas, fabricar barcos rapidísimos, automóviles de un confort
supremo, radios maravillosas. ¿Cuál será el progreso verdadero que lleguemos a
obtener cuando los aviones nos transporten en escasas horas a Europa o a
Hace
falta que nuestra curiosidad se encamine por rutas diferentes a aquellas por
donde hasta ahora ha marchado. Debe dirigirse de lo físico y de lo fisiológico
hacia lo mental y lo espiritual. Hasta el presente, las ciencias de las cuales
se, ocupan los seres humanos, han limitado su actividad sólo a, ciertos
aspectos de ellas mismas. No han logrado sustraerse a la influencia del
dualismo cartesiano. Han estado dominadas por el mecanicismo. En filosofía, en
higiene, en medicina, lo mismo que en el estudio de la pedagogía o de la
economía política y social, la atención de los investigadores ha sido atraída
sobre todo por el aspecto orgánico, humoral o intelectual del hombre. No se ha
detenido en su forma afectiva y moral, en su vida interior, en su carácter, en
sus necesidades estéticas y religiosas, en el “substratum” común de los fenómenos orgánicos y psicológicos,
en las relaciones profundas del individuo y de su medio mental y espiritual.
Hace falta, pues, un cambio radical de orientación. Ese cambio exige, a la vez,
especialistas dedicados a las ciencias particulares que se han dividido nuestro
cuerpo y nuestro espíritu, y sabios capaces de reunir, en conjunto, los
descubrimientos de los especialistas. La ciencia nueva debe progresar, por un
doble esfuerzo de análisis y de síntesis, hacia una concepción del hombre
bastante completa y simple para servir de base a nuestra acción.
IV
Para analizar al hombre
hacen falta multitud de técnicas.– Son las técnicas
las que han creado la división del hombre en partes.– Los especialistas.– Sus peligros.– Fragmentación indefinida del sujeto.– La necesidad de sabios no especializados.– Cómo mejorar los resultados de las
investigaciones.– Disminución del
número de sabios y establecimiento de condiciones propias a la creación
intelectual.
El
hombre no es divisible en partes. Si se aislasen sus órganos unos de otros,
dejaría de existir. Aunque indivisible, presenta aspectos diversos. Sus
aspectos son la manifestación heterogénea de su unidad a nuestros órganos de
los sentidos. Puede compararse a una lámpara eléctrica que se muestra bajo
formas diferentes a un termómetro, a un voltímetro y a una placa fotográfica.
No somos capaces de tomarlo entero directamente en su sencillez. Le asimos por
medio de nuestros sentidos y de nuestros aparatos científicos. Siguiendo
nuestros medios de investigación, su actividad nos aparece como física, química,
fisiológica o psicológica. A causa de su propia riqueza, exige ser analizado
por técnicas variadas. Al expresarse a nosotros por intermedió de estas
técnicas adquiere naturalmente la apariencia de la multiplicidad.
La
ciencia del hombre se sirve de todas las otras ciencias. Es una de las razones
de su dificultad. Para estudiar, por ejemplo, la influencia de un factor
psicológico sobre un individuo sensible, hace falta, emplear los procedimientos
de la medicina, de la fisiología, de la física y de la química. Supongamos, por
ejemplo, que una mala noticia se le anuncie a alguien. Este suceso psicológico
puede traducirse a la vez por un sufrimiento moral, por trastornos nerviosos,
por desórdenes de la circulación sanguínea, por modificaciones físico-químicas
de la sangre, etc. En el hombre, la más sencilla de las experiencias exige el
uso de métodos y de conceptos de muchas ciencias a la vez. Si se desea examinar
el efecto de cierto alimento animal o vegetal sobre un grupo de individuos, es
preciso conocer primero la composición química de este alimento. Y en seguida,
el estado fisiológico y psicológico de los individuos sobre los cuales deben
conducirse estos estudios, y sus caracteres ancestrales. En fin, en el curso de
la experiencia se registran las modificaciones de peso, de la talla, de la
forma del esqueleto, de la fuerza muscular, de la susceptibilidad a las
enfermedades, de los caracteres físicos, químicos y anatómicos de la sangre, de
equilibrio nervioso, de la inteligencia, del valor, de la fecundidad, de la
longevidad, etc.
Es
evidente que ningún sabio es capaz, por sí solo, de alcanzar la maestría en las
técnicas necesarias para el estudio de un solo problema humano. Asimismo, el
progreso del conocimiento de nosotros mismos exige especialistas variados.
Cada, especialista se, absorbe en el estudio de una parte del cuerpo o de la
conciencia, o de sus relaciones con el medio. Es anatomista, fisiólogo,
químico, psicólogo, médico, higienista, educador, sacerdote, sociólogo,
economista. Y cada especialidad se divide en trozos más y más pequeños. Existen
especialistas para la fisiología de las glándulas, para las vitaminas, para las
enfermedades del recto, para la educación de los niños pequeños, para la de los
adultos, para la higiene de las fábrica, para la de las prisiones, para la
psicología de todas las categorías de individuos, para la economía doméstica,
para la economía rural, etc. etc. Y gracias a, la división del trabajo, se han
desarrollado las ciencias particulares, la especialización de los sabios es
indispensable. Le resulta imposible a un especialista, engolfado activamente en
la prosecución de su propia tarea, conocer el conjunto del ser humano. Esta
situación se ha hecho necesaria por la enorme extensión de cada ciencia. Pero
ofrece ciertos peligros. Por ejemplo, Calmette, que se había, especializado en
la bacteriología, quiso impedir la propagación de la tuberculosis entre la
población de Francia. Naturalmente, prescribió el empleo de la vacuna que había
inventado. Si, en lugar de ser un especialista, hubiese tenido conocimientos
más generales de higiene y de medicina, habría aconsejado medidas que
interesaran, a la vez, a la habitación, la alimentación, el modo de trabajo y
los hábitos de vida de las gente. Un hecho análogo se produjo en Estados Unidos
en la organización de las escuelas primarias. John Dewey, que es un filósofo,
emprendió la tarea de mejorar la educación de los niños. Pero sus métodos se
dirigieron únicamente al esquema, niño que su deformación profesional le
representaba. ¿Cómo una educación tal podría convenir al niño concreto?
La
especialización extrema de los médicos es más peligrosa aún. El ser humano
enfermo, ha sido dividido en pequeñas regiones. Cada región tiene su
especialista. Cuando aquél se dedica, desde el principio de su carrera, a una
parte minúscula del cuerpo, permanece hasta tal punto ignorante del resto, que
no es capaz de conocer bien esta parte. Fenómenos análogos se producen en los
educadores, los sacerdotes, los economistas y los sociólogos que se niegan a
iniciarse en un conocimiento general del hombre, antes de limitarse a su campo
particular. La eminencia misma de un especialista lo vuelve más peligroso. A
menudo los sabios que se han distinguido de modo extraordinario por grandes
descubrimientos, o por invenciones útiles, llegan a creer que sus conocimientos
acerca de un objeto, se extienden a todos los otros. Edison, por ejemplo, no
dudaba en dar parte al público de sus puntos de vista sobre filosofía y
religión. Y el público acogía su palabra con respeto, figurándose que tenía,
sobre estos nuevos asuntos, la misma autoridad que sobre los antiguos. Y así es
como, grandes hombres, al ponerse a enseñar cosas que ignoran, retardan en
alguno de sus dominios el progreso humano, al cual han contribuido en otro. La
prensa cotidiana nos obsequia a menudo con lucubraciones sociológicas,
económicas y científicas, de industriales, banqueros, abogados, profesores,
médicos, etc. cuyo espíritu demasiado especializado es incapaz de coger, en
toda su amplitud, los grandes problemas de la hora presente. Ciertamente, los
especialistas son necesarios. La ciencia no puede progresar sin ellos, pero la
aplicación al hombre del resultado de sus esfuerzos, exige la síntesis previa
de los conocimientos dispersos del análisis.
Tal
síntesis no puede lograrse por la simple reunión de un grupo de especialistas
en torno de una mesa. Reclama el esfuerzo, no de un grupo sino de un hombre.
Jamás una obra de arte ha sido hecha por un comité de artistas, ni un gran
descubrimiento por un comité de sabios. Las síntesis de que tenemos necesidad
para el progreso del conocimiento de nosotros mismos deben elaborarse en un
cerebro único. Hoy día, los conocimientos acumulados por los especialistas
permanecen inutilizables. Porque nadie coordina las nociones adquiridas, ni se
enfrenta con el ser humano en su conjunto total. Poseemos muchos trabajadores
científicos pero pocos sabios verdaderos. Esta situación singular no proviene
de la ausencia de individuos capaces de un gran esfuerzo intelectual. Ciertamente,
las vastas síntesis exigen mucho poder mental y una resistencia física a toda
prueba. Los espíritus amplios y fuertes son más raros que los precisos y
estrechos. Es fácil llegar a ser un gran químico, un buen físico, un buen
biólogo, o un buen psicólogo. Pero, exclusivamente, los hombres excepcionales
son capaces de adquirir un conocimiento que se pueda utilizar en numerosas
ciencias a la vez. Sin embargo, existen tales hombres. Entre los que nuestras
instituciones científicas y universitarias han forzado a especializarse con
excesiva estrechez, algunos serían capaces de asir un objeto importante en su
conjunto al mismo tiempo que en sus partes. Hasta el presente, se ha favorecido
siempre a los trabajadores científicos que se aíslan en estrecho campo,
entregándose al estudio prolongado de un detalle, a veces insignificante. A un
trabajo original sin importancia se lo considera de un valor superior al del
conocimiento profundo de toda una ciencia. Los presidentes de universidades y
sus consejeros, no comprenden que los espíritus sintéticos son tan
indispensables como los espíritus analíticos. Si la superioridad de este tipo
intelectual fuere reconocida y se favoreciese su desarrollo, los especialistas
dejarían de ser peligrosos. Porque la significación de las partes en la
construcción del conjunto podría ser evaluada justamente.
En
los comienzos de su historia, más que en su apogeo, tiene una ciencia necesidad
de espíritus superiores. Por ejemplo, hace falta más imaginación, juicio e
inteligencia para convertirse en un gran médico que para llegar a ser un gran
químico. En estos momentos, el conocimiento del hombre no puede progresar si no
es atrayendo hacia su estudio una poderosa “élite” intelectual. Debemos exigir altas capacidades
mentales a los jóvenes que desean consagrarse a la biología. Parece que el
exceso de la especialización, el aumento del número de trabajadores
científicos, y su disgregación en sociedades limitadas al estudio de un sujeto
pequeño, han conducido a un retroceso de la inteligencia. Es verdad que la
calidad de un grupo humano disminuye cuando su volumen aumenta más allá de
ciertos límites.
El
mejor medio de aumentar la inteligencia de los sabios sería disminuir su
número. Bastaría con un grupo muy pequeño de hombres de esta especie para
desarrollar los conocimientos de los cuales tenemos necesidad, si estos hombres
estuviesen dotados de imaginación, y dispusieran de potentes medios de trabajo.
Cada año derrochamos grandes sumas de dinero en investigaciones científicas
porque aquellos a quienes estas investigaciones les son confiadas no poseen en
grado bastante alto las cualidades indispensables a los conquistadores de
nuevos mundos. Y también, porque los raros hombres que poseen estas cualidades
se encuentran situados en condiciones de vida en que la creación intelectual es
imposible. Ni los laboratorios, ni los aparatos científicos, ni la excelencia
de la organización del trabajo, procuran, ellos solos, al sabio el medio que le
es necesario. La vida moderna se contrapone a la vida del espíritu. Los hombres
de ciencia se encuentran sumidos en una muchedumbre cuyos apetitos son
puramente materiales y cuyas costumbres son enteramente diferentes a las suyas.
Desgastan sus fuerzas inútilmente y pierden gran parte de su tiempo en la
persecución de las condiciones indispensables para el trabajo del pensamiento.
Ninguno de ellos es bastante rico para procurarse el aislamiento y el silencio
que cada cual podía obtener antes y de manera gratuita, aún en las grandes
ciudades. No se ha ensayado hasta el presente crear, en medio de la agitación
de la ciudad moderna, islotes de soledad donde sea posible la meditación. Sin
embargo la innovación se impone. Las altas construcciones sintéticas están
fuera del alcance de aquellos cuyo espíritu se dispersa cada día en la
confusión de los modos de vida actuales. El desarrollo de la ciencia del
hombre, más aun que el de otras ciencias, depende de un inmenso esfuerzo
intelectual. Reclama una revisión, no sólo de nuestra concepción del sabio,
sino también de las condiciones en las cuales se efectúa la investigación
científica.
V
La observación y la
experiencia en la ciencia del hombre.–
La dificultad de las experiencias comparativas.– La lentitud de los resultados.– Utilización de los animales.– Las experiencias hechas sobre animales de
inteligencia superior.– La organización
de las experiencias de larga duración.
Los
seres humanos se prestan mal a la observación y a la experiencia. No se
encuentra fácilmente entre ellos testimonios idénticos a la materia a tratar y
a quienes puedan referirse los resultados finales. Supongamos, por ejemplo, que
se pretende comparar dos métodos de educación. Se elegirán, para este estudio,
grupos de niños tan semejantes como sea posible. Si estos niños, aunque de la
misma edad y de la misma talla, pertenecen a medios sociales diferentes, si no
se alimentan de la misma manera, si no viven en la misma atmósfera psicológica,
los resultados no serán comparables. De igual modo, el estudio de los efectos
de dos formas de vida sobre los niños de una misma familia tiene escaso valor,
porque no siendo puras las razas humanas, los productos de los mismos padres
difieren a menudo los unos de los otros de una manera profunda. Por el
contrario, los resultados serán convincentes si los niños, cuyo comportamiento
se compara, bajo la influencia de condiciones diferentes, son gemelos que
provienen del mismo huevo. Se está, pues, en general, obligado a contentarse
con resultados vagos o relativos. Esta es una de las razones por lo cual la
ciencia del hombre ha progresado tan lentamente.
En
las investigaciones que se refieren a la física o a la química, y también a la
fisiología, se procura siempre aislar sistemas relativamente sencillos cuyas
condiciones se conocen con exactitud. Pero, cuando se procura estudiar al
hombre en su conjunto, y en las relaciones con su medio, esto es imposible.
También debe el observador estar provisto de gran sagacidad a fin de no
perderse en la complejidad de los fenómenos. Las dificultades resultan casi
infranqueables en los estudios retrospectivos. Estas investigaciones exigen un
espíritu muy alerta. Por cierto, hace falta recurrir rara vez a la ciencia de
la conjetura que es la historia. Pero han habido, en el pasado, ciertos sucesos
q e revelan la existencia en el hombre de potencias extraordinarias. Sería
importante conocer su génesis. ¿Cuáles son, por ejemplo, los factores que
determinaron en la época de Pericles la aparición simultánea de tantos genios?
Un fenómeno análogo se produjo durante el Renacimiento. ¿A qué causas es
preciso atribuir el florecimiento inmenso, no sólo de la inteligencia, de la
imaginación científica y de la intuición estética, sino también del vigor
físico, de la audacia, y del espíritu de aventura, de los hombres de esa época?
¿Por qué nacieron dotados de tan poderosas actividades fisiológicas y mentales?
Se concibe cuán útil resultaría conocer los detalles del modo de vivir, de la
alimentación, de la educación, del medio intelectual, moral, estético y
religioso de las épocas que precedieron inmediatamente a la aparición de
pléyades de grandes hombres.
Otra
de las dificultades de las experiencias hechas sobre seres humanos proviene de
que el observador y el objeto observado viven al mismo ritmo. Los efectos de
una clase de alimentación determinada, de una disciplina intelectual o moral,
de un cambio político o social son tardíos. Sólo al cabo de treinta o cuarenta
años se puede apreciar el valor de un método educacional. La influencia de un
factor dado sobre las actividades fisiológicas y mentales de un grupo humano no
se hacen manifiestas sino después del paso de una generación. Los éxitos
atribuidos a su propia invención por los autores de sistemas de alimentación
nuevas, de cultura física, de higiene, de educación, de moral, de economía
social, se publican siempre con excesiva premura. Sólo hoy podrían analizarse
con fruto los resultados del sistema Montessori, o de los procedimientos
educacionales de John Dewey. Hay que esperar veinticinco años para conocer la
significación de los “intelligence-tests”, hechos estos últimos años en las escuelas por
los psicólogos. Solamente siguiendo a un gran número de individuos a través de
las vicisitudes de su vida y hasta. su muerte podría conocerse, y aun de manera
groseramente aproximada, el efecto ejercido sobre ellos por ciertos factores.
La
marcha de la humanidad nos parece muy lenta puesto que nosotros, los
observadores, formamos parte del rebaño. Cada uno de nosotros no puede hacer
por sí mismo sino escasas observaciones. Nuestra vida es demasiado corta. Y
existen experiencias que deberían ser prolongadas a lo menos durante un siglo.
Sería necesario crear instituciones tales que las observaciones y experiencias
no fueran interrumpidas por la muerte del sabio que los comenzó. Y tales
organizaciones son desconocidas aun en el dominio científico. Sin embargo
revisten ya para otro género de disciplinas. En el monasterio de Solesmes, tres
generaciones sucesivas de monjes benedictinos, en el curso de más o menos
cincuenta y cinco años, se han ocupado en reconstituir el canto gregoriano. Un
método análogo podría ser aplicable al estudio de los problemas de la biología
humana. Es preciso suplir la duración excesivamente corta de la vida de cada
observador, por medio de instituciones, en cierta forma inmortales, que
permitan la continuidad, tan prolongada como fuese necesario, de una
experiencia. A la verdad, ciertas nociones de necesidad urgente pueden
adquirirse con ayuda de animales cuya vida es corta. Para este objeto se han
empleado particularmente ratas y cuyes. Colonias compuestas de muchos millares
de estos animales han servido para el estudio de los alimentes, de su
influencia sobre la rapidez del desarrollo, la talla, las enfermedades, la
longevidad. Desgraciadamente, los cuyes y las ratas no presentan sino analogías
lejanas con el hombre. Es peligroso, por ejemplo, aplicar a los niños las
conclusiones de investigaciones hechas sobre otros animales cuya constitución
es demasiado diferente a la suya. Por lo demás, no es posible estudiar de esta
manera, las modificaciones fisiológicas que acompañan los cambios anatómicos y
funcionales sufridos por el esqueleto, los tejidos y los humores bajo la
influencia del alimento, del género de vida, etc. Al contrario, los animales
más inteligentes, tales como los monos y los perros, nos permitirían analizar
los factores de la formación mental.
Los
monos, a despecho de su desarrollo cerebral, no resultan materia buena de
experiencia. En efecto, no se conoce el “pedigree” de los individuos de los cuales se sirve. No se
les puede educar fácilmente ni en número suficientemente grande. Son difíciles de
manejar. Al contrario, es fácil procurarse perros muy inteligentes, cuyos
caracteres ancestrales son exactamente conocidos. Estos animales se reproducen
con rapidez. Son adultos al cabo de un año. La duración total de su vida no se
prolonga, en general, más allá de quince años. Pueden hacerse en ellos
observaciones psicológicas muy detalladas, sobre todo en los perros pastores,
que son sensibles, inteligentes, alertas y atentos. Gracias a animales de este
tipo, de pura raza y en suficiente número, sería posible dilucidar el problema
tan complejo de la influencia del medio sobre el individuo. Por ejemplo,
debemos buscar la manera de obtener el desarrollo óptimo de individuos que
pertenezcan a una raza dada, averiguar cuál es su talla normal, qué aspecto es
preciso imprimirles. Tenemos que descubrir cómo el modo de vida y la
alimentación moderna operan sobre la resistencia nerviosa de los niños, sobre
su inteligencia, su actividad, su audacia. Una vasta experiencia conducida
durante veinte años con muchos centenares de perros pastores nos informaría
sobre estas materias tan importantes. Esta experiencia nos indicaría, con más
rapidez que la observación sobre seres humanos, en qué dirección es preciso
modificar la alimentación y el género de vida. Reemplazaría de manera ventajosa
las experiencias fragmentarias y de demasiado corta duración con que se
contentan hoy día los especialistas de la nutrición. Seguramente no podría
substituirse del todo a las observaciones hechas sobre los hombres. Para el
desarrollo de un conocimiento definitivo, haría falta establecer sobre grupos
humanos experiencias capaces de prolongarse durante muchas generaciones de
sabios.
VI
Reconstitución del ser
humano.– Cada fragmento debe ser
considerado en sus relaciones con el todo.– Los caracteres de una síntesis utilizable.
Para
adquirir un conocimiento mejor de nosotros mismos no basta con elegir en la
masa de los conocimientos que ya poseemos aquellos que son positivos, y hacer
con su ayuda un inventario completo de las actividades humanas. No basta
tampoco con precisar de antemano por medio de nuevas observaciones y
experiencias y edificar así una verdadera ciencia del hombre. Hace falta, sobre
todo, gracias a estos documentos, construir una síntesis que pueda utilizarse.
En
efecto, el fin de este conocimiento no es satisfacer nuestra curiosidad sino
reconstruirnos a nosotros mismos y modificar nuestro medio en un sentido que
nos sea favorable. Este fin es, en cierto modo, práctico. No nos serviría,
pues, para nada, acumular una cantidad de conocimientos nuevos, si estos
conocimientos habrían de permanecer dispersos en el cerebro y en los libros de
los especialistas. La posesión de un diccionario, no da a su propietario la
cultura literaria o filosófica. Es preciso que nuestras ideas se reúnan en un
todo viviente en la inteligencia y la memoria de algunos individuos. Así, los
esfuerzos que la humanidad ha hecho y hará todavía para conocerse mejor,
resultarán fecundos. La ciencia de nosotros mismos vendrá a ser la ciencia del
porvenir. Por e! momento, debemos contentarnos con una iniciación a la vez
analítica y sintética en los caracteres del ser humano que la crítica
científica nos da a conocer como reales. En las páginas siguientes, el hombre
se nos presentará, tan ingenuamente como se presenta al observador y a sus
técnicas. Le veremos en forma de fragmentos recortados por estas técnicas. Como
sea posible, estos fragmentos volverán a ser colocados en el conjunto. Por
supuesto, un conocimiento tal es muy insuficiente, pero es seguro. No contiene
elementos metafísicos. Es igualmente empírico, porque la elección y el orden de
las observaciones, no son guiadas por principio alguno. No tratamos de probar o
negar ninguna teoría. Los diferentes aspectos del hombre están considerados tan
ingenuamente como, en el curso de ascensión de una montaña, se miran las rocas,
los torrentes, las praderas o los pinos, y aun desde el fondo del valle mismo,
la claridad de las cimas. Al azar del camino en ambos casos, se hacen las
observaciones. Sin embargo, estas observaciones son científicas. Constituyen un
cuerpo más o menos sistematizado de conocimientos. Evidentemente no poseen la
precisión de las de los astrónomos o de las de los físicos. Pero son tan
exactas como lo permiten las técnicas empleadas y la naturaleza del objetivo al
cual se aplican estas técnicas. Se sabe, por ejemplo, que los hombres están
provistos de memoria y de sentido estético y también que el páncreas secreta
insulina; que ciertas enfermedades dependen de lesiones del cerebro, que ciertos
individuos manifiestas fenómenos de clarividencia. Se pueden medir la memoria y
la actividad de la insulina, pero no la emoción estética y el sentido moral.
Las relaciones de las enfermedades mentales y del cerebro, las características
de la clarividencia, no son susceptibles de un estudio exacto. Sin embargo,
todos estos conocimientos, aunque aproximados, son efectivos.
Se
puede reprochar a este conocimiento el ser trivial e incompleto. Es trivial,
porque el cuerpo y la conciencia, la duración, la adaptación, la
individualidad, son bien conocidos por los especialistas de la anatomía, de la
fisiología, de la psicología, de la metapsíquica, de la higiene, de la
medicina, de la educación, de la religión y de la sociología. Es incompleto,
porque en el número inmenso de los hechos estamos obligados a elegir, y esta
elección es necesariamente arbitraria. Se limita a lo que nos parece más
importante. Descuida el resto, porque la síntesis debe ser corta y susceptible
de ser cogida con una sola mirada. Parece, pues, que, para ser útil, nuestro
conocimiento debe ser incompleto. Por lo demás, es la seducción de los
detalles, y no su número, lo que da a un retrato su parecido. El carácter de un
individuo puede ser expresado con mucha más fuerza por un dibujo que por una
fotografía. No trataremos de nosotros mismos, sino groseros bocetos, como esas
figuras anatómicas trazadas con tiza en una pizarra. A pesar de la supresión
intencional de los detalles, tales diseños resultarán exactos. Estarán
inspirados en conocimientos positivos y no sólo en teorías y esperanzas.
Ignorarán el vitalismo y el mecanicismo, el realismo y el nominalismo, el alma
y el cuerpo, el espíritu y la materia. Pero contendrán, en cambio, todo lo que
es observable y los hechos inexplicables que las concepciones clásicas dejan en
la oscuridad. En efecto, no descuidaremos los fenómenos que rehúsan entrar en
los límites de nuestro pensamiento habitual, pues nos conducirán tal vez a
regiones hasta el momento ignoradas por nosotros. Comprenderemos en nuestro
inventario todas las actividades manifestadas y manifestables por el individuo
humano.
Nos
iniciaremos así en el conocimiento de nosotros mismos que es únicamente
descriptivo y aun muy próximo a lo concreto. Este conocimiento no tiene sino
pretensiones modestas. Será por una parte empírico, aproximativo, trivial e
incompleto, pero por otra parte, positivo e inteligible para, cada uno de
nosotros.
compone
de más o menos treinta mil millones de glóbulos rojos y cincuenta millones de
glóbulos blancos. Pero estas célula s no están como las de los otros tejidos
inmovilizadas por una armadura, y suspendidas en un líquido viscoso, el plasma.
La sangre es un tejido en movimiento que se insinúa en todas las partes del
cuerpo. Lleva a cada célula el alimento del cual tiene necesidad. Al mismo
tiempo sirve de alcantarilla colectora de residuos de los tejidos inútiles.
Pero contiene también sustancias químicas y células capaces de operar
reconstrucciones orgánicas en las regiones del cuerpo donde hacen falta. Durante
este acto extraño, se comporta como un torrente, que, con ayuda del cieno y de
los troncos de árboles que acarrea, se empeñase en reparar las casas situadas
en su ribera.
El
plasma sanguíneo no es lo que los químicos nos enseñan. Ciertamente, responde en
verdad a las abstracciones a las cuales estos últimos se han reducido. Pero es
incomparablemente más rico que ellas. Es, sin duda alguna, la solución de
bases, ácidos, sales y proteínas de las cuales Slyke y Henderson han
descubierto las leyes del equilibrio físico-químico. Gracias a esta composición
particular puede mantener constante y muy próxima su alcalinidad iónica, a
pesar de los ácidos que sin cesar, libertan los tejidos. Ofrece de este modo a
todas las células del organismo un medio que no es ni demasiado ácido ni
demasiado alcalino y que no varía jamás. Pero está conformado con proteínas, “polipéptidos”,
ácidos, aminos, azúcares, grasas, fermentos, metales en cantidad infinitesimal,
producciones de secreciones de todas las glándulas, de todos los tejidos.
Conocemos todavía muy mal la naturaleza de la mayor parte de estas sustancias.
Entrevemos apenas la inmensa complejidad de sus funciones. Cada tipo celular
encuentra en el plasma sanguíneo los alimentos que le convienen, las sustancias
que aceleran o moderan su actividad. Por ello, ciertas grasas, ligadas a las
proteínas del suero, tienen el poder de frenar la proliferación celular, y aún
de detenerla completamente. Existen también en el suero sustancias que impiden
la multiplicación de las bacterias. Las sustancias nacen de los tejidos cuando
éstos deben defenderse de una invasión de microbios. Y por fin, una proteína,
la fibrinógina, madre de la fibrina, que, con pegajosa tenacidad, se aplica
espontáneamente a las llagas de los vasos y detiene las hemorragias.
Las
células de la sangre, glóbulos rojos y glóbulos blancos, representan un papel
capital en la constitución del medio interior. En efecto, el plasma no puede
disolverse sino en una pequeña cantidad del oxígeno del aire. Sería incapaz de
proveer a la inmensa población de células encerradas en el oxígeno que ellas
exigen, si este oxígeno no se fijase sobre los glóbulos rojos. Los glóbulos
rojos no son células vivientes. Son pequeños sacos llenos de hemoglobina. A su
paso por los pulmones, se cargan del oxígeno que cogen, algunos instantes más
tarde, las células ávidas de los órganos. Y al mismo tiempo, aquellos se
desembarazan en la sangre de su ácido carbónico y de otros desperdicios. Los
glóbulos blancos, al contrario, son células vivas. Ya flotan en el plasma de
los vasos, ya se escapan por los intersticios capilares, y se arrastran sobre
la superficie de las células de las mucosas, de los intestinos, de todos los
órganos. Gracias a estos elementos microscópicos ocurre que la sangre representa
su papel de tejido móvil, de agente reparador, a la vez sólido y líquido, capaz
de dirigirse donde su presencia es necesaria. Acumula con rapidez, en torno de
los microbios invasores de una región del organismo, grandes conjuntos de
leucocitos que combaten la infección. Aporta también, al nivel de las llagas de
la piel o de los órganos, glóbulos blancos que son un material virtual de
reconstrucción. Estos leucocitos tienen el poder de transformarse en células
fijas. Hacen nacer a su alrededor fibras conjuntivas, y reparan, gracias a una
cicatrización sólida, los tejidos heridos.
Los
líquidos y las células que salen de los vasos capilares sanguíneos, constituyen
el medio local de los tejidos y de los órganos. Este medio es casi imposible de
estudiar. Cuando se inyectan en el organismo, como lo ha hecho Roux, sustancias
cuyo color varía según el ácido iónico de los tejidos, se ve a los órganos
adquirir colores diferentes. Entonces se hace posible percibir la diversidad de
los medios locales. En realidad, esta diversidad es mucho más profunda de lo
que parece. Pero no somos capaces de descubrir todos sus caracteres. En el
vasto mundo que constituye el organismo humano, existen países variadísimos.
Aunque países sean irrigados por las ramas del mismo río, la calidad del agua,
de sus lagos y de sus estanques depende de la constitución del suelo y de la
naturaleza de la vegetación. Cada órgano, cada tejido, crea, a expensas del
plasma sanguíneo, su propio medio. Y el ajuste recíproco de las células y de su
medio, depende la salud o la enfermedad, la debilidad o la fuerza, la felicidad
o la desdicha de cada uno de nosotros.
Vl
La nutrición de los
tejidos.– Los cambios químicos.
Entre
los líquidos que constituyen el medio interior y el mundo de los tejidos y de
los órganos, hay cambios químicos continuos. La actividad nutritiva es un modo
de ser de las células, lo mismo que su forma y su estructura. Desde que cesa su
nutrición, los órganos se ponen en equilibrio con su medio y mueren. Nutrición
es sinónimo de existencia. Los tejidos vivos están ávidos de oxígeno y lo
arrancan al plasma sanguíneo. Lo que significa, en términos psico-químicos, que
poseen un poder reductor elevado, que un sistema complicado de ciertas químicas
y de fermentos, les permite emplear el oxígeno atmosférico con sus reacciones
productoras de energía. Gracias al oxígeno, al hidrógeno y al carbono que
reciben de los azúcares y de las grasas, las células vivas están provistas de
la energía mecánica necesaria al mantenimiento de su estructura y a sus
movimientos; de la energía eléctrica que se manifiesta en todos los cambios de
estado orgánico, y del calor indispensable a las reacciones químicas y a los
procesos fisiológicos. Encuentran también en el plasma sanguíneo el ázoe, el
azufre y el fósforo de los cuales se sirven para la construcción de nuevas
células y para el crecimiento y la reparación de los órganos. Con ayuda de sus
fermentos, dividen en fragmentos más y más pequeños, las proteínas, el azúcar y
las grasas de su medio, utilizando la energía de los cuerpos más complicados,
de un poder potencial energético más alto, que incorporan a su propia
sustancia.
La
intensidad de los cambios químicos, del metabolismo de los grupos celulares y
del ser viviente entero, es la expresión de la intensidad de la vida orgánica.
Se mide el metabolismo por la cantidad de oxígeno y ácido carbónico absorbido
que se desprenden cuando el cuerpo se encuentra en estado de reposo absoluto.
Desde el momento que los músculos se contraen y producen un trabajo mecánico,
la actitud de los cambios se eleva considerablemente. El metabolismo es más
intenso en el niño que en el adulto, en los animales pequeños qué en los
animales grandes. Es una de las razones por las cuales es preciso no aumentar,
más allá de cierto límite, la talla humana. En el metabolismo no encontramos la
expresión de todas nuestras funciones. El cerebro, el hígado y las glándulas
tienen una gran actividad química. Pero es el trabajo muscular el que
acrecienta de marcadísima manera la intensidad de estos cambios. Hecho curioso,
el trabajo intelectual no produce elevación alguna del metabolismo. Se diría
que no exige desgaste energético o que se contenta con una cantidad de energía
demasiado débil para ser medida por las técnicas actuales. Ciertamente, es
extraño que el pensamiento que transforma la superficie de la tierra, destruye
y construye naciones y descubre nuevos universos en el fondo de la inmensidad
inconcebible del espacio, se elabore en nosotros sin consumir una cantidad de
energía susceptible de ser medida. Las más poderosas creaciones de la
inteligencia aumentan mucho menos el metabolismo que el músculo que llamarnos
bíceps cuando se contrae para levantar el peso de una libra. Ni la ambición de
César ni la meditación de Newton, ni la inspiración de Beethoven, ni la
contemplación ardiente de Pasteur, han logrado acelerar la nutrición de sus
tejidos, como lo habrían logrado fácilmente algunos microbios o una débil
exageración de la secreción de su glándula tiroides.
Es
muy difícil disminuir el ritmo de la nutrición. El organismo mantiene la
actividad normal de los cambios químicos en las condiciones más adversas. Un
frío exterior intenso no disminuye nuestro metabolismo. Sólo en las
proximidades de la muerte el cuerpo empieza a enfriarse. Al contrario, durante
el invierno el oso, la marmota y el ratón disminuyen su temperatura y entran en
un estado de vida que podría llamarse subvida. Entre los rotíferos, la desecación
detiene por completo la nutrición, y sin embargo, si al cabo de una semana de
vida latente se humidifica a estos pequeños animales, resucitan, y el ritmo de
sus cambios químicos se vuelve normal. Nosotros no hemos encontrado todavía el
secreto de producir entre los animales domésticos y en el hombre una suspensión
tal de la nutrición. Habría una evidente ventaja en los países fríos, en lograr
colocar en estado de vida latente a vacas y corderos durante los largos
inviernos. Podría quizás también con ello prolongarse la duración de la vida
humana, curar ciertas enfermedades, utilizar de mejor modo a los individuos
excepcionalmente dotados si se les pudiera hacerles invernar de tiempo en
tiempo. Pero, salvo por el método bárbaro e insuficiente que consiste en
suprimir la glándula tiroide, no somos capaces de bajar el nivel de los cambios
químicos del organismo humano. La vida latente es, por el momento, imposible.
Vll
La circulación de la
sangre, los pulmones y los riñones.
En
el curso de los procesos nutritivos, los tejidos y los órganos eliminan los
desperdicios. Estos desperdicios manifiestan tendencia a acumularse en el medio
local y a tornarlo, entonces, inhabitable para las células. Los fenómenos de la
nutrición exigen, pues, la existencia de aparatos capaces de asegurar la
circulación rápida del medio interior, el reemplazo de las materias
alimenticias utilizadas por los tejidos y la eliminación de las sustancias
tóxicas. El volumen de los líquidos circulantes comparado al de los órganos, es
muy pequeño. Un hombre posee una cantidad de sangre inferior a la décima parte
de su peso. Por lo demás, los tejidos vivos consumen mucho oxígeno y glucosa.
Dejan libres también en su medio cantidades considerables de ácido carbónico,
de ácido láctico, etc. Es preciso dar a un fragmento de tejido vivo cultivado
en un frasco, un volumen de líquido igual a dos mil veces su propio volumen a
fin de que no sea envenenado en algunos días por los desperdicios de su
nutrición. Y aun más, debe tener a su disposición una atmósfera gaseosa por lo
menos diez veces mayor que su medio líquido. En consecuencia, un cuerpo humano
reducido a pulpa, exigiría alrededor de doscientos mil litros de líquido
nutritivo. Gracias a la maravillosa perfección de los aparatos que hacen circular
la sangre, la cargan de substancias alimenticias, y la desembarazan de sus
desperdicios, pueden vivir nuestros tejidos en siete u ocho litros de líquido
en lugar de necesitar para ello, doscientos mil.
La
rapidez de la circulación es lo bastante grande para que la composición de la
sangre no sea modificada por los productos de la nutrición. Sólo se aumenta la
acidez del plasma tras un ejercicio violento. Cada órgano regula, por medio de
los nervios dilatadores y constrictores de sus vasos, el volumen y la rapidez
de la sangre circulante. Cuando la circulación se hace más lenta o se detiene,
el medio interior se torna ácido. Según la naturaleza de sus células, los
órganos resisten más o menos a esta intoxicación. Se puede sacar el riñón de un
perro, colocarle sobre una mesa, durante una hora y replantarle en seguida en
el animal. Este riñón soporta sin inconveniente la privación temporal de la
sangre y funciona en forma indefinida de manera normal. De igual modo, la
interrupción de la circulación en un miembro durante tres o cuatro horas, no
tiene consecuencias desagradables. Pero el cerebro es muchísimo más sensible a
la falta de oxígeno. Cuando la anemia es completa durante veinte minutos, más o
menos, la muerte se produce de manera fatal. Una detención de la circulación en
este sitio durante diez minutos basta para producir desórdenes tan graves que
resultan irreparables. Es imposible resucitar a un individuo cuyo cerebro ha
estado completamente desprovisto de oxígeno durante este lapso de tiempo. Para
que nuestros órganos funcionen de manera normal, es indispensable que la sangre
se encuentre bajo cierta presión. Nuestra conducta y la calidad de nuestros
pensamientos dependen del valor de la tensión arterial, y es causa de las
condiciones físicas y químicas del medio interior, que el corazón y los vasos
sanguíneos influyen en las actividades humanas.
La
sangre conserva la constancia de su composición, porque atraviesa continuamente
aparatos que la purifican y donde recupera las sustancias nutritivas utilizadas
por los tejidos. Cuándo la sangre venosa vuelve de los músculos y dé los
órganos, se encuentra cargada de ácido carbónico y de todos los desechos de la
nutrición. Las contracciones del corazón la arrojan entonces en la redecilla
inmensa de los capilares de los pulmones, donde cada glóbulo rojo se encuentra
en contacto con el oxígeno atmosférico. Siguiendo las sencillas leyes
físico-químicas, el oxígeno penetra en la sangre donde se. fija en la
hemoglobina de los glóbulos rojos. Al mismo tiempo el ácido carbónico se escapa
de los bronquios de donde los movimientos respiratorios la expulsan hacia la
atmósfera exterior. Mientras más rápida es la respiración, más activos son los
cambios químicos entre el aire y la sangre. Pero en la travesía, pulmonar, la
sangre no se desembaraza sino del ácido carbónico. Quedan aun en ella ácidos no
volátiles y todos los desperdicios del metabolismo. Sólo acaba de purificarse
cuando pasa por los riñones. Los riñones separan de la sangre los productos qué
deben ser eliminados y reglamentan la cantidad de sales que son indispensables
al plasma para que su tensión esmética permanezca constante. El trabajo de los
riñones y de los pulmones es de una prodigiosa eficacia. Gracias a él, es
considerablemente reducido el volumen del medio necesario a la vida de los
tejidos y el cuerpo humano posee una densidad tan grande y una tan prodigiosa
agilidad.
Vlll
Las relaciones químicas
del cuerpo con el mundo exterior.
Las
sustancias químicas que la sangre conduce a los tejidos, le llegan de tres
diversas fuentes: del aire atmosférico por intermedio del pulmón, de la
superficie intestinal, y por último de las glándulas endocrinas. A excepción
del oxígeno, todas las sustancias utilizadas por el organismo le son proveídas
directa e indirectamente por el intestino. Los alimentos son manejados
sucesivamente por la saliva, por el jugo gástrico, por las secreciones del
páncreas, del hígado y de la mucosa intestinal. Los fermentos digestivos
dividen las moléculas de las proteínas, de los hidratos de carbono y de las
grasas, en fragmentos más pequeños. Estos fragmentos son los únicos capaces de
atravesar la barrera mucosa,. Entonces son absorbidos por los fragmentos
sanguíneos y linfáticos de esta mucosa. y penetran en el medio interior.
Únicamente ciertas grasas y la glucosa entran en el cuerpo sin ser, en
principio, modificadas. Es por ello que el conjunto adiposo varía según la
naturaleza de las grasas animales o vegetales contenidas en los alimentos. Es
posible, por ejemplo, hacer que la grasa de un perro sea dura o blanda
nutriéndole, sea con grasas a punto de fusión, sea con aceite líquido a la
temperatura del cuerpo. En cuanto a las materias proteicas, son reducidas por
los fermentos en sus aminoácidos constitutivos. Pierden, asimismo, su
individualidad después de la digestión intestinal, los aminoácidos y los grupos
de éstos que resultan de las proteínas del buey, del cordero, del grano de
trigo; no tienen ninguna originalidad específica. Atraviesan entonces la mucosa
intestina v construyen en el cuerpo proteínas nuevas que son específicas del
ser humano y aun del individuo. La pared del intestino protege el medio
interior de manera más o menos completa contra la invasión de moléculas propias
de los tejidos de otros seres, plantas o animales. Sin embargo, deja penetrar,
a veces, las proteínas animales o vegetales de los alimentos. Es por ello que
la sensibilidad o la resistencia del organismo a numerosas sustancias extrañas,
puede producirse de manera silenciosa e inadvertida. La barrera que opone el
intestino al mundo exterior no es siempre infranqueable.
Aunque
la mucosa intestinal elija cuidadosamente entre las materias alimenticias
aquellas utilizables, se deja atravesar por sustancias de más o menos buena
calidad. A veces también, no puede digerir o absorber los elementos de que
tenemos necesidad. Aunque estos elementos se encuentren en nuestra
alimentación, nuestros tejidos permanecen privados de ellos. Las sustancias químicas
del medio exterior se insinúan, pues, en cada uno de nosotros de manera
diferente según el grado de capacidades individuales de la mucosa intestinal.
Estas son las que construyen nuestros tejidos y nuestros humores. Estamos
literalmente forrados con el limo de la tierra, y es por eso que nuestras
cualidades fisiológicas. y mentales se encuentran afectadas por la constitución
geológica del país en que vivimos y por la naturaleza de los animales y de las
plantas de los cuales nos nutrimos habitualmente. Nuestra estructura y los
caracteres de nuestra actividad, dependen asimismo de la elección que hacemos
de cierto género de alimentos. Los jefes se han proporcionado siempre una
alimentación diferente a la de los esclavos. Aquellos que conquistan, que mandan,
que combaten, se alimentan sobre todo de carnes y bebidas fermentadas, mientras
que los pacíficos, los débiles, los pasivos, se contentan con leche, legumbres,
frutas y cereales. Nuestras aptitudes y nuestro destino dependen, en medida
asaz importante, de la naturaleza de las sustancias químicas que sirven a la
síntesis de nuestros tejidos. Es posible dar artificialmente ciertos caracteres
a los seres humanos como a los animales sometiéndoles, desde su tierna edad, a
una alimentación apropiada.
Fuera
del oxígeno atmosférico y los productos de la digestión intestinal, la sangre
contiene una tercera clase de sustancias nutritivas: las secreciones de las
glándulas endocrinas. El organismo posee el poder singular de construirse a sí
mismo, de fabricar, a expensas de los elementos de la sangre sustancias que
utiliza para nutrir ciertos tejidos y estimular ciertas funciones. Esta especie
de creación de sí mismo por sí mismo, es análoga al entrenamiento de la
voluntad por un esfuerzo de la voluntad. Las glándulas, tales como el tiroides,
la suprarrenal, el páncreas. sintetizan, utilizando las sustancias contenidas
en el plasma sanguíneo, cuerpos nuevos, la tiroxina, la adrenalina, la
insulina. Son verdaderas transformaciones químicas. Crean también, productos indispensables
a la nutrición de las células y de los órganos, a nuestras actividades
fisiológicas y mentales. Este fenómeno es casi tan extraño, como lo sería la
fabricación, por medio de ciertas piezas de un motor a gas, del aceite que debe
ser empleado por otras partes de la máquina, de sustancias activadoras de la
combustión y aún del pensamiento del mecánico. Es evidente que los tejidos no
pueden nutrirse únicamente con los tejidos que atraviesan la mucosa intestinal.
Estas sustancias deben ser retocadas por las glándulas. Y gracias a las
glándulas la existencia del organismo se hace posible.
El
cuerpo vivo es, ante todo, un proceso nutritivo. Consiste en un movimiento
incesante de sustancias químicas. Se puede comparar a la llama de un cirio o a
los juegos de agua que se alzan en medio de los jardines de Versalles. Estas
formas, a la vez permanentes y temporales, dependen de una corriente de gas o
de líquido. Como nosotros, se modifican según los cambios de la calidad y de la
cantidad de las sustancias que los animan. Somos atravesados por una gran
corriente de materia que viene del mundo interior y a él retorna. Pero, durante
su paso, esta materia cede a los tejidos la energía de que éstos tienen
necesidad, y también los elementos químicos con los cuales se forman los
edificios transitorios y frágiles de nuestros órganos y de nuestros humores. El
substratum corporal de todas las actividades humanas proviene del mundo
inanimado al cual, tarde o temprano, retorna. Está constituido de los mismos
elementos de los seres no vivientes. Es preciso, pues, no extrañarnos, corno lo
hacen ciertos fisiólogos modernos, porque encuentran en nosotros las leyes de
la física y de la química, tales como existen en el mundo exterior. Lo inaudito
sería que no las encontraran.
lX
Las funciones sexuales y
la reproducción.
Las
glándulas sexuales no impulsan solamente el gesto que, en la vida primitiva,
perpetuaba la especie. Intensifican también nuestras actividades fisiológicas,
mentales y espirituales. Entre los eunucos, jamás ha habido grandes filósofos,
grandes sabios, o siquiera grandes criminales. Los testículos y los ovarios
ejercen una función extensa. Primeramente dan nacimiento a las células macho o
hembra, cuya unión produce el nuevo ser humano. Al mismo tiempo, segregan
sustancias que se derraman en la sangre, e imprimen en los tejidos en los
órganos y en la conciencia, los caracteres macho y hembra. Dan también a todas
nuestras funciones su intensidad característica. El testículo engendra la
audacia, la violencia, la brutalidad, los caracteres que distinguen al toro de
combate del buey que arrastra la carreta a lo largo del camino. El ovario
ejerce una acción análoga en el organismo de la mujer. Pero éste no obra sino
durante una parte breve de la existencia. Al llegar la menopausia, se atrofia.
La duración menor de la vida del ovario da a la mujer que envejece una
inferioridad manifiesta sobre el hombre. Por el contrario, el testículo
permanece activo hasta la extrema vejez. Las diferencias que existen entre el
hombre y la mujer no se deben exclusivamente a la forma particular de los
órganos genitales, a la presencia del útero, a la gestación o a la educación.
Provienen de una causa muy profunda, la impregnación del organismo entero por
sustancias químicas, producto de las glándulas sexuales. La ignorancia de estos
hechos fundamentales ha conducido a los promotores del feminismo a la idea que
los dos sexos pueden tener la misma educación, las mismas ocupaciones, los
mismos poderes, e idénticas responsabilidades. En realidad, la mujer difiere
profundamente del hombre. Cada una de las célula, de su cuerpo porta consigo la
marca de su sexo. Otro tanto ocurre con sus sistemas orgánicos, y, sobre todo,
con su sistema nervioso. Las leyes fisiológicas son tan inexorables como las
leyes del mundo sideral. Es imposible sustituir los deseos humanos. Estamos
obligados a aceptarlos tales como son. Las mujeres deben desarrollar sus
aptitudes en la dirección de su propia naturaleza, sin procurar imitar a los
hombres. Su papel en el progreso de la civilización es más elevado que el de
aquellos. Hace falta, pues, que no lo abandonen.
La
importancia de los dos sexos en la propagación de la raza es desigual. Las
células del testículo producen sin cesar, durante todo el curso de la vida, animalículos
dotados de movimientos muy activos, los espermatozoides. Estos espermatozoides
penetran en el mucus que cubre la vagina y el útero y encuentran en la
superficie de la mucosa uterina el óvulo. El óvulo es el producto dc una lenta
madurez de las células germinales del ovario. Este, en la mujer joven, contiene
más o menos trescientos mil óvulos. Pero sólo cuatrocientos alcanzan la
madurez. En los momentos de la menstruación, el óvulo es proyectado, tras el
estallido del quiste que lo contiene, en la membrana erizada de pestañas
vibrátiles que le transportan al útero. Ya su núcleo ha sufrido una
modificación importante. Ha expulsado la mitad de su sustancia, es decir, la
mitad de cada cromosoma. Un espermatozoide penetra entonces en el óvulo y sus cromosomas,
que han perdido también la mitad de su sustancia, se unen a los del óvulo. El
nuevo ser ha nacido. Se compone de una célula injertada en la mucosa uterina.
Esta célula se divide en dos partes y el desarrollo del embrión comienza.
El
padre y la madre contribuyen igualmente a la formación del núcleo de la célula
que engendra todas las células del organismo nuevo. Pero la madre da también al
óvulo, además de la mitad de la sustancia nuclear, todo el protoplasma que
rodea al núcleo mismo. Representa, pues, un papel más importante que el padre
en la formación del embrión. Por cierto, los caracteres de los padres se
transmiten por medio del núcleo. Pero las leyes actualmente conocidas de la
herencia, y las teorías actuales de la generación, no nos aportan aún una luz
bastante completa,. Es preciso acordarse, cuando se piensa en la parte tomada
por el padre y la madre en la reproducción, de las experiencias de Bataillon y
de Leeb. De un huevo no fecundado se puede, por medio de una técnica apropiada,
y sin la intervención del elemento macho, obtener una rana. Un agente físico o
químico es susceptible de reemplazar el espermatozoide. Sólo el elemento hembra
es esencial.
La
obra del hombre en la reproducción es breve. La de la mujer dura nueve meses.
Durante este tiempo el feto se mantiene por medio de las sustancias que llegan
a él de la sangre materna después de haberse filtrado a través de las membranas
de la placenta. En tanto que el niño toma de su madre los elementos químicos
que constituyen sus tejidos, aquélla recibe ciertas sustancias segregadas por
los tejidos de su hijo. Estas sustancias pueden ser bienhechoras o peligrosas.
En efecto, el feto está formado a la, vez por las sustancias nucleares del
padre y de la madre. Es un ser de origen, en parte, extranjero, que se ha
instalado en el cuerpo de la mujer. Durante todo el embarazo, ésta última está
sometida a su influencia. A. veces ella se siente como envenenada por el feto.
Siempre su estado psicológico y fisiológico se modifica, por él. Se diría que
las hembras, a lo menos entre los mamíferos, no alcanzan su pleno desarrollo
sino tras uno o varios embarazos. Las mujeres que no tienen hijos, son menos
equilibradas, más nerviosas que las otras. En suma, la presencia del feto,
cuyos tejidos difieren de los suyos por su juventud y sobre todo porque son
parte de los de su marido, obran profundamente sobre la mujer. Se desconoce en
general, la importancia que tiene para ella la función de la generación. Esta
función es indispensable para su óptimo desarrollo. Así, pues, es absurdo
alejar a las mujeres de la maternidad. No es preciso dar a las muchachas la
misma formación intelectual, el mismo género de vida, el mismo ideal que a los
muchachos. Los educadores deben tomar en consideración las diferencias orgánicas
y mentales del macho y de la hembra y su papel natural. Entre los dos. sexos
hay diferencias irrevocables. Es imperativo el tenerlas en cuenta en la
construcción del mundo civilizado.
X
Las relaciones físicas del
cuerpo con el mundo exterior.– Sistema nervioso
voluntario.– Sistemas esquelético y
muscular.
Gracias
a su sistema, nervioso, el ser humano registra las excitaciones que vienen a él
desde el medio exterior, y responde de manera apropiada por medio de sus
órganos y de sus músculos. Lucha por su existencia con la conciencia tanto como
con el cuerpo. En este combate incesante, su corazón, sus pulmones, su hígado,
sus glándulas endocrinas, le son tan indispensables como sus músculos, sus
puños, sus útiles, sus máquinas y sus armas. Posee, además, dos sistemas
nerviosos. El sistema central o cerebro-espinal, consciente y voluntario, que
rige sus músculos, y el sistema simpático, autónomo e inconsciente que rige sus
órganos. El segundo sistema depende del primero. Este doble aparato da a la
complejidad de nuestro cuerpo la sencillez indispensable a su acción sobre el
mundo exterior.
El
sistema central comprende el cerebro, el cerebelo, el bulbo y la médula.
Engendra, directamente los nervios de los músculos e indirectamente, los de los
órganos. Se compone de una masa blanda, blanquecina v extremadamente frágil que
llena el cráneo y la columna vertebral. Recibe los nervios sensitivos que
llegan de la superficie del cuerpo y de los órganos de los sentidos. Por su
intermedio, entra en relaciones incesantes con el mundo cósmico. Al mismo
tiempo se comunica con todos los músculos del cuerpo por medio de los nervios
motores y con todos los órganos por medio de las ramificaciones que se dirigen
al sistema llamado gran simpático. Los nervios, en número inmenso, estrían,
pues, todas las partes del organismo. Sus ramificaciones microscópicas se
insinúan entre las células de la piel, en torno a los callejones sin salida de
las glándulas, de sus canales, de sus canales excretores, en las túnicas de las
arterias y de las venas, en las envolturas contráctiles del estómago y del
intestino, en la superficie. de las fibras musculares, etc. Extienden, en suma,
la tenuidad de sus redes sobre el cuerpo entero. Todos ellos dimanan de las
células que habitan el sistema nervioso central, la doble cadena de los
ganglios simpáticos, y los pequeños conjuntos ganglionares diseminados en los
órganos.
Estas
células son las más nobles y las más delicadas de los elementos que componen el
cuerpo. Con la ayuda de las técnicas de Ramón y Cajal, se nos representan con
admirable claridad. Poseen un cuerpo voluminoso que en las especies habitan la
corteza del cerebro semejantes a una pirámide y a órganos complicados con
funciones aun desconocidas. Se prolongan en filamentos gráciles, las dendritas
y los axones. Ciertos axones recorren sin interrupción la distancia de la cual
provienen y forman un individuo distinto, la neurona. Las fibras de una
célula no se unen jamás a la de otra. Terminan con una fronda de microscópicos
botones en los cuales se observa agitación incesante en los films
cinematográficos. Estos botones se articulan por intermedio de una membrana,
la, membrana sináptica con las terminaciones semejantes de otras células. En
cada neurona, el influjo nervioso se propaga por relaciones con el cuerpo
celular, siempre en el mismo sentido. Su dirección es centrípeta en las
dendritas y centrífuga en los axones. Pasa de una neurona a la otra,
franqueando la membrana sináptica. Penetra de la misma manera en la fibra
muscular sobre la cual se aplican los bulbos terminales de las fibrillas. Pero su
paso exige una condición extraña: es preciso que el valor del tiempo, la
cronaxia, sea idéntica en las neuronas contiguas o en la neurona y la fibra
muscular. Entre dos neuronas que cuentan de manera diferente el paso del
tiempo, la propagación del influjo nervioso no se efectúa. Igualmente un
músculo y su nervio, deben ser isocrónicos. Si un veneno, como el curare o la
estricnina, modifica la cronaxia de un nervio, el influjo deja de pasar de ese
nervio al músculo. Se produce entonces una parálisis aunque el músculo sea
normal. Estas relaciones temporales del nervio y del músculo son tan
indispensables como sus relaciones espaciales a la integridad de la función. Lo
que se produce en los nervios durante el dolor o los movimientos voluntarios,
lo ignoramos. Sólo sabemos que una variación del potencial eléctrico se
desplaza a lo largo del nervio durante su actividad. Así pudo Adrián poner en
evidencia en las fibrillas aisladas, la marcha de las ondas negativas cuya
llegada al cerebro se traduce por una sensación dolorosa.
Las
neuronas se articulan las unas a las otras por un sistema de postas, como de
postas eléctricas. Se dividen en dos grupos. La una comprende las neuronas
receptoras y motoras que reciben las impresiones del mundo exterior, o de los
órganos, y dirigen los músculos; la otra, las neuronas de asociación, cuyo
inmenso número da a los hombres su riqueza y su complejidad. Nuestra
inteligencia es tan incapaz de abarcar la extensión del cerebro como lo es de
abarcar la extensión del mundo sideral. Los centros nerviosos contienen más de
doce mil millones de células. Estas células están unidas las unas a las otras
por medio de fibras, cada una de las cuales posee múltiples ramas. Gracias a
estas fibras, se asocian entre ellas muchos trillones de veces. Y este
prodigioso conjunto, a pesar de su inimaginable complejidad, funciona como una
cosa esencialmente una. A nosotros, observadores habituados a la sencillez de
las máquinas y de los instrumentos de precisión, se nos presenta como
instrumento incomprensible y maravilloso.
Una
de las funciones principales de los centros nerviosos es dar una respuesta
apropiada a las excitaciones que provienen del medio exterior. En otros
términos, producir movimientos reflejos. Se suspende una rana decapitada con
las piernas colgantes. Se la pincha en un dedo. La pierna se dobla. Este
fenómeno es debido a la presencia de un arco reflejo, de dos neuronas, la una
sensitiva la otra motora, articuladas al seno de la médula. En general, el arco
reflejo se encuentra complicado por la presencia de neuronas de asociación, que
se interponen entre las neuronas sensitivas y motora. Gracias a estos sistemas
neurónicos, se producen los actos reflejos, tales como la respiración, la
deglución, el mantenerse en pie, la locomoción, la mayor parte, en fin, de
nuestra vida habitual. Estos movimientos son automáticos. Pero algunos de entre
ellos, son modificables por la conciencia. Basta, por ejemplo, fijar la
atención sobre nuestros movimientos respiratorios para modificar su ritmo. Por el
contrario, el corazón, el estómago, el intestino, se sustraen a nuestra
voluntad, y aún, si pensamos en ellos, su automatismo se trastorna. Aunque los
movimientos que mantienen nuestra actitud y permiten la marcha, estén dirigidos
por la médula, su coordinación depende del cerebelo. Lo mismo que la médula y
el bulbo, el cerebelo no interviene en los procesos mentales.
La
corteza cerebral es un mosaico de órganos nerviosos distintos que se encuentran
en relación con las diferentes partes del cuerpo. Por ejemplo, la región
lateral del cerebro, conocida con el nombre de “la
región de Rolando”,
determina los movimientos de coger, de locomoción y también del lenguaje
articulado. Tras ella se encuentran los centros de la visión. Las heridas, los
tumores, las hemorragias de esos diferentes distritos se traducen por
perturbaciones de las funciones correspondientes. Aparecen desórdenes análogos
cuando las lesiones se asientan sobre las fibras que unen estos centros a los
centros inferiores de la médula. Los reflejos se producen en la corteza
cerebral que ha estudiado Pavlov con el nombre de reflejos condicionados. Un
perro segrega saliva cuando se le coloca un alimento en la boca. Es un reflejo
innato. Pero segrega también saliva cuando ve a la persona que habitualmente le
proporciona sus alimentos. Es un reflejo condicionado o adquirido. Gracias a
esta propiedad del sistema nervioso, el hombre y los animales son educables. Si
extirpamos la corteza cerebral, la adquisición de nuevos reflejos viene a ser
imposible. Todos estos conocimientos son aun rudimentarios. Nada nos permite
comprender las relaciones de la conciencia de los procesos nerviosos con lo
mental y lo cerebral. Ignoramos cómo los sucesos que pasan en las células
piramidales se afectan por sucesos anteriores o acontecimientos futuros, cómo
las excitaciones se cambian en inhibiciones y vice-versa. Y menos sabemos
todavía cómo surgen los fenómenos imprevistos y cómo nace el pensamiento.
El
cerebro y la médula forman con los nervios y los músculos un sistema
indivisible. Los músculos no son, desde el punto de vista funcional, sino una
prolongación del cerebro. Gracias s ellos y a su armadura ósea, la inteligencia
humana ha dejado su huella en el mundo. La forma de nuestro esqueleto es una
condición esencial de nuestra potencia. Los miembros son palancas articuladas
compuestos de tres segmentos. El miembro superior está montado sobre una placa
móvil, el omóplato, mientras que la cintura ósea, a la cual se articula el
miembro inferior, se mantiene rígida y fija. A l o largo del esqueleto están
colocados los músculos motores. En la extremidad del brazo, estos músculos se
expanden en tendones que mueven dedos y mano. La mano es una obra de arte perfecta.
A la vez, siente y actúa. Casi se diría que ve. La disposición anatómica de su
piel y de su aparato táctil, como asimismo sus músculos y sus huesos han
permitido a la mano fabricar armas y útiles. Jamás habríamos adquirido la
maestría de la materia sin ayuda de los dedos, esas cinco diminutas palancas,
compuestas cada cual de tres segmentos articulados que se encuentran montados
sobre los metacarpos y el macizo óseo de la mano. La mano se adapta al trabajo
más brutal como al más delicado. Maneja con la misma habilidad el cuchillo de
sílex del cazador primitivo, la maza del herrero, el hacha del leñador, la
carreta del campesino, la espada del caballero, las palancas del aviador, los
pinceles del artista, la pluma del escritor, los hilos del tejedor de seda.
Sirve para matar y para bendecir, para dar y robar, para sembrar el grano en la
superficie del surco y para lanzar las granadas en las trincheras.
La
delicadeza, la fuerza y adaptación de los miembros inferiores cuyas
oscilaciones pendulares determinan la marcha y la carrera, no han sido jamás
igualados por nuestras máquinas que utilizan únicamente el principio de la
rueda. Las tres pequeñas palancas de cada uno de nuestros dedos, se pliegan con
una maravillosa facilidad a todas las actitudes, a todos Íos esfuerzos, a todos
los movimientos. Nos conducen tan bien sobre el suelo pulido de una sala de
baile, como sobre el caos de un banco de hielo, en las avenidas del Park Avenue
o sobre, las pendientes de las montañas rocosas. Nos permiten caminar, correr,
trepar, caer, nadar, progresar sobre todos los terrenos y en todas las
condiciones.
Existe
otro sistema orgánico compuesto de sustancia cerebral, de nervios, de músculos
y de cartílagos que, como la mano, contribuye a la superioridad del hombre sobre
todos los seres vivientes. Está, constituido por la lengua y la laringe y por
su aparato nervioso. Gracias a él, podemos expresar nuestros pensamientos y
comunicarnos entre nosotros por medio de sonidos. Sin el lenguaje articulado,
la civilización no podría existir.
El
uso de la palabra como el de la mano, ha contribuido mucho al desarrollo del
cerebro. Las partes cerebrales de la mano, de la lengua y de la laringe, se
extienden sobre una ancha superficie de la corteza. Al mismo tiempo que estos
centros nerviosos ordenan los movimientos de la escritura, de la palabra, del
aprehender los objetos, están estimulados por ellos. Son, a la vez,
determinantes y determinados. Se diría que el juego de la inteligencia se
encuentra facilitado por las contracciones rítmicas de los músculos. Ciertos
ejercicios físicos parecen excitar el pensamiento. Y es por ello, quizás, que
Aristóteles y sus alumnos tenían el hábito de pasearse cuando discutían los
altos problemas de la filosofía y de la ciencia. Parece que ninguna parte de
los centros nerviosos funciona aisladamente. Vísceras, músculos, médula,
cerebro, son solidarios los unos de los otros. Los músculos, cuando se
contraen, dependen no sólo de las regiones extendidas, sino también de
numerosas vísceras. Reciben sus direcciones del sistema nervioso centra; y su
energía del corazón, de los pulmones, de las glándulas y del medio interior.
Para obedecer al cerebro, necesitan la cooperación del cuerpo entero.
Xl
Sistema nervioso visceral.– La vida inconsciente de los órganos.
Gracias
al sistema nervioso autónomo colaboran las vísceras a nuestras relaciones con
el mundo exterior. Los órganos, tales como el estómago, el hígado, el corazón,
etc. no están sometidos a nuestra voluntad. Nos es imposible aumentar o
disminuir, cuando nos place, el calibre de nuestras arterias o el ritmo de las
pulsaciones de nuestro corazón y las contracciones de nuestro intestino. La
independencia de estas funciones es debida a la presencia de arcos reflejos en
los órganos mismos. Estos sistemas locales están constituidos con pequeños
conjuntos de células nerviosas diseminadas en los tejidos, bajo la piel, en
torno a los vasos sanguíneos, etc. Existe una cantidad de centros reflejos que
procuran su automatismo a las vísceras. Por ejemplo, una asa intestinal,
extirpada del cuerpo, y provista de una circulación artificial, presenta
movimientos normales. Un riñón injertado comienza a segregar en seguida. La
mayor parte de los órganos poseen cierta independencia. Pueden funcionar aún
cuando se les separe del cuerpo. Sus innumerables fibras nerviosas de que están
provistos provienen de la doble cadena de ganglios simpáticos que se encuentran
delante de la columna vertebral, y de otros ganglios colocados en torno de
vasos del abdomen. Estos centros ganglionares manejan todos los órganos y
reglamentan su trabajo. Por otra parte, gracias a sus relaciones con la médula,
el bulbo, y el cerebro, coordinan la acción de las vísceras con la de los
músculos en los actos que exigen el esfuerzo del cuerpo entero.
Los
ganglios simpáticos se encuentran unidos al sistema central en tres diferentes
regiones por medio de ramificaciones que les comunican con las partes craneana,
dorsal y pelviana del sistema central o voluntario. Los nervios autónomos de la
región craneana y de la región de la pelvis se llaman parasimpáticos. Aquellos
de la región dorsal se llaman nervios simpáticos propiamente dichos. La acción
del parasimpático y del simpático se oponen una a la otra. Las vísceras
resultan así, a la vez , independientes y dependientes del sistema nervioso
central. Es posible extirpar, en una sola masa, del cuerpo de un gato y de un
perro los pulmones, el corazón, el estómago, el hígado, el páncreas, el
intestino, el bazo, los riñones, la vejiga con sus vasos sanguíneos y sus
nervios, sin que el corazón detenga sus latidos y la sangre deje de circular.
Si a este ser visceral se le sitúa en un baño caliente y si se proporciona
oxígeno a sus pulmones, continúa viviendo. El corazón late, el estómago y el
intestino se contraen y digieren los alimentos. Cuando se extirpa sencillamente
al animal vivo, como lo ha hecho Cannon, la doble cadena simpática, el sistema
visceral se aísla en seguida del sistema nervioso central. Sin embargo, los
animales así operados viven en buena salud en sus jaulas. Pero no serían
capaces de una existencia libre. Porque, en la lucha por la vida, no pueden
llamar a su corazón, a sus pulmones y a sus glándulas en socorro de sus
músculos, de sus garras y de sus dientes.
Los
nervios simpáticos obran sobre las pulsaciones del corazón, sobre las
contracciones de los músculos, de las arterias y de los intestinos, y sobre la
secreción de las células glandulares. El influjo nervioso se propaga, como en
los nervios motores de los ganglios centrales, a los órganos. Cada órgano está
doblemente inhibido, de una lado por el simpático, del otro por el
parasimpático. El parasimpático torna más lentos los latidos del corazón,
mientras el simpático los acelera. De igual modo, el primero dilata las
pupilas, el segundo las contrae. Los movimientos del intestino son más pausados
si el simpático interviene, y se aceleran si el parasimpático entra a obrar.
Según el predominio de uno o de otro de estos sistemas, los seres humanos
adquieren temperamentos diferentes. Estos son los nervios que reglamentan la
circulación de cada órgano. El gran simpático produce la constricción de las
arterias y la palidez de la faz en las emociones y en ciertas enfermedades. Su
acción está, seguida del enrojecimiento de la piel y de la contracción de la
pupila. Ciertas glándulas, tales como la hipófisis y la suprarrenal, están
hechas a la vez de células glandulares y nerviosas. Entran en actividad bajo la
influencia del simpático. Las sustancias químicas que segregan producen el
mismo efecto en los vasos que el nervio mismo; aumentan su poder. Como el gran
simpático, la adrenalina contrae los vasos. En suma, el sistema nervioso
autónomo, por sus fibras simpáticas y parasimpáticas, mantiene bajo su dominio
el mundo inmenso de las vísceras. Es él quien unifica su acción. Más adelante
describiremos de qué manera viene a ser el substratum más importante de
las funciones que nos permiten durar, las funciones adaptativas.
El
sistema autónomo depende, como lo hemos visto, del sistema nervioso voluntario,
que viene siendo el coordinador supremo de todas las actividades orgánicas. Se
encuentra, representado por un cuerpo que se halla en la base del cerebro. Las
heridas y tumores de ésta región son seguidas de desórdenes de las funciones
afectivas. En efecto, nuestras emociones pueden expresarse por intermedio de
las glándulas. La vergüenza, la cólera, el temor, producen modificaciones de la
circulación cutánea, palidez o rojez de la faz, contracción o dilatación de las
pupilas, la protrusión del ojo, la descarga de adrenalina en la circulación, la
detención de las secreciones gástricas, etc. Es por ello que nuestros estados
de conciencia tienen marcado efecto sobre las funciones de las vísceras. Se
sabe que multitud de enfermedades del estómago y del corazón, comienzan por
trastornos nerviosos.
Entre
los individuos sanos, los órganos permanecen ignorados. Sin embargo, poseen
nervios sensitivos, que envían sin cesar mensajes a los centros nerviosos y, en
particular, al centro de la conciencia visceral. Cuando nuestra atención se
halla dirigida hacia las cosas exteriores en la lucha cotidiana por la vida las
impresiones que provienen de los órganos, no franquean el umbral de la
conciencia. Pero, sin que nosotros nos demos cuenta precisa, dan cierto color a
nuestros pensamientos, a nuestras emociones, a nuestras acciones, a toda
nuestra vida. Se puede tener, sin razón alguna, la impresión de una desgracia
inminente; o bien la de una alegría, la de una desconocida felicidad. El estado
de nuestros sistemas orgánicos obra puramente sobre la conciencia. A veces un
órgano nos da, de este modo, la advertencia del peligro, Cuando un hombre, sano
o enfermo, experimenta la impresión de su muerte próxima, esta nueva, le viene
probablemente del centro de la conciencia visceral. Y la conciencia visceral se
engaña rara vez. Ciertamente, entre los habitantes de
Xll
Complejidad y sencillez
del cuerpo.– Los límites anatómicos y
los límites fisiológicos de los órganos.–
Homogeneidad fisiológica y heterogeneidad anatómica.
El
cuerpo se nos aparece, pues, como una cosa extremadamente compleja, como una
gigantesca asociación de diversas razas celulares, cada una de las cuales se
compone de millares de individuos. Estos viven sumergidos en humores fabricados
con diversas sustancias químicas que crean ellos mismos, y de las que obtienen
su alimento. De un extremo a otro del cuerpo, se comunican entre ellos los
productos de sus secreciones, manteniéndose, además, unidos entre si por el
sistema nervioso. Nuestros métodos analíticos nos ponen en presencia de una
complejidad prodigiosa, y sin embargo estas muchedumbres inmensas se comportan,
a la verdad, como un ser único en su esencia. Nuestros actos son sencillos,
como por ejemplo, estimar de exacta manera un peso mínimo, elegir sin contarlos
ni caer en error, un número dado de objetos pequeños. Sin embargo estos gestos
aparecen en nuestras inteligencia como si estuvieran compuestos de multitud de
elementos. Exigen el trabajo armónico de los sentidos musculares, de los
músculos de la piel, de la retina, del ojo, de innumerables células musculares
y nerviosas. La sencillez es probablemente real, la complejidad artificial.
Nada es más simple y homogéneo que el agua del océano, pero si pudiéramos
mirarla a través de algún aparato que aumentase su volumen un millón de veces,
perdería esa simplicidad. Se trasformaría entonces en una población heterogénea
de moléculas con dimensiones y formas diferentes que se agitarían con
velocidades diversas en inextricable caos. Por ello es que los objetos de
nuestro mundo resultan simples o complejos, según la técnica que usemos para
estudiarlos. De hecho, la sencillez funcional posee siempre un substratum
complejo, lo que viene siendo un resultado inmediato de la observación que no
nos queda sino aceptar tal cual es.
Nuestros
tejidos poseen gran heterogeneidad estructural. Se componen de elementos muy
diferentes los unos de los otros. El hígado, el bazo, el corazón, los riñones,
tienen su individualidad particular y límites definidos. Para anatomistas y
cirujanos, nuestra heterogeneidad orgánica es indiscutible. Sin embargo, parece
ser que ésta es más aparente que real. Las funciones carecen muchísimo más de
límites que los órganos. El esqueleto, por ejemplo, no constituye sólo la
armazón del cuerpo; forma parte, asimismo del sistema circulatorio,
respiratorio y nutritivo, puesto que fabrica gracias a la médula, leucocitos y
glóbulos rojos. El hígado segrega la bilis, destruye los venenos y los
microbios, almacena glucógenos, regula el metabolismo del azúcar en el
organismo entero, produce la heparina. Lo mismo ocurre con el páncreas,
las glándulas suprarrenales, el bazo, etc. Cada uno de estos órganos posee
múltiples misiones y toma parte en casi la totalidad de los acontecimientos del
cuerpo. Pero para su individualidad anatómica, existen fronteras más estrechas
que para su individualidad fisiológica.
Una
sociedad celular, por intermedio de las sustancias que ella misma fabrica, se
insinúa en todas las otras sociedades. Por lo demás, este vastísimo conjunto
está colocado bajo el dominio de un cerebro central único. Este centro envía
sus órdenes en silencio a todas las regiones del mundo orgánico. Hace del
corazón, vasos y pulmones, del aparato digestivo, y de las glándulas
endocrinas, un todo donde se confunden los individuos morfológicos.
En
realidad, toda esta heterogeneidad del organismo es producida sólo por la
fantasía del observador. ¿Por qué identificar un órgano a sus elementos
histológicos antes que a las sustancias químicas por él segregadas? Ante el
anatomista, los riñones aparecen como dos glándulas diversas. Sin embargo,
desde el punto de vista fisiológico, no constituyen sino un solo ser. Si se
extirpa uno de ellos, el otro se hipertrofia. Un órgano no está limitado por
superficie, y por el contrario, se extiende tan lejos como las sustancias que
segrega. En efecto, su estado funcional y estructural depende de la rapidez con
que sus sustancias sean utilizadas por los otros órganos. Cada glándula, se
prolonga, por medio de sus secreciones internas, en el cuerpo entero.
Supongamos que las sustancias derramadas en la sangre por los testículos sean
azules: el cuerpo entero del macho sería azul. Los testículos estarían
coloreados de manera más intensa, pero su tinte específico se extendería en todos
los tejidos y en todos los órganos, aun en los cartílagos de las extremidades
de los huesos. El cuerpo se nos presentaría como formado por un testículo
inmenso. En realidad, la extensión espacial y temporal de cada glándula, es
idéntica a la del organismo entero. Un órgano está constituido tanto por su
medio interior como por sus elementos anatómicos, o sea, conformado a la vez de
células específicas y de un medio específico, y este medio se extiende fuera de
la frontera anatómica. Cuando se reduce el concepto de una glándula al de su
armazón fibrosa, de sus células, de sus vasos y de sus nervios, no puede
comprenderse la existencia del organismo vivo. En suma, el cuerpo está, formado
por una heterogeneidad anatómica, y por una homogeneidad fisiológica. Obra como
si fuese simple pero nos presenta una estructura compleja. Esta antítesis es
producto de nuestro espíritu que se representa al hombre construido como está
construida una máquina.
Xlll
Modo de organización del
cuerpo.– La analogía mecánica. – La antítesis.– La necesidad de atenerse, sin más, a la
observación inmediata.– Las regiones
desconocidas.
La
organización de nuestro cuerpo no se parece al montaje de una máquina. Una
máquina se compone de piezas múltiples, separadas en su origen. Una vez reunidas
las piezas, la máquina se convierte en un objeto simple. Se encuentra
organizada, como el ser viviente, para una función determinada. Y como él
misino, es a la vez, sencilla y compleja. Pero es primariamente compleja y
secundariamente sencilla. Por el contrario, el ser humano, es primariamente
sencillo y secundariamente complejo. Se compone, desde luego, de una sola
célula. Esta célula se divide en otras dos, que se dividen a su turno, y la
división continúa indefinidamente. En el curso de este proceso de complicación
estructural, el embrión retiene la sencillez también estructural del huevo. Se
diría que las células, aunque han llegado a ser los elementos de una
muchedumbre innumerable, conservan el recuerdo de su unidad original. Conocen
de antemano las funciones que les son atribuidas en el conjunto del organismo.
Si se cultivan las células epiteliales durante muchos meses fuera del animal
del cual provienen, siempre se disponen en mosaico, como para recubrir una
superficie. Los leucocitos que viven en frascos fagocitan microbios y glóbulos
rojos, aunque no tengan que defender el cuerpo contra las incursiones de estos
extranjeros. El conocimiento innato del papel que deben representar en el todo,
es un modo de ser de los elementos del cuerpo.
Las
células aisladas tienen el singular poder de reproducir sin finalidad ni
dirección, los edificios que caracterizan los órganos. Si de una gota de sangre
colocada en el plasma líquido, se deslizan en forma de pequeño arroyuelo,
algunos glóbulos rojos arrastrados por la pesantez, se forman en torno suyo y
en seguida, ligeras orillas. Estas orillas se recubren en el acto con filamento
de fibrina. Y el arroyuelo se convierte en un tubo por donde pasan los glóbulos
rojos como por un vaso sanguíneo. Después, los leucocitos vienen a situarse en
la superficie de este tubo, le rodean con sus extremidades y le dan el aspecto
de un capilar provisto de células contráctiles. Así, pues, los glóbulos
sanguíneos componen un segmento del aparato circulatorio, aunque no exista ni
corazón, ni circulación, ni tejidos que regar. Las células parecen abejas, que
construyen sus alvéolos geométricos, fabrican su miel, nutren sus embriones,
como si cada una de ellas conociese las matemáticas, la química, la biología, y
obrase en interés de toda la comunidad. Esta tendencia a la formación de
órganos por sus elementos constitutivos es, como las aptitudes sociales de los
insectos, una consecuencia inmediata de la observación. Resulta inexplicable,
con ayuda de nuestros conceptos actuales, pero nos facilita la comprensión del
modo cómo se organiza el cuerpo vivo.
Un
órgano se edifica por medio de procedimientos que parecen extrañísimos a
nuestro espíritu. No exige un aporte de células, como exige la construcción de
una casa un aporte de materiales. No es una construcción celular. Sin duda, se
compone de células, como una casa de ladrillos. Pero es el producto de esas
células, como si una casa fuese el producto de un ladrillo; un ladrillo que se
pusiese a fabricar otros ladrillos utilizando el agua del arroyo, las sales
minerales que contiene y el aire atmosférico. En seguida estos ladrillos
formarían automáticamente murallas sin atender el plan del arquitecto, ni
aguardar la llegada de los albañiles. Se trasformarían asimismo en vidrios para
las ventanas, en tejas para la construcción del techo, en carbón para la
calefacción, en agua para la cocina. En suma, un órgano se desarrolla por los
mismos procedimientos atribuidos a las hadas en los cuentos que se contaba
antaño a los niños, y es producido por las células que parecen conocer el
edificio futuro, y que sintetizan, a expensas del medio interior, el plan de
construcción, los materiales y los obreros. Los métodos del organismo son,
pues, totalmente diferentes de aquellos de que nos servimos para la
construcción de nuestras máquinas y de nuestras casas. No encontramos en ellos
la sencillez de los nuestros. Los procedimientos empleados por nuestro cuerpo
son enteramente originales. No encontramos en este mundo intraorgánico, las
formas típicas de nuestra inteligencia. Ésta se encuentra amoldada sobre la
sencillez del mundo cósmico y no sobre la complejidad de los mecanismos
internos de los animales. Por el momento, no es posible comprender la forma de
organización de nuestro cuerpo y sus actividades nutritivas y nerviosas. Las
leyes de la mecánica, de la física y de la química, se aplican completamente al
Universo material. Parcialmente, al ser humano. Es preciso abandonar en
definitiva las ilusiones de los mecánicos del siglo XlX, los dogmas de Jacques
Leeb, las pueriles concepciones físico-químicas del hombre en las que se
complacen aun tantos fisiólogos y médicos. Es preciso dejar también de lado las
fantasías filosóficas y humanísticas de los físicos y de los astrónomos. Tras
otros muchos, Jeans cree y enseña que Dios, creador del Universo sideral, es un
matemático. Si así fuese, el mundo material, los seres vivientes y el hombre,
no habrían sido creados por el mismo Dios. ¡Qué ingenuas son nuestras
especulaciones! A la verdad, no tenemos de la constitución de nuestro cuerpo
sino un conocimiento rudimentario. Debemos contentarnos por el momento con la
observación positiva de nuestras actividades orgánicas y mentales, y avanzar
sin otra guía que ella, hacia lo desconocido.
XlV
Fragilidad y solidez del
cuerpo.– El silencio del cuerpo
durante la salud,– Los estados
intermediarios entre la enfermedad y la salud.
Nuestro
cuerpo es de una gran solidez. Se acomoda a todos los climas: a la sequedad, a
la humedad, al frío de las regiones polares, al calor tropical. Soporta con
igual resistencia la privación de alimentos, las intemperies, las fatigas, las
preocupaciones, el trabajo excesivo. El hombre es el más resistente, en suma,
de todos los animales, y la raza blanca, constructora de nuestra civilización,
la más resistente de todas las razas. Sin embargo, nuestros órganos son
frágiles. Se hieren con el más pequeño choque. Se desintegran en el momento
mismo en que la circulación se detiene. El cerebro se aplasta con una ligera
presión de los dedos. Esta oposición entre la fragilidad y la solidez del
organismo es como la mayor parte de las antítesis que encontramos en la
biología: una ilusión de nuestro espíritu. Resulta de la comparación
inconsciente que siempre hacernos entre nuestro cuerpo y una máquina. La
solidez de una máquina depende de la del metal con que está, construida y de la
perfección de su montaje, pero la del ser viviente es debida a causas sumamente
diferentes. Proviene sobre todo, de la elasticidad de los tejidos, de su
tenacidad, de la propiedad suya de reproducirse en lugar de gastarse, del
extraño poder que el organismo posee de hacer frente a cualquiera nueva
situación por medió de cambios adaptivos. La resistencia a la enfermedad, a las
fatigas, a los sufrimientos; la capacidad de esfuerzo, el equilibrio nervioso,
dan la medida de la superioridad de los hombres. Tales cualidades caracterizan
las funciones de nuestra civilización. Las grandes razas blancas deben su éxito
a la perfección de su sistema nervioso. Sistema nervioso que, aunque en extremo
sensible y excitable, es, sin embargo, susceptible de disciplina. Las
cualidades excepcionales de sus tejidos y de su conciencia son los que han dado
a los pueblos de Europa occidental y a sus colonias de los Estados Unidos, el
predominio sobre todos los otros.
Ignoramos
la naturaleza de esta solidez orgánica, de esta superioridad nerviosa y mental.
¿Se deben, acaso, a la estructura misma de las células, a las substancias
químicas que sintetizan, a la manera en que sus órganos son integrados en un
todo por los humores y por los nervios? No lo sabemos. Estas cualidades son
hereditarias. Existen entre nosotros desde hace multitud de siglos. Sin
embargo, pueden desaparecer, aun en las más ricas y grandes naciones. La
historia de las civilizaciones pasadas nos da clara idea de esa catástrofe.
Pero no nos explica su génesis sino con cierta vaguedad. Es verdad que la
solidez del cuerpo y de la conciencia debe ser conservada a toda costa. La
fuerza mental y nerviosa es infinitamente más importante que la fuerza
muscular. El descendiente no degenerado de una raza grande, posee una
resistencia natural a la fatiga y al temor. No piensa en su salud o en su
seguridad. Ignora a los médicos. Se niega a creer que la edad de oro llegará
cuando los químicos fisiólogos hayan obtenido todas las vitaminas y todos los
productos de secreción de las glándulas endocrinas en estado puro. Se considera
destinado a obrar, a pensar, a amar, a luchar, a conquistar. Su acción sobre el
mundo exterior es tan eminentemente sencilla como el salto de la bestia feroz
cuando se arroja sobre su presa. No se da más cuenta que el animal mismo de su
complejidad estructural.
El
cuerpo sano vive silenciosamente. No le escuchamos, no le sentimos funcionar.
Los ritmos de nuestra existencia se traducen por las impresiones cenestésicas,
que, como el dulce rumor de un motor de dieciséis cilindros, ocupan el fondo de
nuestra conciencia cuando nos sumergimos en el silencio y el recogimiento. La
armonía de las funciones orgánicas da el sentimiento de la paz. Cuando la
presencia de un órgano se acerca al umbral de la conciencia, este órgano
comienza a funcionar mal. El dolor es una señal de alarma. Muchas gentes, sin
estar enfermas, no gozan, ciertamente, de buena salud. La calidad de algunos de
sus tejidos es mala. Las secreciones de tal glándula o de tal mucosa, es escasa
o abundante. La excitabilidad de su sistema nervioso es exagerada. La
correlación de sus funciones orgánicas en el espacio o en el tiempo se opera
mal. La resistencia de sus tejidos a las infecciones no es suficiente. Estos
estados de inferioridad corporal obran pesadamente sobre su destino y les hacen
desgraciados. Aquel que descubriera los medios de producir el desarrollo
armonioso de los tejidos y de los órganos, sería el instaurador de un gran
progreso, porque, aun más que el propio Pasteur aumentaría en los hombres la
aptitud para la felicidad.
Hay
muchas causas que contribuyen el debilitamiento del cuerpo. Se sabe que una
alimentación demasiado pobre o demasiado rica, el alcoholismo, la sífilis, las
uniones consanguíneas y también la prosperidad y el descanso excesivo,
disminuyen y debilitan la calidad de los tejidos y de los órganos. La
ignorancia y la pobreza producen efectos idénticos que la riqueza y el confort.
Los hombres civilizados degeneran en los climas tropicales. En cambio se
desarrollan en los templados o fríos. Tienen necesidad de una forma de vida que
impone a cada cual un esfuerzo constante, una disciplina fisiológica y moral y
ciertas privaciones. Tales condiciones de existencia les procuran la
resistencia a la fatiga y a los sufrimientos. Asimismo les preservan de muchas
enfermedades, en particular de las enfermedades nerviosas, y les impulsan
irresistiblemente a la conquista del mundo exterior.
XV
Las enfermedades
infecciosas y degenerativas
La
enfermedad consiste en un desorden funcional y estructural. La variedad de sus
aspectos es tan grande como la de nuestras actividades orgánicas. Hay
enfermedades del estómago, enfermedades del corazón, enfermedades del sistema
nervioso, etc. Pero el cuerpo enfermo conserva la misma unidad que el cuerpo
normal. Está todo entero enfermo. Ninguna enfermedad permanece estrictamente
confinada, en un órgano solo. Es la vieja concepción anatómica del ser viviente
lo que ha conducido a los médicos a hacer de cada enfermedad una especialidad
particular. Solamente aquellos que conocen al hombre a la vez en sus partes y
en su conjunto, bajo su triple aspecto anatómico, fisiológico y mental, pueden
comprender cuando aquél está enfermo.
Hay
dos grandes clases de enfermedades. Las enfermedades infecciosas o microbianas
y las enfermedades degenerativas. Las primeras provienen de la penetración en
el cuerpo de virus o de bacterias. Los virus son seres invisibles y
absolutamente pequeños, apenas mayores que una molécula de albúmina. Son
capaces de vivir en el interior de las células. Prefieren en cierto modo de los
elementos del sistema nervioso, de piel, las glándulas. Les matan o modifican
sus funciones. Determinan la parálisis infantil, la gripe, la encefalitis
letárgica, etc. También la rabia, la fiebre amarilla y probablemente el cáncer.
A veces, transforman las células inofensivas, los leucocitos de la gallina, por
ejemplo, en temibles enemigos que invaden los órganos y matan en pocos días al
animal. Estos terribles seres nos son desconocidos. No les vemos jamás. Sólo se
manifiestan por sus efectos sobre los tejidos. Con ellos, las células están sin
defensa. No oponen, a su paso, más resistencia que la que podrían oponer al
humo las hojas de un árbol.
Las
bacterias, comparadas a los virus, son verdaderos gigantes. Penetran, sin
embargo, con facilidad en nuestro cuerpo por medio de la mucosa intestinal, por
la nariz, por los ojos o por la garganta, o bien, por la superficie de una
herida. Se instalan, no en el interior de las células, sino en torno de ellas.
Invaden los tabiques que separan los órganos. Se multiplican bajo la piel,
entre los músculos, en la cavidad del abdomen, en las membranas que envuelven
el cerebro y la médula. Pueden, incluso, invadir la sangre. Segregan en el
medio interior, substancias tóxicas. Provocan los desórdenes en todas las
funciones orgánicas.
Las enfermedades
degenerativas son a menudo la consecuencia de las enfermedades microbianas, y a
menudo también la consecuencia de ciertas enfermedades del corazón y del mal de
Bright. Las provoca la presencia en el organismo de sustancias tóxicas, que
provienen de los tejidos mismos. Cuando es la glándula tiroides la que fabrica
tales sustancias, aparecen los síntomas del bocio exoftálmico. Ciertas
enfermedades pueden producirse por efecto de la detención de las secreciones
indispensables de la nutrición. Es por ello que la insuficiencia de las
glándulas endocrinas, de la tiroides, del páncreas, del hígado, de la mucosa
gástrica, trae como consecuencia enfermedades tales como el mixedema, la
diabetes, la anemia perniciosa, etc. Otras enfermedades son determinadas por la
carencia de vitaminas, sales minerales y metales que resultan necesarios para
la construcción y mantenimiento de los tejidos. Cuando los órganos no reciben
del medio exterior los materiales de que tienen necesidad, pierden su
resistencia a los microbios, se desarrollan mal, fabrican venenos. Por último
existen enfermedades que discuten hasta la hora presente sabios e institutos de
investigaciones científicas. Entre ellas el cáncer y multitud de enfermedades
nerviosas y mentales.
Se
sabe de un modo positivo, que los progresos de la higiene durante estos últimos
veinticinco años han hecho maravillas y que la frecuencia de las enfermedades
infecciosas ha disminuido de una manera admirable. La duración media de la vida
era sólo de cuarenta y nueve años en año 1900 y ha aumentado, desde esa fecha,
en más de once años. A pesar de esta evidente victoria de la medicina, el
problema de la enfermedad, sigue siendo formidable. El ser humano moderno es
delicado. Un millón cien mil personas deben emplear su tiempo para cuidar
ciento veinte millones de personas enfermas. Entre la población de los Estados
Unidos, existen anualmente más o menos cien millones de casos de enfermedades
graves o ligeras. En los hospitales están ocupadas permanentemente 700.000
camas. Los enfermos hospitalizados y no hospitalizados, se sirven de 142.000
médicos, 65.000 dentistas, 150.000 farmacéuticos y 280.000 enfermeras. Existen
7.000 hospitales, 8.000 clínicas y 60.000 farmacias. Se consumen cada año 715
millones de dólares en adquirir remedios. El conjunto de atenciones médicas en
todos sus aspectos cuesta 3.500 millones de dólares. Evidentemente, pues, la
enfermedad constituye, económicamente hablando, un fardo harto pesado. Su
importancia en la vida de cada cual es incalculable. La medicina está muy lejos
de haber disminuido, como generalmente se cree, la suma de sufrimientos
humanos. Si es verdad que hoy se muere menos de enfermedades infecciosas, se
muere en cambio más de enfermedades degenerativas que, por otra parte, son más
largas y dolorosas. Los años de existencia que ganamos gracias a la supresión
de la difteria, de la viruela, del tifus, etc. se pagan con los prolongados
sufrimientos que preceden a la muerte debida a las afecciones crónicas. El
cáncer es, como lo saben todos, particularmente cruel. Por otra parte, el
hombre civilizado está expuesto como antes a la sífilis y a los tumores del
cerebro; a la esclerosis, al reblandecimiento, a la hemorragia de los vasos, al
surmenage moral e intelectual que tales enfermedades producen.
Igualmente se encuentra sujeto a todo género de des6rdenes orgánicos y
funcionales que resultan de las nuevas condiciones de existencia, del exceso de
alimentación y de la insuficiencia de ejercicios físicos. El desequilibrio del
sistema visceral acarrea afecciones del estómago y del intestino. Las
enfermedades del corazón se tornan frecuentes como acontece con la diabetes.
Por lo que toca a las afecciones del sistema. nervioso central, son
innumerables. En el curso de su existencia, todo individuo padece crisis
neurasténicas y depresiones nerviosas engendradas por la fatiga, el ruido, las
inquietudes, etc. Aun cuando la higiene moderna haya prolongado muchísimo la
duración media de la vida, está lejos de haber suprimido la enfermedad. Se ha
contentado con variar su naturaleza.
Esta
variación no proviene únicamente de la disminución de las enfermedades
infecciosas, sino también de modificaciones acaecidas en la constitución de los
tejidos y de los humores, bajo la influencia de las modalidades nuevas de la
existencia. El organismo se ha hecho más susceptible a las enfermedades
degenerativas. Está afectado por los choques nerviosos y mentales a los cuales
se encuentra sometido constantemente por las substancias tóxicas que fabrican
nuestros órganos en sus desórdenes funcionales, y por las que penetran en él
con los alimentos y con el aire. Además, por la carencia de funciones
fisiológicas y mentales esenciales. Ya no reciben de los alimentos mas comunes,
las mismas sustancias nutritivas que recibieron antes. A causa de su producción
en masa y de las técnicas de la comercialización, el trigo, los huevos, la
leche, la fruta, etc, conservando su apariencia familiar, se han modificado.
Los abonos químicos aumentando la abundancia de las cosechas y empobreciendo el
suelo de ciertos elementos que son incapaces de reemplazar han alterado la
constitución química de los granos y de los cereales. Se ha forzado a las
gallinas, por medio de una alimentación artificial a la producción en masa de
huevos. La calidad de esos huevos no viene entonces a ser diferente. Otro tanto
ocurre con la leche de las vacas encerradas durante el año entero en los
establos y alimentadas con productos manufacturados. Además, los higienistas,
no han prestado suficiente atención a la génesis de las enfermedades. Sus
estudios sobre la influencia del modo de vida y alimentación, acerca del estado
fisiológico, intelectual y moral de los hombres modernos, son superficiales,
incompletos y de corta duración. Han contribuido, así, al debilitamiento de
nuestro cuerpo y de nuestro espíritu, dejándonos expuestos a los ataques de las
enfermedades degenerativas. Comprenderemos mejor la historia de estas
enfermedades de la civilización, después de haber considerado las funciones
mentales. En la enfermedad, como en la salud, el cuerpo y la conciencia son
inseparables.
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