LOS FORJADORES DE IDEALES
José Ingenieros
I. El clima del genio. - II. Sarmiento. - III. Ameghino. - IV. La
moral del genio.
I. EL CLIMA DEL GENIO
La desigualdad es la fuerza y la esencia de toda selección. No hay dos
lirios iguales, ni dos águilas, ni dos orugas, ni dos hombres: todo lo que vive
es incesantemente desigual. En cada primavera florecen unos árboles antes que
otros, como si fueran preferidos por la Naturaleza que sonríe al sol
fecundante; en ciertas etapas de la historia humana, cuando se plasma un
pueblo, se crea un estilo ose formula una doctrina, algunos hombres
excepcionales anticipan su visión a la de todos, la concretan en un Ideal y la
expresan de tal manera que perdura en los siglos. Heraldos, la humanidad los
escucha; profetas, los cree; capitanes, los sigue; santos, los imita. Llenan
una era o señalan una ruta; sembrando algún germen fecundo de nuevas verdades,
poniendo su firma en destinos de razas, creando armonías, forjando bellezas. La
genialidad es una coincidencia. Surge como chispa luminosa en el punto donde se
encuentran las más excelentes aptitudes de un hombre y la necesidad social de
aplicarlas al desempeño de una misión trascendental
El hombre extraordinario sólo asciende a la genialidad si encuentra clima propicio: la semilla mejor necesita de la tierra más fecunda. La función reclama el órgano: el genio hace actual lo que en su clima es potencial.
Nacen muchos ingenios excelentes en cada siglo. Uno entre cien, encuentra tal clima y tal hora que lo destina fatalmente a la culminación: es como si la buena semilla cayera en terreno fértil y en vísperas de lluvias. Ése es el secreto de su gloria: coincidir con la oportunidad que necesita de él. Se entreabre y crece, sintetizando un Ideal implícito en el porvenir inminente o remoto: presintiéndolo, imponiéndolo.
La obra de genio no es fruto exclusivo de la inspiración individual, ni puede mirarse como un feliz accidente que tuerce el curso de la historia; convergen a ello las aptitudes personales y circunstancias infinitas. Cuando una raza, un arte, una ciencia o un credo preparan su advenimiento o pasan por una renovación fundamental, el hombre extraordinario aparece, personificando nuevas orientaciones de los pueblos o de las ideas. Las anuncia como artista o profeta, las desentraña como inventor o filósofo, las emprende como conquistador o estadista. Sus obras le sobreviven y permiten reconocer su huella, a través del tiempo. Es rectilíneo e incontrastable: vuela y vuela, superior a todos los obstáculos, hasta alcanzar la genialidad. Llegando a deshora ese hombre viviría inquieto, luctuante, desorientado; sería siempre intrínsecamente un ingenio, podría llegar al talento si se acomodara a alguna de sus vocaciones adventicias, pero no sería un genio, mientras no le correspondiera ese nombre por la obra realizada. No podría serlo desde que le falta la oportunidad en su ambiente.
El genio y el idiota son los términos extremos de la escala infinita.
Por haberlo olvidado mueven a reír las estadísticas y las conclusiones
de algunos antropólogos. Reservemos el título a pocos elegidos. Son animadores
de una época, transfundiéndose algunas veces en su gene ración y con más
frecuencia en las sucesivas, herederas legítimas de sus ideas o de su impulso.
La adulación prodiga a manos llenas el rango de genio a los poderosos;
imbéciles hay que se lo otorgan a sí mismos. Hay, sin embargo, una medida para
apreciar la genialidad: si es legítima, se reconoce por su obra, honda en su
raigambre y vasta en su floración. Si poeta, canta un ideal; si sabio, lo
define; si santo, lo enseña; si héroe, lo ejecuta.
Pueden adivinarse en un hombre joven las más conspicuas aptitudes para
alcanzar la genialidad; pero es difícil pronosticar si las circunstancias
convergerán a que ellas se conviertan en obras. Y, mientras no las vemos, toda
apreciación es caprichosa. Por eso, y porque ciertas obras geniales no se
realizan en minutos, sino en años, un hombre de genio puede pasar desconocido
en su tiempo y ser consagrado por la posteridad. Los contemporáneos no suelen
marcar el paso a compás del genio; pero si éste ha cumplido su destino, una
nueva generación estará habilitada para comprenderlo.
En vida, muchos hombres de genio son ignorados, proscritos, desestimados
o escarnecidos. En la lucha por el éxito pueden triunfar los mediocres, pues se
adaptan mejor a las modas ideológicas reinantes; para la gloria sólo cuentan
las obras inspiradas por un ideal y consolidadas por el tiempo. que es donde
triunfan los genios. Su victoria no depende del homenaje transitorio que pueden
otorgarle o negarle los demás, sino de su propia capacidad. para cumplir su
misión. Duran a pesar de todo, aunque Sócrates beba cicuta, Cristo muera en la
cruz o Bruno agonice en la hoguera: fueron los órganos vitales de funciones
necesarias en la historia de los pueblos o de las doctrinas. Y el genio se
conoce por la remota eficacia de su esfuerzo o de su ejemplo, más que por frágiles
sanciones de los contemporáneos.
La magnitud de la obra genial se calcula por la vastedad de su horizonte
y la extensión de sus aplicaciones. En ello se ha querido fundar cierta
jerarquía de los diversos órdenes del genio, considerados como perfeccionamientos
extraordinarios del intelecto y de la voluntad.
Ninguna clasificación es justa. Variando el clima y la hora puede
ocurrir la aparición de uno u otro orden de genialidad, de acuerdo con la
función social que la suscita; y, siendo la más oportuna, es siempre la más
fecunda. Conviene renunciar a toda estratificación jerárquica de los genios,
afirmando su diferencia y admirándolos por igual: más allá de cierto nivel
todas las cumbres son excelsas. Nadie, si no fueran ellos mismos, podría
creerse habilitado para decretarles rangos y desniveles. Ellos se despreocupan
de estas pequeñeces; el problema es insoluble por definición.
Ni jerarquía ni especies: la genialidad no se clasifica. El hombre que
la alcanza es el abanderado de un ideal. Siempre es definitivo: es un hito en
la evolución de su pueblo o de su arte. Las historias adocenadas suelen ser
crónicas de capitanes y conquistadores; las otras formas de genialidad entran
en ellas como simples accidentes. Y no es justo. Homero, Miguel Ángel, Cervantes
y Goethe vivieron en sus siglos más altos que los emperadores; por cada uno de
ellos se mide la grandeza de su tiempo. Marcan fechas memorables,
personificando aspiraciones inmanentes de su clima intelectual. El golpe de ala
es tan necesario para sentir o pensar un credo como para predicarlo o
ejecutarlo: todo Ideal es una síntesis. Las grandes transmutaciones históricas
nacen como videncias líricas de los genios artísticos, se transfunden en la
doctrina de los pensadores y se realizan por el esfuerzo de los estadistas; la
genialidad deviene función en los pueblos y florece en circunstancias
irremovibles, fatalmente.
La exégesis del genio sería enigmática si se limitara a estudiar la
biología de los hombres geniales. Ésta sólo revela algunos resortes de su
aptitud y no siempre evidentes. Algunos pesquisan sus antepasados, remontando
si pueden en los siglos, por muchas generaciones, hasta apelmazar un puñado de
locos y degenerados, como si en la conjunción de los siete pecados capitales
pudiera estallar la chispa que enciende el Ideal de una época. Eso es convertir
en doctrina una superchería, dar visos de ciencia a falaces sofismas. Ni, por
esto, veremos en ellos simples productos del medio, olvidando sus singulares
atributos. Ni lo uno ni lo otro. Si tal hombre nace en tal clima y llega en tal
hora oportuna, su aptitud preexistente, apropiada a entrambos, se desenvuelve
hasta la genialidad.
El genio es una fuerza que actúa en función del medio. Probarlo es
fácil.
Dos veces la muerte y la gloria se dieron la mano sobre un cadáver
argentino. Fue la primera cuando Sarmiento se apagó en el horizonte de la
cultura continental; fue la segunda al cegarse en Ameghino las fuentes más
hondas de la ciencia nuestra. Pocas tumbas, como las suyas, han visto florecer
y entrelazarse a un tiempo mismo el ciprés y el laurel, como si en el parpadeo
crepuscular de sus vidas se hubieran encendido lámparas votivas consagradas a
la glorificación eterna de su genio.
Merecen tal nombre; cumplieron una función social, realizando obra decisiva
y fecunda. Nadie podrá pensar en la educación ni en la cultura de este
continente sin evocar el nombre de Sarmiento, su apóstol y sembrador; ni pudo
mente alguna comparársele, entre los que le sucedieron en el Gobierno y en la
enseñanza. En el desarrollo de las doctrinas evolucionistas marcan un hito las
concepciones de Ameghino; será imposible no advertir la huella de sus pasos y
quien lo olvide renunciará a conocer muchos dominios de la ciencia explorados
por él.
Sarmiento fue el genio pragmático. Ameghino fue el genio revelador.
II. SARMIENTO
Sus pensamientos fueron tajos de luz en la penumbra de la barbarie
americana, entreabriendo la visión de cosas futuras. Pensaba en tan alto estilo
que parecía tener, como Sócrates, algún demonio familiar que alucinara su
inspiración. Cíclope en su faena, vivía obsesionado por el afán de educar; esa
idea gravitaba en su espíritu como las grandes moles incandescentes en el
equilibrio celeste, subordinando a su influencia todas las masas menores de su
sistema cósmico.
Tenía la clarividencia del ideal y había elegido sus medios: organizar
civilizando, elevar educando. Todas las fuentes fueron escasas para saciar su
sed de aprender; todas las inquinas fueron exiguas para cohibir si, inquietud
de enseñar. Erguido y viril siempre, astabandera de sus propios ideales, siguió
las rutas por donde le guiara el destino, previendo que la gloria se incuba en
auroras fecundadas por los sueños de los que miran más lejos. América le
esperaba. Cuando urge construir o transmutar, fórmase el clima del genio; su
hora suena como fatídica invitación a llenar una página de luz. El hombre
extraordinario se revela auroralmente, como si obedeciera a una predestinación
irrevocable.
Facundo es el clamor de la cultura moderna contra el crepúsculo feudal.
Crear una doctrina justa vale ganar una batalla para la verdad; más cuesta
presentir un ritmo de civilización que acometer una conquista.
Un libro es más que una intención: es un gesto. Todo ideal puede
servirse con el verbo profético. La palabra de Sarmiento parece bajar de un
Sinaí. Proscrito en Chile, cl hombre extraordinario encuadra, por entonces, su
espíritu en el doble marco de la cordillera muda y del mar clamoroso.
Llegan hasta él gemidos de pueblos que hinchan de angustia su corazón: parece
ensombrecer el ciclo taciturno de su frente, inquietada por un relampagueo de
profecías. La pasión enciende las dantescas hornallas en que forja sus páginas
y ellas retumban con sonoridad plutoniana en todos los ámbitos de su patria.
Para medirse busca al más grande enemigo, Rosas, que era también genial en la
barbarie de su medio y de su tiempo: por eso hay ritmos apocalípticos en los
apóstrofes de Facundo, asombroso enquiridión que parece un reto de águila,
lanzado por sobre las cumbres más conspicuas del planeta.
Su verbo es anatema: tan fuerte es el grito que por momentos, la prosa
se enronquece. La vehemencia crea su estilo, tan suyo que, siendo castizo, no
parece español. Sacude a todo un continente con la sola fuerza de su pluma,
adiamantada por la santificación del peligro y del destierro. Cuando un ideal
se plasma en un alto espíritu, bastan gotas de tinta para fijarlo en páginas
decisivas; y ellas, como si en cada línea llevasen una chispa de incendio
devastador, llegan al corazón de miles de hombres, desorbitan sus rutinas,
encienden sus pasiones, polarizan su aptitud hacia el ensueño naciente. La
prosa del visionario vive: palpita, agrede, conmueve, derrumba, aniquila. En
sus frases diríase que se vuelca el alma de la nación entera, como un alud. Un
libro, fruto de imperceptibles vibraciones cerebrales del genio, tórnase tan
decisivo para la civilización de una raza como la irrupción tumultuosa de
infinitos ejércitos.
Y su verbo es sentencia: queda herida mortalmente una era de barbarie,
simbolizada en un nombre propio. El genio se encumbra así para hablar,
intérprete de la historia. Sus palabras no admiten rectificación y escapan a la
crítica. Los poetas debieran pedir sus ritmos a las mareas del Océano para loar
líricamente la perennidad del gesto magnífico: ¡Facundo!
Dijo primero. Hizo después...
La política puso a prueba su firmeza: gran hora fue aquella en que su
Ideal se convirtió en acción. Presidió la República contra la intención de
todos: obra de un hado benéfico. Arriba vivió batallando como abajo, siempre
agresor y agredido. Cumplía una función histórica. Por eso, como el héroe del
romance, su trabajo fue la lucha, su descanso pelear.
Se mantuvo ajeno y superior a todos los partidos, incapaces de
contenerlo. Todos lo reclamaban y lo repudiaban alternativamente: ninguno,
grande o pequeño, podía ser toda una generación, todo un pueblo, toda una raza,
y Sarmiento sintetizaba una era en nuestra latinidad americana. Su acercamiento
a las facciones, compuestas por amalgamas de subalternos, tenía reservas y
reticencias, simples tanteos hacia un fin claramente previsto, para cuya
consecución necesitó ensayar todos los medios. Genio ejecutor, el mundo
parecíale pequeño para abarcarlo entre sus brazos; sólo pudo ser el suyo el
lema inequívoco: Las cosas hay que hacerlas; mal, pero hacerlas.
Ninguna empresa le pareció indigna de su esfuerzo; en todas llevó como
única antorcha su Ideal. Habría preferido morirse de sed antes de abrevarse en
el manantial de la rutina. Miguelangelesco escultor de una nueva civilización,
tuvo siempre libres las manos para modelar instituciones e ideas, libres de
cenáculos y de partidos, libres para golpear tiranías, para aplaudir virtudes,
para sembrar verdades a puñados. Entusiasta por la patria, cuya grandeza supo
mirar como la de una propia hija, fue también despiadado con sus vicios,
cauterizándolos con la benéfica crueldad de un cirujano.
La unidad de su obra es profunda y absoluta, no obstante las múltiples
contradicciones nacidas por el contraste de su conducta con las oscilaciones
circunstanciales de su medio. Entre alternativas extremas, Sarmiento conservó
la línea de su carácter hasta la muerte. Su madurez siguió la orientación de su
juventud; llegó a los ochenta años perfeccionando las originalidades que había
adquirido a los treinta. Se equivocó innumerables veces, tantas como sólo puede
concebirse en un hombre que vivió pensando siempre. Cambió mil veces de opinión
en los detalles, porque nunca dejó de vivir; pero jamás desvió la pupila de lo
que era esencial en su función. Su espíritu salvaje y divino parpadeaba como un
faro, con alternativas perturbadoras. Era un mundo que se oscurecía y se
alumbraba sin sosiego: incesante sucesión de amaneceres y de crepúsculos
fundidos en el todo uniforme del tiempo. En ciertas épocas pareció nacer de
nuevo con cada aurora; pero supo oscilar hasta lo infinito sin dejar nunca de
ser el mismo.
Miró siempre hacia el porvenir, como si el pasado hubiera muerto a su
espalda; el ayer no existía, para él, frente al mañana. Los hombres y pueblos
en decadencia viven acordándose de dónde vienen; los hombres geniales y los
pueblos fuertes sólo necesitan saber dónde van. Vivió inventando doctrinas o
forjando instituciones, creando siempre, en continuo derroche de imaginación
creadora. Nunca tuvo paciencias resignadas, ni esa imitativa mansedumbre del
que se acomoda a las circunstancias para vegetar tranquilamente. La adaptación
es mediocrizadora; rebaja al individuo a los modos de pensar y sentir que son
comunes a la masa, borrando sus rasgos propiamente personales. Pocos hombres,
al finalizar su vida, se libran de ella; muchos suelen ceder cuando los
resortes del espíritu sienten la herrumbre de la vejez. Sarmiento fue una
excepción. Había nacido "así" y quiso vivir como era, sin desteñirse
en el semitono de los demás.
A los setenta años tocóle ser abanderado en la última guerra civil
movida por el espíritu colonial contra la afirmación de los ideales argentinos:
en La Escuela Ultrapampeana, escrita a zarpazos, se cierra el ciclo del pensamiento
civilizador iniciado con Facundo. En esas horas crueles, cuando los fanáticos y
los mercaderes le agredían para desbaratar sus ideales de cultura laica y
científica, en vano habría intentado Sarmiento rebelarse a su destino. Una
fatalidad incontrastable le había elegido portavoz de su tiempo, hostigándole a
perseverar sin tregua hasta el borde mismo de la última morada. En pleno
arreciar de la vejez siguió pensando por sí mismo, siempre alerta para
abalanzarse contra los que desplumaban el ala de sus grandes ensueños: habría
osado desmantelar la tumba más gloriosa si hubiera entrevisto la esperanza de
que algo resucitaría de entre las cenizas.
Había gestos de águila prisionera en los desequilibrios de Sarmiento.
Fue "inactual" en su medio; el genio importa siempre una
anticipación. Su originalidad pareció rayana en desvarío. Hubo, ciertamente, en
él un desequilibrio: mas no era intrínseco en su personalidad, sino extrínseco,
entre ella y su medio. Su inquietud no era inconstancia, su labor no era agitación.
Su genio era una suprema cordura en todo lo que a sus ideales tocaba; parecía
lo contrario por contraste con la niebla de mediocridad que le circuía.
Tenía los descompaginamientos que la vida moderna hace sufrir a todos
los caracteres militares; pero la revelación más indudable de su genialidad
está en la eficacia de su obra, a pesar de los aparentes desequilibrios.
Personificó la más grande lucha entre el pasado y el porvenir del
continente, asumiendo con exceso la responsabilidad de su destino. Nada le
perdonaron los enemigos del Ideal que él representaba; todo le exigieron los
partidarios. El mayor equilibrio posible en el hombre común es exiguo comparado
con el que necesita tener el genio: aquél soporta un trabajo igual a uno y éste
lo emprende equivalente a mil. Para ello necesita una rara firmeza y una
absoluta precisión. ejecutiva.
Donde los otros se apunan, los genios trepan; cobran mayor pujanza
cuando arrecian las borrascas; parecen águilas planeantes en su atmósfera
natural.
La incomprensión de estos detalles ha hecho que en todo tiempo se
atribuyera a insania la genialidad de tales hombres, concretándose al fin la
consabida hipótesis de su parentesco con la locura, cómoda de aplicar a cuantos
se elevan sobre los comunes procesos del raciocinio rutinario y la actividad
doméstica. Pero se olvida que inadaptado no quiere decir alienado; el genio no
podría consistir en adaptarse a la mediocridad.
El culto de lo acomodaticio y lo convencional, halagador para los
sujetos insignificantes, implica presentar a los grandes creadores como
predestinados a la generación o al manicomio. Es falso que el talento y el
genio pueblen los asilos; si enloquecen, por acaso, diez hombres excelentes,
encuéntrase a su lado un millón de espíritus vulgares: los alienistas
estudiarán la biografía de los diez e ignorarán la del millón.
Y para enriquecer sus catálogos de genios enfermos incluirán en sus
listas a hombres ingeniosos, cuando no a simples desequilibrados intelectuales
que son "imbéciles con la librea del genio".
Los hombres como Sarmiento pueden caldearse por la excesiva función que
desempeñan; los ignorantes confunden su pasión con la locura. Pero juzgados en
la evolución de las razas y de los grupos sociales, ellos culminan como casos
de perfeccionamiento activo, en beneficio de la civilización y de la especie.
El devenir humano sólo aprovecha de los originales. El desenvolvimiento de una
personalidad genial importa una variación sobre los caracteres adquiridos por
el grupo; ella incuba nuevas y distintas energías, que son el comienzo de
líneas de divergencia, fuerzas de selección natural. La desarmonía de un
Sarmiento es un progreso, sus discordancias son rebeliones a las rutinas, a los
prejuicios, a las domesticidades.
Locura implica siempre disgregación, desequilibrio, solución de
continuidad; con breve razonamiento, refutó Bovio el celebrado sofisma.
El genio se abstrae; el alienado se distrae. La abstracción ausenta de
los demás, la distracción ausenta de sí mismo. Cada proceso ideativo es una
serie; en cada serie hay un término medio y un proceso lógico; entre las
diversas series hay saltos y faltan los términos medios. El genio, moviéndose
recto y rápido dentro de una misma serie, abrevia los términos medios y
descubre la reacción lejana; el loco, saltando de una serie a otra, privado de
términos medios, disparata en vez de razonar. ésa es la aparente analogía entre
genio y locura; parece que en el movimiento de ambos faltaran los términos
medios; pero, en rigor, el genio vuela, el loco salta. El uno sobrentiende
muchos términos medios, el otro no ve ninguno. En el genio, el espíritu se
ausenta de los demás; en la locura, se ausenta de sí mismo. "La sublime
locura del genio es, pues, relativa al vulgo; éste, frente al genio, no es
cuerdo ni loco: es simplemente la mediocridad, es decir, la media lógica, la
media alma, el medio carácter, la religiosidad convencional, la moralidad
acomodaticia, la politiquería menuda, el idioma usual, la nulidad de
estilo".
La ingenuidad de los ignorantes tiene parte decisiva en la confusión.
Ellos acogen con facilidad la insidia de los envidiosos y proclaman
locos a los hombres mejores de su tiempo. Algunos se libran de este marbete:
son aquellos cuya genialidad es discutible, concediéndoseles apenas algún
talento especial en grado excelso. No así los indiscutidos, que viven en brega
perpetua, como Sarmiento. Cuando empezó a envejecer, sus propios adversarios
aprendieron a tolerarlo, aunque sin el gesto magnánimo de una admiración
agradecida. Le siguieron llamando "el loco Sarmiento". ¡El loco
Sarmiento! Esas palabras enseñan más que cien libros sobre la fragilidad del
juicio social. Cabe desconfiar de los diagnósticos formuladas por los
contemporáneos sobre los hombres que no se avienen a marcar el paso en las
filas; las medianías, sorprendidas por resplandores inusitados, sólo atinan a
justificarse, frente a ellos, recurriendo a epítetos despectivos. Conviene
confesar esa gran culpa: ningún americano ilustre sufrió más burlas de sus
conciudadanos. No hay vocablo injurioso que no haya sido empleado contra él;
era tan grande que no bastó el diccionario entero para difamarle ante la
posteridad.
Las retortas de la envidia destilaron las más exquisitas quintaesencias;
conoció todas las oblicuidades de los astutos y todos los soslayos de los
impotentes. La caricatura le mordió hasta sangrar, como a ningún otro: el lápiz
tuvo, vuelta a vuelta, firmeza de estilete y matices de ponzoña. Como las
serpientes que estrangulan a Laocoonte en la obra maestra del Beldever, mil
tentáculos subalternos y anónimos acosaron su titánica personalidad,
robustecida por la brega.
Los espíritus vulgares ceñían a Sarmiento por todas partes, con la
fuerza del número, irresponsables ante el porvenir. Y él marchaba sin contar
los enemigos, desbordante y hostil, ebrio de batallar en una atmósfera grávida
de tempestades, sembrando a todos los vientos, en todas las horas, en todos los
surco. Despreciaba el motejo de los que no le comprendían; la videncia del
juicio póstumo era el único lenitivo a las heridas que sus contemporáneos le
prodigaban. Su vida fue un perpetuo florecimiento de esperanzas en un matorral
de espinas.
Para conservar intactos sus atributos, el genio necesita períodos de
recogimiento; el contacto prolongado con la mediocridad despunta. las ideas
originales y corroe los caracteres más adamantinos. Por eso, con frecuencia,
toda superioridad es un destierro. Los grandes pensadores tórnanse solitarios;
aparecen proscritos en su propio medio. Se mezclan a él para combatir o
predicar, un tanto excéntricos cuando no hostiles, sin entregarse nunca
totalmente a gobernantes ni a multitudes.
Muchos ingenios eminentes arrollados por la marea colectiva, pierden o
atenúan su originalidad, empañados por la sugestión del medio; los prejuicios,
más arraigados en el individuo, subsisten y prosperan; las ideas nuevas, por
ser adquisiciones personales de reciente formación, se marchitan. Para defender
sus frondas más tiernas el genio busca aislamientos parciales en sus
invernáculos propios. Si no quiere nivelarse demasiado necesita, de tiempo en
tiempo, mirarse por dentro, sin que esta defensa de su originalidad equivalga a
una misantropía. Lleva consigo las palpitaciones de una época o de una
generación, que son su finalidad y su fuerza: cuando se retira se encumbra.
Desde su cima formula con firme claridad aquel sentimiento, doctrina o
esperanza que en todos se incuba sordamente. En él adquieren claridad meridiana
los confusos rumores que serpentean en la inconsciencia de sus contempo ráneos.
Tal, más que en ningún otro genio de la historia, se plasmó en Sarmiento el
concepto de la civilización de su raza, en la hora que preludiaba el surgir de
nacionalidades nuevas entre el caos de la barbarie.
Para pensar mejor, Sarmiento vivió solo entre muchos, ora expatriado,
ora proscrito dentro de su país, europeo entre argentinos y argentino en el
extranjero, provinciano entre porteños y porteño entre provincianos. Dijo
Leonardo que es destino de los hombres de genio estar ausentes en todas partes.
Viven más alto y fuera del torbellino común, desconcertando a sus
contemporáneos. Son inquietos: la gloria y el reposo nunca fueron compatibles.
Son apasionados: disipan los obstáculos como los primeros rayos del sol licuan
la nieve caída en una noche primaveral. En la adversidad no flaquean: redoblan
su pujanza, se aleccionan. Y siguen tras su Ideal, afligiendo a unos,
compadeciendo a otros, adelantándose a todos, sin rendirse, tenaces como si
fuera lema suyo el viejo adagio: sólo está vencido el que confiesa estarlo. En
eso finca su genialidad. ésa es la locura divina que Erasmo elogió en páginas
imperecederas y que la mediocridad enrostró al gran varón que honra a todo un
continente.
Sarmiento parecía agigantarse bajo el filo de las hachas.
III. AMEGHINO
Su pupila supo ver en la noche, antes de que amaneciera para todos.
Reveló y creó: fue su misión. Lo mismo que Sarmiento, llegó Ameghino en
su clima y a su hora. Por singular coincidencia ambos fueron maestros de
escuela, autodidactos, sin título universitario, formados fuera de la urbe
metropolitana, en contacto inmediato con la naturaleza, ajenos a todos los
alambicamientos exteriores de la mentira mundana, con las manos libres, la
cabeza libre, el corazón libre, las alas libres. Diríase que el genio florece
mejor en las regiones solitarias, acariciado por las tormentas, que son su
atmósfera propia; se agosta en los invernáculos del Estado, en sus
universidades domesticadas, en sus laboratorios bien rentados, en sus academias
fósiles y en su funciona miento jerárquico. Fáltale allí el aire libre y la
plena luz que sólo da la naturaleza: el encebadamiento precoz enmohece los
resortes de la imaginación creadora y despunta las mejores originalidades. El
genio nunca ha sido una institución oficial.
La vasta obra de Ameghino, en nuestro continente y en nuestra época,
tiene los caracteres de un fenómeno natural. ¿Por qué un hombre, en Luján, da
por juntar huesos de fósiles y los baraja entre sus dedos, como un naipe
compuesto con millares de siglos, y acaba por pedir a esos mudos testigo.; la
historia de la tierra, de la vida, del hombre. como si obrara por
predestinación o por fatalidad?
Tenía que ser un genio argentino, porque ningún otro punto de la
superficie terrestre contiene una fauna fósil comparable a la nuestra; tenía
que ser en nuestro siglo, porque le habría faltado el asidero de las doctrinas
evolucionistas que sirven de fundamento; no podía ser antes de ahora, porque el
clima intelectual del país no fue propicio a ello hasta que lo fecundó el
apostolado de Sarmiento y tenía que ser Ameghino, y ningún otro hombre de su tiempo.
¿Cuál otro reunía en tal alto grado su aptitud para la observación y la
hipótesis, su resistencia para el enorme esfuerzo prolongado durante tantos
años, su desinterés por todas las vanidades que hacen del hombre un
funcionamiento, pero matan al pensador?
Ninguna convergencia de rutinas detiene al genio en su oportunidad.
Aunque son fuerzas todopoderosas, porque obran continua y sordamente, el
genio las domina: antes o después, pero en dominarlas radica la realización de
su obra. Las resistencias, que desalientan al mediocre, son su estímulo; crece
a la sombra de la envidia ajena. La sociedad puede conspirar contra él,
acumulando en su contra la detracción y el silencio. Sigue su camino, lucha,
sin caer, sin extraviarse, dionisiacamente seguro. El genio, por su definición,
no fracasa nunca.
El que ha creado no es genio, no llegó a serlo, fue una ilusión
disipada.
No quiere esto decir que viva del éxito, sino que su marcha hacia la
gloria es fatal, a pesar de todos los contrastes. El que se detiene prueba
impotencia para marchar. Algunas veces el hombre genial vacila y se interroga
ansiosamente sobre su propio destino: cuando muerden su talón los envidiosos o
cuando le adulan los hipócritas. Pero en dos circunstancias se ilumina o se
desencadena: en la hora de la inspiración y en la hora de la diatriba. Cuando
descubre una verdad parece que en sus pupilas brillara una luz eterna; cuando
amonesta a los envilecidos diríase que refulge en su frente la soberanía de una
generación.
Firme y serena voluntad necesitó Ameghino para cumplir su función
genial. Sin saberlo y sin quererlo nadie crea cosas que valgan o duren. La
imaginación no basta para dar vida a la obra: la voluntad la engendra. En este
sentido y en ningún otro el desarrollo de la aptitud nativa requiere "una
larga paciencia" para que el ingenio se convierta en talento o se encumbre
en genialidad. Por eso los hombres excepcionales tienen un valor moral y son
algo más que objetos de curiosidad: merecen la admiración que se les profesa.
Si su aptitud es un don de la naturaleza, desarrollarla implica un esfuerzo
ejemplar. Por más que sus gérmenes sean instintivos e inconscientes, las obras
no se hacen solas. El tiempo es aliado del genio; el trabajo completa las
iniciativas de la inspiración. Los que han sentido el esfuerzo de crear, saben
lo que cuesta. Determinado el Ideal, hay que realizarlo: en la raza, en la ley,
en el mármol, en el libro. La magnitud de la tarea explica por qué, habiendo
tantos ingenios, es tan escaso el número de obras maestras. Si la imaginación
creadora es necesaria para concebirlas, requiérese para ejecutarlas otra rara
virtud: la virtud tenaz que Newton bautizó como simple paciencia, sin medir los
absurdos corolarios de su apotegma.
No diremos, pues, que la imaginación es superflua y secundaria,
atribuyendo el genio a lo que fue virtud de bueyes en el simbolismo mitológico.
No. Sin aptitudes extraordinarias, la paciencia no produce un Ameghino. Un
imbécil, en cincuenta años de constancia, sólo conseguirá fosilizar su
imbecilidad. El hombre de genio, en el tiempo que dura un relámpago, define su
Ideal; después, toda su vida, marcha tras él, persiguiendo la quimera
entrevista.
Las aptitudes esenciales son nativas y espontáneas; en Ameghino se
revelaron por una precocidad de "ingenio" anterior a toda
experiencia.
Eso no significa que todos los precoces puedan llegar a la genialidad,
ni siquiera al talento. Muchos son desequilibrados y suelen agotarse en plena
primavera; pocos perfeccionan sus aptitudes hasta convertirlas en talento; rara
vez coinciden con la hora propicia y ascienden a la genialidad. Sólo es genio
quien las convierte en obra luminosa, con esa fecundidad superior que implica
alguna madurez; los más bellos dones requieren ser cultivados, como las tierras
más fértiles necesitan ararse. Estériles resultan los espíritus brillantes que
desdeñan todo esfuerzo, tan absolutamente estériles como los imbéciles
laboriosos; no da cosecha el campo fértil no trabajado, ni las da el campo estéril
por más que se are. ése es el profundo sentido moral de la paradoja que
identifica el genio con la paciencia, aunque sean inadmisibles sus corolarios
absurdos.
La misma significación originaria de la palabra genio presupone algo
como una inspiración trascendental. Todo lo que huele a cansancio, no siendo
fatiga de vuelo alígero, es la antítesis del genio. Solamente puede acordarse
el supremo homenaje de este título a aquel cuyas obras denuncian menos el
esfuerzo del amanuense que una especie de don imprevisto y gratuito, algo que
opera sin que él lo sepa, por lo menos con una fuerza y un resultado que
exceden a sus intenciones o fatigas. Para griegos y latinos, "genio"
quería decir "dominio"; era aquel espíritu que acompaña, guía o
inspira a cada hombre desde la cuna hasta la tumba. Sócrates tuvo el más
famoso. Con la acepción que hoy se da, universalmente, a la palabra
"genio" los antiguos no tuvieron ninguna; para expresarla anteponían
al sustantivo "ingenio" un adjetivo que expresara su grandeza o culminación.
No es lícito denominar genios a todos los hombres superiores.
Hay tipos intermediarios. Los modernos distinguen al hombre de genio del
hombre de talento, pero olvidan la aptitud inicial de ambos: el ingenio, es
decir, una capacidad superior a la mediana. Presenta una gradación infinita, y
cada uno de sus grados es susceptible de educarse ilimitadamente. Permanece
estéril y desorganizado en los más, sin implicar siquiera talento. Este último
es una perfección alcanzada por pocos, una originalidad particular, una
síntesis de coordinación, culminante y excelsa, sin ser por eso equivalente al
genio. Rara vez la máxima intensificación del ingenio crea, presagia, realiza o
inventa; sólo entonces adquiere significación social y asciende a la genialidad,
como en el caso de Ameghino. La especie, con ser exigua, representa infinitas
variedades: tantas, casi, como ejemplares.
Habría ligereza de método y de doctrina en no distinguir entre las
mentes superiores, a punto de catalogar como genios a muchos hombres de talento
y aun a ciertos ingenios desequilibrados, que son su caricatura. Ensayó Nordau
una discreta diferenciación de tipos. Llama genio al hombre que crea nuevas
formas de actividad no emprendidas antes por otros o desarrolla de un modo
enteramente propio y personal actividades ya conocidas; y talento al que
practica formas de actividad, general o frecuentemente practicadas por otros,
mejor que la mayoría de los que cultivan esas mismas aptitudes. Este juicio
diferencial es discreto, pues toma en cuenta la obra realizada y la aptitud del
que la realiza. El hombre de ingenio implica un desarrollo orgánico
primitivamente superior; el hombre de talento adquiere por el ejercicio una
integral excelencia de ciertas disposiciones que en su ambiente posee la mayoría
de los sujetos normales. ¿Entre la inteligencia y el talento sólo hay una
diferencia cuantitativa, que es cualitativa entre el talento y el genio?
No es así, aunque parezca. El talento implica, en algún sentido, cierta
aptitud inicial verdaderamente superior, que la educación hace culminar en su
propio género. De entre esas mentes preclaras, algunas llegarán a la genialidad
si lo determinan circunstancias extrínsecas: su obra revelará si tuvieron
funciones decisivas en la vida o en la cultura de su pueblo.
Genio y talento colaboran por igual al progreso humano. Su labor se
integra. Se complementan como la hélice y el timón: el talento trepana sin
sosiego las olas inquietas y el genio marca el rumbo hacia imprevistos
horizontes.
La obra de Ameghino es creadora: eso la caracteriza. Una inmensa fauna
paleontológica permanecía en el misterio antes de que él la revelara a la
ciencia moderna y formulase una teoría general para explicar sus emigraciones
en los siglos remotos. Crear es inventar, como lo expresó Voltaire. El genio
revélase por una aptitud inventiva o crea dora aplicada a cosas vastas o
difíciles. En la vida social, en las ciencias, en las artes, en las virtudes,
en todo, se manifiesta con anticipaciones audaces, con una facilidad espontánea
para salvar los obstáculos entre las cosas y las ideas, con una firme seguridad
para no desviarse de su camino. En ciertos caos descubre lo nuevo; en otros
acerca lo remoto y percibe relaciones entre las cosas distantes, según lo
definió Ampére. No consiste simplemente en inventar o descubrir: las
invenciones que se producen por casualidad, sin ser expresamente pensadas, no
requieren aptitudes geniales. El genio descubre lo que escapa a la reflexión de
siglos o generaciones, induce leyes que expresan una relación inesperada entre
las cosas, señala puntos que sirven de centro a mil desarrollos y abre caminos
en la infinita exploración de la naturaleza.
¿En qué consiste, entonces? ¿No es soplo divino, no es demonio, no es
enfermedad? Nunca. Es más sencillo y más excepcional a la vez.
Más sencillo, porque depende de una complicada estructura del cerebro y
no de entidades fantásticas; más excepcional, porque el mundo pulula de
enfermos y rara vez se anuncia un Ameghino. Cuanto mejor cerebrado está el
hombre, tanto más alta y significativa es su función de pensar. Ignórase
todavía el mecanismo íntimo de los procesos intelectuales superiores. Los
acompañan, sin duda, modificaciones de las células nerviosas: cambios de
posición y permutas químicas muy complicadas. Para comprenderlas deberían
conocerse las actividades moleculares y sus variables relaciones, además de la
histología exacta y completa de los centros cerebrales. Esto no basta: son
enigmas la naturaleza de la actividad nerviosa, las transformaciones de energía
que determina en el momento que nace, durante el tiempo que se propaga y
mientras se producen los fenómenos que acompañan la complejísima función de
pensar. Los conocimientos científicos distan de ese límite. Sin embargo,
mientras la química y la fisiología permitan acercarse al fin, existe ya la
certidumbre de que ésa, y ninguna otra, es la vía para explicar las aptitudes
supremas de un genio en función de su medio.
Nacemos diferentes; hay una variadísima escala desde el idiota hasta el
genio. Se nace en una zona de ese espectro, con aptitudes subordinadas a la
estructura y la coordinación de las células que intervienen en la elaboración
del pensamiento; la herencia concurre a dar un sistema nervioso, agudo u
obtuso, según los casos. La educación puede perfeccionar esas capacidades o
aptitudes cuando existen; no puede crearlas cuando faltan: Salamanca no las
presta.
Cada uno tiene la sensibilidad propia de su perfeccionamiento nervioso;
los sentidos son la base de la memoria, de la asociación, de la imaginación; de
todo. Es el oído lo que hace el músico; el ojo lleva la mano del pintor. El
poder concebir está subordinado al de percibir: cada hombre tiene la memoria y
la imaginación que corresponde a sus percepciones predominantes. La memoria no
hace al genio, aunque no le estorba; pero ella, y el razonamiento a sus datos,
no crean nada superior a lo real que percibimos. La fecundidad creadora
requiere el concurso de la imaginación, elemento necesario para sobreponer a la
realidad algún Ideal. Cuando, pues, se define el genio como "un grado
exquisito de sensibilidad nerviosa", se enuncia la más importante de sus
condiciones; pero la definición es incompleta. La sensibilidad es el complejo
instrumento puesto al servicio de las aptitudes imaginativas, aunque éstas, en
último análisis, no han podido formarse sino sobre datos de la misma
sensibilidad.
En los genios estéticos es evidente la superintendencia de la
imaginación sobre los sentidos: no lo es menos en los genios especulativos como
Ameghino, y en los genios pragmáticos, como Sarmiento. Gracias a ella se
conciben los problemas, se adivinan las soluciones, se inventan las hipótesis,
se plantean las experiencias, se multiplican las combinaciones. Hay imaginación
en la paleontología de Ameghino, como la hay en la física de Ampére y en la
cosmología de Laplace; y la hay en la visión civilizadora de Sarmiento, corno
en la política de César o en la de Richelieu. Todo lo que lleva la marca del
genio es obra de la imaginación, ya sea un capítulo del Quijote o un pararrayos
de Franklin; no digamos de los sistemas filosóficos, tan absolutamente
imaginativos como las creaciones artísticas. Más aún: muchos son poemas, y su
valor suele medirse por la imaginación de sus creadores.
En toda la gestión de su doctrina, la genialidad de Ameghino se traduce
por una absoluta unidad y continuidad del esfuerzo, que es la antítesis de la
locura. También a él le, supusieron loco, sobre todo en su juventud. Con
bonhomía risueña recordaba las burlas de vecinos y niños de su escuela, cuando
le veían dirigirse, azada al hombro, hacia las márgenes del Luján; para esas
mentes sencillas tenía que estar loco ese maestro que pasaba días enteros
cavando la tierra y desenterrando huesos de animales extraños, como si algún
delirio le transformara en sepulturero de edades extinguidas. Cambiando de
ambientes sin asimilarse a ninguno, consiguió pasar más desapercibido y atenuar
su reputación de inadaptado.
Basta leer su inmensa obra centenares de monografías y volúmenes para
comprender que sólo presenta los desequilibrios inherentes a su exuberancia.
Sus descubrimientos, grandes y útiles, nunca fueron adivinados al acaso ni en
la inconsciencia, sino por , una vasta elaboración; no fueron frutos de un
cerebro carcomido por la herencia o los tóxicos, sino de engranajes
perfectamente entrenados; no ocurrencias, sino cosechas de siembras previas;
jamás casualidades, sino claramente previstos y anunciados.
El genio es una alta armonía; necesita serlo. Es absurdo suponer caídos
bajo el nivel común a esos mismos que la admiración de los siglos coloca por
encima de todos. Las obras geniales sólo pueden ser realizadas por cerebros
mejores que los demás; el proceso de la creación, aunque tenga fases
inconscientes, sería imposible sin una clarividencia de su finalidad. Antes que
improvisarse en horas de ocio, opérase tras largas meditaciones y es oportuno,
llegando a tiempo de servir como premisa o punto de partida para nuevas
doctrinas y corolarios.
Nunca tal equilibrio de la obra genial será más evidente que en la de
Ameghino: si hubiéramos de juzgar por ella, el genio se nos presentaría como
una tendencia al sistemático equilibrio entre las partes de un nuevo estilo
arquitectónico.
Esto no excluye que la degeneración y la locura puedan coexistir con la
imaginación creadora, afectando especiales dominios de la mente humana; pero la
capacidad para la síntesis más vasta no necesita ser desequilibrio ni
enfermedad. Ningún genio lo fue por su locura; algunos como Rousseau, lo fueron
a pesar de ella; muchos, como Nietzsche, fueron por la enfermedad sumergidos en
la sombra. Ameghino, a la par de todos los que piensan mucho e intensamente, se
contradijo muchas veces en los detalles, aunque sin perder nunca el sentido de
su orientación global. Cuando las circunstancias convengan a ello, el genio
especulativo nace recto desde su origen, como un rayo de luz que nada tuerce o
apaga. Basta oírlo para reconocerlo: todas sus palabras concurren a explicar un
mismo pensamiento, a través de cien contradicciones en los detalles y de mil alternativas
en la trayectoria; parecen tanteos para cerciorarse mejor del camino, sin
romper la coherencia de la obra total; esa armonía de la síntesis que escapa a
los espíritus subalternos. Ameghino converge a un fin por todos los senderos;
nada le desvía. Mira alto y lejos, va derechamente, sin las prudencias que
traban el paso a las medianías, sin detenerse ante los mil interrogantes que de
todas partes la acosan para distraerle de la Verdad que le entreabre algún
pliegue de sus velos.
La verdadera contradicción, la que esteriliza el esfuerzo y el
pensamiento, reside en la deshilvanada heterogeneidad que empalaga las obras de
los mediocres. Viven éstos con la pesadilla del juicio ajeno y hablan con
énfasis para que muchos les escuchen aunque no les entiendan; en su cerebro
anidan todas las ortodoxias, no atreviéndose a bostezar sin metrónomo. Se
contradicen forzados por las circunstancias: los rutinarios serían supremas
lumbreras si éstas se juzgaran por la simple incongruencia. Para señalar el
punto de intersección entre dos teorías, dos creencias, dos épocas o dos
generaciones, requiérese un supremo equilibrio. En las pequeñas contingencias
de la vida ordinaria, el hombre vulgar puede ser más astuto y hábil; pero en
las grandes horas de la evolución intelectual y social todo debe esperarse del
genio. Y solamente de él.
Sería absurdo decir que la genialidad es infalible, no existiendo
verdades imperfectibles; cien rectificaciones Podrán hacerse en la obra de
Ameghino, y muy especialmente en sus hipótesis sobre el sitio de origen de la
especie humana. Los genios pueden equivocarse. suelen equivocarse, conviene que
se equivoquen. Sus creaciones falsas resultan utilísimas por las correcciones
que provocan. las investigaciones que estimulan, las pasiones que encienden,
las inercias que remueven.
Los hombres mediocres se equivocan de vulgar manera; el genio, aun
cuando se desploma, enciende una chispa, y en su fugaz alumbramiento se entrevé
alguna cosa o verdad no sospechada antes. No es menos grande Platón por sus
errores ni lo son por ello Shakespeare o Kant. En los genios que se equivocan
hay una viril firmeza que a todos impone respeto. Mientras los
contemporizadores ambiguos no despiertan grandes admiraciones, los hombres
firmes obligan el homenaje de sus propios adversarios. Hay más valor moral en
creer firmemente una ilusión propia, que en aceptar tibiamente una mentira
ajena.
IV. LA MORAL DEL GENIO
El genio es excelente por su moral, o no es genio. Pero su moralidad no
puede medirse con preceptos corrientes en los catecismos; nadie mediría la
altura del Himalaya con cintas métricas de bolsillo. La conducta del genio es
inflexible respecto de sus ideales. Si busca la Verdad, todo lo sacrifica a
ella. Si la Belleza, nada le desvía. Si el Bien, va recto y seguro por sobre
todas las tentaciones. Y si es un genio universal, poliédrico, lo verdadero, lo
bello y lo bueno se unifican en su ética ejemplar, que es un culto simultáneo
por todas las excelencias, por todas las idealidades. Como fue en Leonardo y en
Goethe. Por eso es raro. Excluye toda inconsecuencia respecto del ideal: la
moralidad para consigo mismo es la negación del genio. Por ella se descubren
los desequilibrados, los exitistas y los simuladores. El genio ignora las artes
del escalamiento y las industrias de la prosperidad material. En la ciencia
busca la verdad, tal como la concibe; ese afán le basta para vivir. Nunca tiene
alma de funcionario. Sobrelleva, sin vender sus libros a los Gobiernos, sin
vivir de favores ni de prebendas, ignorando esa técnica de los falsos genios
oficiales que simulan el mérito para medrar a la sombra del Estado. Vive como
es, buscando la Verdad y decidido a no torcer un milésimo de ella. El que pueda
domesticar sus convicciones no es, no puede ser, nunca, absolutamente, un hombre
genial. Ni lo es tampoco el que concibe un bien y no lo practica. Sin unidad
moral no hay genio. El que predica la verdad y transige con la mentira, el que
predica la justicia y no es justo, el que predica la piedad y es cruel, el que
predica la lealtad y traiciona, el que predica el patriotismo y lo explota, el
que predica el carácter y es servil, el que predica la dignidad y se arrastra,
todo el que usa dobleces, intrigas, humillaciones, esos mil instrumentos
incompatibles con la visión de un ideal, ése no es genio, está fuera de la
santidad: su voz se apaga sin eco, no repercute en el tiempo, como si resonara
en el vacío.
El portador de un ideal va por caminos rectos, sin reparar que sean
ásperos y abruptos. No transige nunca movido por vil interés; repudia el mal
cuando concibe el bien; ignora la duplicidad; ama en la Patria a todos sus
conciudadanos y siente vibrar en la propia el alma de toda la Humanidad; tiene
sinceridades que dan escalofríos a los hipócritas de su tiempo y dice la verdad
en tal personal estilo que sólo puede ser palabra suya; tolera en los demás
errores sinceros, recordando los propios; se encrespa ante las bajezas,
pronunciando palabras que tienen ritmos de apocalipsis y eficacia de catapulta;
cree en sí mismo y en sus ideales, sin pactar con los prejuicios y los dogmas
de cuántos le acosan con furor, de todos los costados. Tal es la culminante
moralidad del genio. Cultiva en grado sumo las más altas virtudes, sin
preocuparse de carpir en la selva magnífica las malezas que concentran la
preocupación de los espíritus vulgares.
Los genios amplían su sensibilidad en la proporción que elevan su
inteligencia; pueden subordinar los pequeños sentimientos a los grandes, los
cercanos a los remotos, los concretos a los abstractos. Entonces los hombres de
miras estrechas los suponen desamorizados, apáticos, escépticos. Y se
equivocan. Sienten, mejor que todos, lo humano. El mediocre limita su horizonte
afectivo a sí mismo, a su familia, a su camarilla, a su facción; pero no sabe
extenderlo hasta la Verdad o la Humanidad, que sólo pueden apasionar al genio.
Muchos hombres darían su vida por defender a su secta; son raros los que se han
inmolado conscientemente por una doctrina o por un ideal.
La fe es la fuerza del genio. Para imantar a una era necesita amar su
Ideal y transformarlo en pasión; "Golpea tu corazón, que en él está tu
genio", escribió Stuart Mill, antes que Nietzsche. La intensa cultura no
entibia a los visionarios: su vida entera es una fe en acción. Saben que los
caminos más escarpados llevan más alto. Nada emprenden que no estén decididos a
concluir. Las resistencias son espolazos que los incitan a perseverar; aunque
nubarrones de escepticismo ensombrezcan su cielo, son, en definitiva,
optimistas y creyentes: cuando sonríen, fácilmente se adivina el ascua
crepitante bajo su ironía. Mientras el hombre sin ideales ríndese en la primera
escaramuza, el genio se apodera del obstáculo, lo provoca, lo cultiva, como si
en él pusiera su orgullo y su gloria: con igual vehemencia la llama acosa al
objeto que la obstruye, hasta encenderlo, para agrandarse a sí misma.
La fe es la antítesis del fanatismo. La firmeza del genio es una suprema
dignidad del propio Ideal; la falta de creencias sólidamente cimentadas
convierte al mediocre en fanático. La fe se confirma en el choque con las
opiniones contrarias; el fanatismo teme vacilar ante ellas e intenta ahogarlas.
Mientras agonizan sus viejas creencias, Saúl persigue a los cristianos, con
saña proporcionada a su fanatismo; pero cuando el nuevo credo se afirma en
Pablo, la fe le alienta, infinita: enseña y no persigue, predica y no amordaza.
Muere él por su fe, pero no mata; fanático, habría vivido para matar. La fe es
tolerante: respeta las creencias propias en las ajenas. Es simple confianza en
un Ideal y en la suficiencia de las propias fuerzas; los hombres de genio se
mantienen creyentes y firmes en sus doctrinas, mejor que si éstas fueran dogmas
o mandamientos. Permanecen libres de las supersticiones vulgares y con
frecuencia las combaten: por eso los fanáticos les suponen incrédulos,
confundiendo su horror a la común mentira con falta de entusiasmo por el propio
Ideal. Todas las religiones reveladas pueden permanecer ajenas a la fe del
hombre virtuoso. Nada hay más extraño a la fe que el fanatismo. La fe es de
visionarios y el fanatismo de siervos. La fe es llama que enciende y el
fanatismo es ceniza que apaga. La fe es una dignidad y el fanatismo es un
renunciamiento. La fe es una afirmación individual de alguna verdad propia y el
fanatismo es una conjura de huestes para ahogar la verdad de los demás. Frente
a la domesticación del carácter que rebaja el nivel moral de las sociedades
contemporáneas, todo homenaje a los hombres de genio que impendieron su vida
por la Libertad y por la Ciencia, es un acto de fe en su Porvenir: sólo en
ellos pueden tomarse ejemplos morales que contribuyan al perfeccionamiento de
la Humanidad. Cuando alguna generación siente un hartazgo de chatura, de
doblez, de servilismo, tiene que buscar en los genios de su raza los símbolos
de pensamiento y de acción que la templen para nuevos esfuerzos. Todo hombre de
genio es la personificación suprema de un Ideal.
Contra la mediocridad, que asedia a los espíritus originales, conviene
fomentar su culto; robustece las alas nacientes. Los más altos destinos se
templan en la fragua de la admiración. Poner la propia fe en algún ensueño,
apasionadamente, con la irás honda emoción, es ascender hacia las cumbres donde
aletea la gloria. Enseñando a admirar el genio, la santidad y el heroísmo,
prepáranse climas propios a su advenimiento.
Los ídolos de cien fanatismos han muerto en el curso de los siglos, y
fuerza es que mueran otros venideros, implacablemente segados por el tiempo.
Hay algo humano, más duradero que la supersticiosa fantasmagoria de lo
divino: el ejemplo de las altas virtudes. Los santos de la moral idealista no
hacen milagros: realizan magnas obras, conciben supremas bellezas, investigan
profundas verdades. Mientras existan corazones que alienten un afán de
perfección, serán conmovidos por todo lo que revela fe en un Ideal: por el
canto de los poetas, por el gesto de los héroes, por la virtud de los santos,
por la doctrina de los sabios, por la filosofía de los pensadores.
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