martes, 23 de septiembre de 2025

CONFERENCIA del Prof. ENRICO FERRI, en la Universidad de Nápoles.

 


CONFERENCIA del Prof. ENRICO FERRI,

en la Universidad de Nápoles.

Versión castellana: Abg. Giuseppe Isgró C.

 

A LOS ESTUDIANTES DE LA UNIVERSIDAD DE NÁPOLES

Consiento la publicación de la conferencia que tuve el honor de pronunciar en vuestro Ateneo, invitado por vosotros, no porque crea que ella, por sí sola, merezca sobrevivir al último eco que dejó en aquella aula donde me brindasteis una acogida tan inesperada.

El deseo de testimoniaros, una vez más, el gratísimo recuerdo —para mí imborrable— que conservo de vosotros y de la hospitalidad napolitana, dedicándoos esta conferencia, que es lo que es gracias a vosotros. Y también el deseo, por amor a la ciencia y a la patria, de contribuir de este modo a la difusión de las nuevas ideas, que considero la única solución eficaz y fecunda al problema criminal en Italia, y que solo temen el peligro de no ser exactamente conocidas.

He aquí las razones de esta publicación; de la cual, por tanto, el benévolo lector no debe esperar novedades científicas adicionales, no permitidas en un escrito de mera divulgación, cuya tarea es únicamente repetir y difundir las ideas generales y más características de una escuela científica. Pero de la cual me permito esperar que en alguno de los lectores nazca o se fortalezca el propósito de no repetir contra la nueva escuela acusaciones tan comunes como inmerecidas, o mejor aún, de dedicarse, desde ahora, al estudio y al desarrollo de la sociología criminal.

Siena, 9 de marzo de 1885

 

Enrico Ferri – Discurso en Nápoles

Debían ser muy poderosas las razones que me llevaron desde Siena hasta aquí, donde tanto fulgor de vida anima y enciende el pensamiento. El deseo de amigos lejanos, la invitación gratísima y halagadora de jóvenes compañeros de estudio, a quienes —como a mí— sonríe la primavera sagrada de la ciencia, y a quienes desde ahora expreso mi más sincero agradecimiento: he aquí las razones que me condujeron. Pero, sobre todo, la profunda convicción de que Nápoles es tierra donde el germen de todo nuevo principio y de todo alto ideal encuentra siempre su mayor expansión, gracias al feliz instinto de este pueblo, en el que palpita más vivamente el alma italiana.

Nápoles, donde el derecho penal ha contado, desde Filangieri, Pagano y Niccolini hasta Zuppetta y Pessina, con grandes maestros de una escuela a la que queremos suceder no por afán de demolición, sino con inteligencia amorosa, con afecto reverente y por el indeclinable deber de evolucionar aquello que ellos no pudieron, porque cada época tiene su misión científica. Nápoles, especialmente, donde desde hace más de cuarenta años la escuela clásica penal recibió de Zuppetta una admirable sistematización de aquellos principios, que luego otros reprodujeron y ampliaron; y Pessina, ya en 1879, tras los primeros albores de la nueva escuela penal, sostenía la necesidad de que el derecho penal se renovara en la onda pura del naturalismo.

Ahora, unos pocos estudiosos, desde hace una decena de años, seguidos por una falange cada vez más numerosa y compacta de valientes compañeros, han iniciado y proseguido esta renovación, cumpliendo así el deseo que vuestro maestro de derecho penal expresaba desde esta cátedra.

Ciertamente, nuestra obra no responde en todo a las aspiraciones de quienes la anunciaban como deseo y necesidad común; pero esta es una contingencia que no elimina la necesidad constante y perpetua en la ciencia, de que cada uno intente aportar innovaciones al patrimonio intelectual de la generación a la que pertenece. La verdad es un polígono que debe ser observado desde todos sus lados; por eso, quien innova aporta material nuevo y vida nueva a la ciencia, que de otro modo se estanca en el dogmatismo y en las repeticiones estériles.

A los jóvenes, sobre todo, corresponde esta tarea innovadora, útil por sí misma, independientemente del valor de las innovaciones; pues también entre las ideas existe una lucha por la existencia. Si la idea innovada no es justa, es decir, no responde a la realidad de las cosas, quedará como un intento solitario. Pero si el innovador ha observado la verdad y ha aportado una idea justa y vital, entonces las propias fuerzas de la naturaleza harán que esas nuevas ideas recorran el mundo, sin que él deba librar guerra personal ni intolerante. Porque observo desde el principio que la tolerancia de las ideas es el primer índice de la cultura y de la altura intelectual de un individuo, como de un pueblo.

Es cuestión de convicción, es cuestión de haber reunido un número suficiente de hechos que confirmen una determinada observación, y cuando otros oponen otros hechos y otras observaciones, es cuestión de ver la resultante que naturalmente se deriva. Pero hayáis dicho la verdad o el error, haya tenido o no éxito vuestra propuesta, siempre seréis beneméritos de la ciencia, siempre seréis beneméritos de la sociedad, que en la ciencia encuentra un elemento de vida, una de las más altas causas de su progreso.

Sin embargo, hay otro destino común, del cual, teniendo plena conciencia, nos reconfortamos, continuando por el camino que hemos comenzado a recorrer, a pesar de las oposiciones que intentan cruzarse en nuestro camino.

Este destino es que el hombre, mientras en su juventud aspira a la innovación en todos los campos de su actividad, llegado al ocaso de la vida, se retrae y cree que allí están los últimos límites del saber, y ve con temor que otros puedan superarlos. Es destino común ser revolucionarios en la juventud y conservadores en la vejez. A nosotros, los jóvenes, pues, la misión del porvenir…

Cuando en una tierra ignota de la naturaleza se adentra, audaz y confiado, algún fuerte pensador y conquista cuanto puede de terreno inexplorado, mientras la fuerza le abunda y lo incita, prosigue animoso la lucha contra lo desconocido; pero cuando, llegado al final de su carrera, cae exhausto —porque tal es el destino humano—, grita a los demás: ¡Deteneos! ¡Deteneos! Yo he alcanzado el último grado de la ciencia… En vano: la naturaleza inagotable fatiga a otros combatientes, de movimiento en movimiento, y los empuja inexorablemente con su mandato fatal: ¡Camina! ¡Camina! ¡Conquista cuanto de verdad puedas!

Con tales propósitos y con este sentimiento de gratitud hacia ustedes, hoy, en la medida en que el limitado tiempo y el temor de abusar de su benevolencia me lo permitan, les expondré el movimiento innovador que desde hace poco más de diez años se ha iniciado en la ciencia criminal y que progresa cada vez más en nuestro país y en otras naciones que lo estudian y lo alientan bajo el nombre de “nueva escuela italiana del derecho penal”.

Haré referencia, en líneas generales, a estos nuevos principios, para dejar una idea clara en sus espíritus observadores, de modo que, hechos expertos en esta ciencia, puedan con discusión tolerante corregir sus errores y desarrollar sus verdades, apresurando el momento de una completa organización de la sociología criminal, que ahora solo podemos vislumbrar.

Así como los primeros rayos rosados del sol naciente saltan de cima en cima, retirando las cosas y la vida de las tinieblas nocturnas, el montañés solitario, aunque apenas distingue la vaga e indefinida fisonomía de sus montañas, vislumbra desde el alba el espectáculo variado e inmenso que, bajo el mediodía luminoso, hará bella su comarca.

La lucha por la existencia es una ley férrea que empuja sin cesar la ola eterna de las generaciones, mitigando cada vez más sus formas, desde la lucha violenta primitiva hasta la moderna competencia intelectual, pero permaneciendo siempre como deidad inexorable, norma suprema de la vida, porque luchar es vivir, y el hombre que no lucha está muerto o moribundo.

En la sociedad, esta lucha toma dos aspectos distintos: uno comprende la actividad normal, económica o jurídica del individuo; el otro, la actividad anormal o criminal. De la primera se ocupan las ciencias económicas, políticas y jurídicas; de la segunda, la sociología criminal.

En la primera se manifiesta el aspecto económico de la cuestión social; en la segunda, el aspecto criminal: mucho más arduo y áspero, pero igualmente esencial para la vida del individuo y de la sociedad, porque, una vez obtenidos los alimentos, es necesario obtener la seguridad de la propia persona y de los propios derechos, a lo cual provee precisamente el magisterio penal regulado por la ciencia.

Pues bien, la ciencia criminal se encuentra ante un hecho inicial: una gran mayoría de ciudadanos que lucha de forma jurídica, y una minoría exigua pero violenta que lucha de forma criminal. Encuentra entonces como primer problema fundamental esta constante reaparición del delito en todos los países. Problema capital, especialmente en Italia, donde hay ejércitos de delincuentes más numerosos que en otras naciones.

Italia, que en 1862 tenía cerca de 28.000 condenados detenidos —sin contar los simplemente imputados—, en 1872 tenía 43.000, cifra aumentada también por la reincorporación de las provincias de Roma y Venecia, arrancadas del yugo extranjero y devueltas al organismo nacional; en 1882 tenía 51.000. Y para darles algunas cifras aisladas, pero elocuentes, sobre el delito más grave, el número de homicidios: en Inglaterra es actualmente de 11 por cada millón de habitantes al año, en Francia de 15, en Prusia de 13, en Italia de 91.

Lo que significa que este problema penal adquiere en Italia tal agudeza, que debe ser una de las causas por las cuales el ingenio italiano se aplica tan felizmente a la ciencia de los delitos y las penas, haciendo brotar y crecer vigorosamente un nuevo organismo científico, allí donde ya había sobrevenido el agotamiento en las teorías del derecho penal clásico.

Y así, el positivismo científico nos enseña también a ser modestos; ya que si se ha determinado esta nueva corriente en la ciencia criminal, es porque las condiciones del entorno exigían esta evolución.

Por tanto, no se debe atribuir el mérito exclusivo a este o aquel pensador, ni creer que esta nueva escuela nació por capricho de este o aquel estudioso, sino por una necesidad real y urgente de la conciencia moral y jurídica popular.

El problema fundamental es, entonces, por qué cada año hay una minoría de malhechores que perseveran en la delincuencia, mientras la gran mayoría de los ciudadanos, bajo la presión de las mismas condiciones generales, se mantiene dentro de los límites del derecho. ¿Qué respuesta ha dado la ciencia criminal clásica a este problema? —Inverosímil, pero cierto: ninguna respuesta.

Si abren un tratado de derecho penal, quedarán admirados por quien lo escribió, como los libros de Pessina, Carrara, Zuppetta, donde un poderoso mecanismo lógico, si se aceptan las premisas iniciales, los arrastra inexorablemente a las últimas consecuencias.

Pero en estas obras, en estas páginas magníficas, no encontrarán ese problema, porque estudian el derecho penal en sus principios abstractos, consideran las condiciones jurídicas para que exista, por ejemplo, la imputabilidad, el intento, la complicidad, la reincidencia, las agravantes, las excusas, y ven si se verifican en el caso concreto. O si dan alguna respuesta a esa pregunta, la escuela clásica atribuye como única y exclusiva causa natural del delito la libre voluntad, a la cual imputa la eficacia de los delitos, considerando el delito como un ente jurídico abstracto y cortando así toda raíz para investigaciones posteriores sobre las causas del delito, ya que cuando se ha dicho que el hombre comete delitos porque quiere cometerlos, ya se ha dicho todo.

Es cierto, sin embargo, que algunos grandes penalistas, como Filangieri, Romagnosi, Carmignani, Ellero, etc., se han ocupado de las causas del delito; pero su voz fue olvidada, porque la escuela criminal predominante se dirigía a otra cosa; su voz quedó sin escuchar, la semilla que sembraron no germinó: ahora, nosotros retomamos esas investigaciones olvidadas, determinando así un nuevo movimiento científico.

Y así, si preguntan a la escuela clásica cuáles son los remedios contra el delito, responde: la pena, como coerción y castigo de la maldad subjetiva.

Y esto no por inducciones científicas, sino por un solo razonamiento abstracto, por un silogismo hegeliano: el delito niega el derecho, pero la pena niega el delito, por tanto la pena reafirma el derecho.

Pero esta no es una respuesta científica, porque en ella no hay ningún otro elemento de hecho ajeno a la pregunta, y nos movemos entonces en una simple tautología. Y en verdad, el hecho contradice obstinadamente que la pena extinga el delito. La historia y la estadística afirman que cuando las penas fueron más violentas, fueron más impotentes para reprimir.

Así, las penas bajo la Roma imperial fueron insuficientes para impedir la corrupción general de las costumbres.

Cuando, por ejemplo, el cristianismo abrió a la humanidad una nueva era, en vano los emperadores paganos impusieron a sus seguidores —considerados por ellos como cismáticos— las hogueras, los tormentos y las fieras; en vano, porque cumplió el glorioso destino del que era capaz y que las condiciones históricas fatalmente imponían.

Así, en nuestra época podemos decir lo mismo del más vibrante movimiento socialista, en el que ciertamente hay una parte aceptable y otra no, porque, como dice Manzoni, el error y el derecho nunca se dividen con una línea recta. Este movimiento socialista desafía todas las persecuciones de los gobiernos, como ha confesado también el gobierno de Alemania, donde las tristes condiciones fueron agravadas por la misma ley del estado de sitio, promulgada para remediarlas. Y lo mismo puede decirse del fenianismo en Irlanda, del nihilismo en Rusia. Lo que significa que la pena no es el único ni suficiente remedio contra los delitos.

De aquí, entonces, la necesidad de reformular aquella pregunta y ver si el estado actual de las ciencias naturales y sociales ofrece a los criminalistas argumentos seguros para poder dar una respuesta más práctica y eficaz. Esta es la razón determinante, este es el alto concepto que tiene la escuela positiva, que sucede ahora al ciclo glorioso de la escuela clásica que, en Italia, desde Beccaria, Romagnosi, Filangieri, Pagano, Niccolini, Rossi, Carmignani, Giuliani, hasta Zuppetta, Carrara, Pessina, Ellero, Tolomei, Buccellati, Catalano, Nocito, Brusa y algún ecléctico estéril.

Beccaria expresó en su época un sentimiento común, más o menos latente, sentimiento que formuló en su libro inmortal, abriendo toda una evolución científica. Y sin embargo, Beccaria, solo por oponerse a la corriente tradicional, a las costumbres inveteradas, encontró las mismas acusaciones de favorecer a los delincuentes, de destruir toda ciencia, que nosotros también hemos encontrado y seguimos encontrando.

Cuando Beccaria propuso abolir la tortura, fue declarado defensor de asesinos y ladrones, porque se partía del razonamiento abstracto de que un hombre que ha cometido un delito nunca lo confesará, y por tanto hay que obligarlo. Y lo mismo ocurrió con la confiscación, la pena de muerte y cada otra innovación.

Y sin embargo, todas o casi todas las reformas propugnadas por Beccaria fueron realizadas, porque expresaban una necesidad de su tiempo. Y aquellos que entonces eran llamados revolucionarios son ahora los más ardientes conservadores del derecho penal, y proclaman esas reformas como un beneficio insuperable para la sociedad moderna.

Ahora nosotros, de la escuela positiva que sucede a la escuela clásica, hemos encontrado —por un destino común a todos los innovadores— las mismas acusaciones que Beccaria y sus seguidores enfrentaron en su tiempo.

Cuando Lombroso, Garofalo y una persona que no importa aquí nombrar dijeron: “hay que cuidar más el estudio del delito y de sus causas”, fuimos llamados defensores de los delincuentes. Hemos soportado esta acusación y oposiciones aún más fuertes en la vida práctica que en las discusiones teóricas, tranquilos y serenos, iniciando una escuela criminal positiva que se opone a la clásica con un enfoque práctico y científico diferente.

La escuela clásica, nacida como generosa reacción contra la ferocidad punitiva de los legisladores medievales —que competían en inventar suplicios con la misma fantasía con que los delincuentes inventaban crímenes— se propuso como objetivo práctico la abolición de muchas penas: capitales, corporales, infamantes, de confiscación, y la reducción general de las demás penas; y triunfando, lo ha logrado en gran parte.

La escuela positiva, en cambio, se propone otro objetivo práctico que, aunque la escuela clásica también lo tuvo como meta platónica, no pudo realizar, porque cada época tiene su misión: y esta es la disminución de los delitos.

Y tal diferencia de objetivos prácticos proviene del hecho de que también el método científico es totalmente distinto. La escuela clásica estudia el delito en su objetividad abstracta y, por tanto, no se ocupa del delincuente, salvo como un término algebraico para aplicar la pena, proporcional al delito y no al delincuente; o si se ocupa de él en ciertas condiciones de evidente anomalía, lo ha hecho y lo hace por un método apriorístico y por el escaso desarrollo de las ciencias naturales y psiquiátricas en tiempos pasados, de forma tan incompleta y con principios tan peligrosos, que convierte las razones de una mayor defensa social (como en casos de locura, embriaguez, minoría de edad, etc.) en razones de impunidad para los malhechores.

La escuela positiva, por el contrario, considera el delito como un fenómeno natural, que debe ser determinado por múltiples causas naturales, y por tanto estudia al delincuente más que al delito, adaptando a él los medios de defensa, considerando el delito cometido como simple índice del poder dañino de quien lo comete.

Y es tan cierto que esta innovación es producto de las condiciones sociales e intelectuales de nuestra época, que encuentra reflejo en todo el movimiento científico y artístico contemporáneo.

En el arte, al tipo académico abstracto se le ha sustituido por el tipo vivo de la realidad; puede haber habido exageraciones, reduciendo la pintura a la fotografía y reproduciendo con demasiada frecuencia cosas feas y deformes, pero el abuso de un principio nunca demuestra su falsedad.

El mismo movimiento se ha dado en la medicina, también por obra de Tommasi, uno de los renovadores de la medicina moderna e iniciador de la nueva escuela médica positiva; en el sentido de que, mientras al principio de nuestro siglo se estudiaba la enfermedad en abstracto, la nueva escuela quiere que se estudie al enfermo en sus condiciones individuales, y que por tanto se cambie el remedio y sus proporciones según los distintos individuos, incluso si el mal es el mismo.

En las ciencias sociales encontramos otra confirmación de esta tendencia necesaria de nuestra época hacia el movimiento positivista. Adam Smith, por ejemplo —que ocupa en la economía política el lugar que Beccaria ocupa en el derecho penal— o más bien sus seguidores, han estudiado los fenómenos económicos en sí mismos, independientemente de las condiciones históricas de cada país. Representan, por tanto, en la ciencia económica, la escuela clásica ortodoxa, que debe ceder el paso a la escuela económica positiva, que estudia los fenómenos económicos en las condiciones propias de cada pueblo, en cada tiempo y clima, en su realidad relativa y transitoria.

Este movimiento positivista, que se encuentra también en las artes y las ciencias, está determinado por las necesidades históricas de nuestro tiempo, y como tal llega oportuno y fecundo, renovando el ambiente científico en las escuelas criminales.

De hecho, ahora las publicaciones de la escuela clásica en materia de derecho penal son evidentemente escasas, no solo en Italia sino también en Europa; y las pocas que ven la luz representan —como me escribía un venerable maestro— reproducción, pero no producción científica, desarrollándose todas, con mínimas diferencias de fórmulas o conclusiones particulares, dentro de los mismos rieles de los lugares comunes sobre el delito y la pena. Y la razón es simple: una escuela científica no puede dar sino aquello que está en su íntima naturaleza. Por tanto, toda escuela criminal tiene en sí misma su inicio, desarrollo y decadencia senil. Así, en Italia, desde Beccaria hasta Carrara, la ciencia criminal clásica ha cumplido un ciclo espléndido y glorioso, que ya ha tenido su máxima expansión y por tanto no se le puede añadir nada más.

O si se le añade, no es sino por un proceso ulterior de abstracciones, que alejan cada vez más las normas científicas de la realidad terrestre, como lo demuestra el continuo y vano esfuerzo del legislador italiano por formular en un código penal aquellas sublimes máximas científicas que se rebelan demasiado contra las necesidades prácticas de una legislación, para las cuales sin embargo deberían hacerse; vanidad de trabajo legislativo que se evitó, sin embargo, en el código comercial, a pesar de las mismas condiciones parlamentarias, precisamente por una posible correspondencia entre las teorías jurídicas y la práctica de los negocios.

Pues bien, ahora se inicia una nueva expansión científica, que tiene una gran fecundidad de trabajo, prueba evidente de su vibrante vitalidad, nueva irrigación de sangre oxigenada en el cuerpo exhausto de la ciencia criminal.

Y así como en el bosque los humores vitales, detenidos por el rigor del invierno, reanudan al sol de primavera su eterno ciclo y reverdecen esa “bella familia de hierbas y animales”, así en la ciencia criminal, con el movimiento vivificador de la escuela positiva, las ideas reverdecen, reanudando su eterno ciclo, sin el cual no existe humanidad.

Pasemos ahora a señalar las inducciones fundamentales de la escuela positiva, que forman las líneas iniciales de esa ciencia que puede llamarse sociología criminal, y que trasciende los límites de una ciencia técnicamente jurídica, estudiando la vida del organismo social en sus manifestaciones patológicas o criminales.

La escuela positiva se desarrolla entre estos dos polos: investigar las causas naturales del delito y señalar sus remedios eficaces, naturales y jurídicos.

Por tanto, se propone alcanzar el objetivo práctico de la disminución de los delitos mediante el estudio del delito como fenómeno natural, guiada por el criterio científico de que primero deben investigarse pacientemente los hechos, para luego deducir las ideas.

Del hecho, la idea: he aquí el lema de la nueva escuela criminal, como ya lo es de toda la renovada filosofía positiva, y he aquí el secreto de la maravillosa fecundidad moderna en las ciencias naturales y sociales, y por tanto también en la sociología criminal. Del hecho, la idea, porque —como dice Littré— de la máquina de la inducción no se puede extraer más fuerza de conclusiones de la que se haya encerrado como combustible de hechos.

El hecho, única fuente por sí sola de verdad, porque es indiscutible: el hecho, que una vez constatado, aunque no sea aprovechado por el primer investigador, está siempre listo para liberar su energía iluminadora y fecundadora, como el grano de trigo que vuelve a germinar después de seis mil años de oscuridad en las sepulturas egipcias.

La idea, que sin el hecho es fosforescencia que se desvanece, tras el brillante arco iris con que fue concebida en el cerebro de Platón o de Hegel, y deja tras de sí solo la ceniza estéril de una célula cerebral que ha trabajado.

Por tanto, hay que comenzar por el estudio de los hechos. Y así lo hizo la nueva escuela criminal, organizando y completando con unidad de método e intención las investigaciones ya iniciadas aquí y allá desde los primeros años de este siglo, pero que hasta ahora habían permanecido dispersas, incompletas y sin una conciencia precisa de método científico, en los campos antropológico, psicológico y estadístico, en lo que respecta a la vida del hombre delincuente.

Y dado que la limitación del tiempo no me permite una exposición detallada y extensa de la rica cosecha de hechos variados que, en los pocos años de su existencia, la escuela criminal positiva ha aportado al patrimonio común de la ciencia —gracias a la ardiente actividad de sus adeptos y a la virginidad del terreno explorado— me bastará con señalar sus líneas generales, con una advertencia preliminar.

Y es que, aunque en los comienzos de toda ciencia, como en toda actividad humana, la división del trabajo no sea posible en las proporciones que luego se vuelven necesarias en los grados posteriores de evolución científica o industrial, ya desde ahora me parece que puede constatarse, entre los primeros iniciadores de la escuela criminal positiva, esta variedad de funciones científicas que se refleja naturalmente en el grupo de compañeros, según sus inclinaciones mentales y sus estudios: desde Puglia, para hablar solo de los italianos, desde Majno, Barzilai, Virgilio, Amadei, Filippi, Romiti, Bonvecchiato, Riccardi, Cougnet, Cosenza, Fioretti, Berenini, hasta Porto, Balestrini, Aguglia, Caluci, Bolaffio, Pavia, Precone, Pugliese, Setti, De Paoli, Fazio, Frigerio, Tonnini, Benelli, Lioy, De Vio y tantos otros.

Lombroso, naturalista y psiquiatra, prepara sobre todo los materiales primarios antropológicos, base necesaria de toda construcción jurídica o sociológica, con una originalidad y fecundidad de investigaciones que lo hacen, sin duda, el verdadero fundador de una nueva ciencia: la antropología criminal. Garofalo cumple la función distinta de extraer más bien las inducciones técnicamente jurídicas de las primeras conclusiones fácticas, apuntando especialmente a la legislación penal y a sus posibles reformas, incluso en nuestros días, en este período de transición. Otra persona, finalmente —cuyo nombre no importa aquí— se esfuerza para que la renovación de la ciencia criminal tenga un alcance aún mayor, no limitándose a una unión superficial entre la antropología y el derecho penal, como algunos eclécticos estériles van diciendo, ni a una simple corrección de principios jurídicos o artículos de ley, sino transformando, con una innovación sustancial de método, la ciencia jurídica de los delitos y las penas en una verdadera ciencia social, en una sociología criminal.

En esto precisamente radica la diferencia entre la ciencia del derecho privado, civil o comercial, y la ciencia criminal. Porque mientras las primeras estudian solo las relaciones jurídicas de una actividad humana considerada abstractamente, deteniéndose en los derechos y deberes de los contratantes y de los agentes, independientemente de las condiciones antropológicas de estos y del entorno en que desarrollan su actividad, la ciencia criminal, en cambio, debe ocuparse en primer lugar del individuo agente: cómo nace, cómo vive, con qué tendencias y en qué ambiente, hasta el punto en que trasciende al delito.

Y aunque también en el derecho civil, en nuestros días, comienza a hacerse viva la conciencia de la necesidad de poner a prueba y en parte renovar sus principios con los datos relativos a las condiciones sociales de cada pueblo, sigue siendo cierto que en el derecho civil, como ya en el derecho penal clásico, el agente permanece en segundo plano, como término algebraico de aplicación de normas jurídicas abstractas, mientras que en la sociología criminal ocupa el primer lugar, y sobre él y el entorno en que vive se rastrean las causas de su actividad criminal.

Es precisamente el estudio de las causas naturales del delito lo que constituye el tema principal y más vital, según la escuela positiva.

Un hombre mata a otro hombre. He aquí el hecho externo: última fase de un proceso causal cuyos momentos deben determinarse. Para que ese hombre haya podido cometer una acción que repugna a la gran mayoría de sus semejantes, debe encontrarse, ante todo, en condiciones personales distintas de las comunes, y debe haber encontrado en el ambiente los estímulos y las condiciones que, además de hacerle concebir la idea del delito, le hayan llevado a ejecutarlo.

Es decir, que las diversas y múltiples causas naturales del delito se dividen en dos grandes clases: los factores individuales o antropológicos y los factores externos, que a su vez se subdividen en factores físicos —del entorno físico— y factores sociales.

Comencemos por los primeros. Entre lo físico y lo moral del hombre, aunque no se quiera —por prejuicio de la filosofía tradicional— admitir el vínculo íntimo de causalidad que las ciencias modernas evidentemente establecen, debe reconocerse siempre una conexión fuerte y continua: por ello, el estudio de los factores individuales o antropológicos se refiere, por un lado, a la constitución orgánica del delincuente y, por otro, a su constitución psíquica o moral, dependiente de aquella.

Pues bien, la antropología criminal, con una serie cada vez mayor de observaciones no solo sobre el cráneo, sino sobre el cerebro, los órganos de los sentidos, las vísceras, la sensibilidad y toda otra manifestación biológica de los delincuentes, ha observado o confirmado que en estos se encuentran anomalías muy frecuentes, por las cuales los delincuentes —especialmente en su tipo más común y peligroso— reproducen en nuestra civilización los caracteres del hombre salvaje y primitivo.

Una evolución continua transforma progresivamente a la humanidad, sin detenerse jamás; pero no todas las razas humanas ni todos los individuos de una raza siguen los grados de esta evolución de forma isométrica. Hay quienes la anticipan, hay quienes la retrasan; y el hombre delincuente está retrasado, en relación con la raza civilizada a la que pertenece, y reproduce en ella las formas de la barbarie primitiva.

Y no se diga que las anomalías orgánicas encontradas en los delincuentes también se hallan en hombres honestos y que, por tanto, no pueden considerarse síntomas específicos de delincuencia. Porque no solo en los malhechores se acumulan, con mayor frecuencia, muchas anomalías —de las cuales solo alguna se encuentra rara vez entre los honestos—, y no solo también los honestos, o considerados tales (y que, sin embargo, pueden haber cometido delitos ignorados o podrían cometerlos en otra etapa de su vida) están a veces en un estado de regresión o de detención del desarrollo, deteniéndose en la excentricidad, la locura, el suicidio sin llegar al delito; sino sobre todo porque, cuando se habla de estas anomalías en los delincuentes, no se afirma que todos los malhechores y ninguno de los honestos deban tenerlas, sino que se constata simplemente una mayor frecuencia de anomalías en unos que en otros. Entre 100 malhechores se encuentran, aproximadamente, 25 normales y 75 anormales; viceversa, entre 100 honestos se encuentran 90 normales y 10 anormales: he aquí la diferencia, relativa y no absoluta, pero más que suficiente para constituir un verdadero carácter de raza diferente —o mejor dicho, de diferente desarrollo orgánico— entre delincuentes y no delincuentes.

Lo mismo puede decirse de la constitución psíquica o moral de los delincuentes, que no es otra cosa que el reflejo de la constitución orgánica, íntimamente ligada a ella como el derecho y el revés de una superficie. Y dado que la vida psíquica del hombre se desarrolla entre el impulso del sentimiento y la dirección de la idea, al estudiar el aspecto moral o ético de esta vida psíquica en los delincuentes, hay que observar el estado del sentido moral, no solo como discernimiento entre lo honesto y lo deshonesto, lo justo y lo injusto, sino sobre todo como la estructura moral fundamental del individuo, sobre la cual se configuran —y diría, se polarizan— todos los demás sentimientos egoístas y altruistas; así como, en cuanto a la ideación, importa observar especialmente la fuerza específica de previsión de la pena, como elemento inseparable en la dinámica psíquica de la que surge el propósito y la acción criminal.

Ahora bien, cuando se estudia al delincuente —no encerrado en el cálido gabinete de estudio, sino en las cárceles y los manicomios— el primer rasgo psíquico que llama la atención es precisamente la anormalidad de su sentido moral, casi siempre débil y muy a menudo completamente ausente. Se está entonces ante un hombre que, contrariamente a la opinión común, en la mayoría de los casos confiesa su delito con una indiferencia a menudo humorística, y afirma no sentir ningún remordimiento, y con frecuencia no oculta que, si se le presentara la ocasión, lo repetiría; y dice que la prisión sufrida —que no sigue a todo delito, porque muchos “se han salido con la suya”— no es, en definitiva, más que un inconveniente del oficio, como lo es la explosión de gas para los mineros, el derrumbe de la fábrica para los obreros, y así sucesivamente. En suma, un hombre que tiene una estructura moral fundamental

Hoy se estudia al delincuente no encerrado en el cálido gabinete de estudio, sino en las cárceles y en los manicomios. El primer rasgo psíquico que llama la atención es precisamente la anormalidad de su sentido moral, casi siempre débil y muy a menudo completamente ausente. Se está entonces ante un hombre que, contrariamente a la opinión común, en la mayoría de los casos confiesa su delito con una indiferencia a menudo humorística, y afirma no sentir ningún remordimiento. Frecuentemente no oculta que, si se le presentara la ocasión, lo repetiría, y dice que la prisión sufrida —que no sigue a todo delito, porque muchos “se han salido con la suya”— no es, en definitiva, más que un inconveniente del oficio, como lo es la explosión de gas para los mineros, el derrumbe de la fábrica para los obreros, y así sucesivamente. En suma, un hombre que tiene una estructura moral fundamentalmente distinta de la del hombre honesto, por la cual no siente repugnancia ante la idea criminal antes de ejecutarla, ni remordimiento después del hecho ni de sus consecuencias.

También el hombre honesto puede, en un momento crítico, verse atravesado por el relámpago siniestro de una idea criminal; pero la imagen del delito no se arraiga en su alma y, salvo en los casos de tormentas psicológicas desencadenadas por el ímpetu de una pasión, esa idea resbala sobre el acero pulido de su conciencia moral sin dejar huella. El delincuente, en cambio, en su tipo común, no siente esa repugnancia ante la idea del delito o, si la siente —por ejemplo, ante el homicidio— no la sentirá ante el robo, o viceversa. Así, poco a poco, sin gran dificultad, su actividad psíquica queda atrapada en el engranaje de un proyecto criminal y llega a la ejecución sin encontrar en su constitución moral ninguna o muy débil fuerza repulsiva que lo detenga.

Lo contrario ocurre en el hombre honesto, como cada uno puede sentir en sí mismo, y como lo relata, por ejemplo, el ilustre psiquiatra Morel, quien cuenta que un día, al cruzar un puente en París, sintió de repente la tentación de arrojar al río a un obrero que estaba apoyado en la barandilla, y huyó por miedo a ceder a semejante aberración... Denle a ese impulso una constitución moral menos fuerte y tendrán un homicida “sin motivo” o “por pura maldad brutal”, como dicen los criminalistas clásicos.

Las pruebas de esta constitución psíquica anormal en los delincuentes son más que frecuentes: cuando se ve a un acusado que sonríe cínicamente durante todo el desarrollo de un proceso cruel o escandaloso, hay que decir que o es demente o carece de sentido moral; y cuando luego mantiene esa misma actitud ante la condena e incluso ante la ejecución capital, hay que concluir que está verdaderamente en un estado de idiocia moral, que es psíquicamente anormal respecto al común de los hombres.

Sin embargo, atención: esta actitud apática del delincuente vulgar es diametralmente opuesta y tiene una génesis y un significado moral completamente distintos del fuerte y sereno heroísmo con que un mártir rubio de la libertad saluda sonriente el destello de la guillotina política que está por consagrar su nombre a la veneración de todo un pueblo...

El entorno natural o físico representa la segunda categoría de factores criminales, y podemos distinguir varios. El clima, el ciclo de las estaciones, la temperatura anual determinan constantemente una variada manifestación del delito, de modo que los delitos contra la propiedad —principalmente por razones económicas derivadas de las condiciones atmosféricas— son mucho más frecuentes en los climas, meses y años más fríos; mientras que los delitos contra las personas, por un efecto fisio-psicológico directamente ligado a los fenómenos meteorológicos, son más frecuentes en los climas y estaciones más cálidos. Asimismo, la producción agrícola, por otro efecto sobre las condiciones económicas, es uno de los determinantes más eficaces de la mayor o menor frecuencia de los delitos contra la propiedad. Y así sucesivamente.

El entorno social, finalmente, completa la serie de factores criminales, y para la categoría de delincuentes ocasionales ofrece los impulsos más fuertes, debido a la densa red de vínculos continuos que une al individuo con el organismo social en el que nace y lucha por la existencia.

La opinión pública influye poderosamente en ciertos delitos: por ejemplo, el duelo, frecuente entre los pueblos latinos, es desconocido o casi inexistente en la moderna Inglaterra; el infanticidio, tan común entre las razas latinas, es menos frecuente entre los anglosajones, que castigan con el desprecio y con la ley al seductor en lugar de a la víctima indefensa, empujada por él a la desesperación final.

La estructura económica es también uno de los grandes factores de la delincuencia; porque ciertamente la miseria, aunque no sea el único determinante, es uno de los factores más poderosos de la criminalidad. Y así, la estructura política también es causa de ciertos delitos, como saben los antiguos dominadores extranjeros de nuestro país, donde los llamados delitos políticos de conspiración y otros, fomentados por la tiranía, desaparecieron al primer rayo de la independencia nacional. Y así, las condiciones científicas de un país influyen en ciertas formas de delincuencia, algunas fomentándolas y otras extinguiéndolas, como por ejemplo la piratería, desaparecida con el toque mágico del vapor aplicado a la navegación; los envenenamientos, reducidos por los avances de la química, y así sucesivamente. Lo mismo puede decirse de todo el ordenamiento legislativo y administrativo en general, que, al favorecer o impedir el desarrollo de las tendencias naturales en los individuos asociados, puede contener su actividad dentro de los límites jurídicos o empujarla hacia la violación del orden social, con tanto mayor impulso de rebelión cuanto más obstinada y ciega haya sido la presión del empirismo autoritario.

De lo que he dicho brevemente se desprende una conclusión clara y espontánea: que la cantidad y la especie de delitos cometidos cada año en cada país están determinadas por el variado y continuo concurso de los tres órdenes de factores antes mencionados, los cuales —más o menos según los distintos delitos y delincuentes— conspiran todos en la determinación de la actividad criminal antisocial. Es decir, que la pena, ya sea como motivo psicológico de una amenaza legislativa o como coerción física sobre uno o varios individuos, no puede bastar por sí sola para impedir el delito, que, teniendo una multiplicidad tan variada de causas, no puede tener un solo y tan simple remedio, así como en el campo terapéutico no puede existir una panacea para todas las causas morbosas.

De modo que del estudio analítico de los diversos factores criminales surge de inmediato una gran enseñanza práctica, mucho más fecunda que las más elevadas y abstrusas elucubraciones jurídicas de la ciencia clásica: una enseñanza que, como voto platónico, ya fue avanzada por la voz solitaria e ignorada de algunos criminalistas más positivos por su temple intelectual, como Filangieri, Bentham, Romagnosi, Carmignani, Ellero; pero una enseñanza que solo en estas investigaciones preliminares de anatomía social encuentra, con la nueva escuela, la base vital necesaria para un desarrollo científico ulterior que conduzca a su aplicación práctica. Y es que, para contener la amenazante corriente del delito, más que en las penas, la sociedad debe confiar en el magisterio de aquellos medios de prevención indirecta, social, que yo llamé sustitutivos penales, precisamente porque, una vez aplicados hasta donde puedan llegar, secan la fuente criminal y, al eliminar el delito, eliminan la necesidad de la pena.

Sistema de sustitutivos penales que, sin embargo, se diferencia radicalmente de la habitual prevención empírica de la policía, directa y violenta, que no se preocupa por rastrear y eliminar o atenuar las causas remotas de la delincuencia, sino que se limita a la fácil ilusión de poder suprimir los efectos cuando las causas persisten, y que la mayoría de las veces se reduce a sustituir la violación del derecho cometida por el agente de policía por la violación del derecho que estaba por cometer el delincuente, cuando esta —como ocurre a menudo— no se suma como violencia inútil al propio delito que no logra impedir, si no lo provoca.

Sistema de sustitutivos penales que, en cambio, deriva de la determinación de las causas criminógenas, así como la terapéutica deriva espontáneamente del diagnóstico clínico; pero sistema que, como en la vida cotidiana, ante la dificultad de un diagnóstico preciso y racional, se sustituye por el fácil empirismo de los remedios de cuarta página; así también en la vida social queda descuidado para ceder el lugar a la prevención miope o a la represión intempestiva.

Así vemos que cada vez que se discute una ley en el Parlamento, se considera únicamente el objetivo inmediato y más aparente que se propone, sin prever la repercusión que puede tener sobre la actividad criminal.

Y viceversa, apenas la atención pública se dirige, por una frecuencia inusual, a cierto tipo de hechos criminales, toda la sabiduría del legislador se limita a proponer una ley que los castigue o a añadir un artículo al código penal, sin pensar seriamente en los medios indirectos que podrían haberlos impedido o reducido, mucho más eficazmente que las leyes represivas, las cuales, tras el impacto inicial de su aparición, acaban por no tener efecto alguno; tanto que ese desorden, no tratado, se vuelve crónico y deja de observarse, simplemente porque ya ha entrado en las previsiones habituales de la conciencia pública.

Por ejemplo: si en lugar de aumentar las penas o de otorgar a los aduaneros la facultad de matar a los contrabandistas que huyen, se redujeran las tarifas aduaneras, ¿cuánto contrabando no se extinguiría?

Y si ustedes, con una ley inspirada más en abstracciones metafísicas o en tradiciones antiguas, establecen que dos personas puedan decidir en un solo momento su unión conyugal para toda la vida —a pesar de lo imprevisible que tiene tan poderosa parte en nuestra existencia— y luego, irritados por las continuas rupturas de ese vínculo sagrado, creen que todo el remedio está en los artículos del código penal contra el adulterio y el concubinato, ciertamente están haciendo una obra vana. Den el divorcio, y verán que los cónyuges desafortunados disolverán legalmente una cadena que, de otro modo, romperían mediante el delito.

Y cuando, con el alma angustiada, recuerdo la gran desgracia que golpeó recientemente el corazón de Italia, en nuestra Nápoles, y pienso en las lúgubres covachas donde yacen, vegetando en la suciedad, familias enteras, sin aire, sin luz, en un monstruoso enredo de cuerpos humanos, me pregunto qué sorpresa puede causarnos la continua violación del pudor, y con qué conciencia se dispone la sociedad a castigarla, siendo ella misma quien consiente semejantes horrores a criaturas humanas... Den aire, den luz, regeneren la sangre de esa gente miserable, y el cielo dejará de ser, para tanta parte del pueblo, una burla dolorosa, y el delito será diezmado.

Así, cuando en una ciudad se suceden obstinadamente los asaltos nocturnos, vale mucho más una abundante iluminación que un escuadrón de guardias para ahuyentar a los agresores.

Así, a la luz del pensamiento libre, han desaparecido aquellos supuestos delitos de hechicería y magia que tejieron gran parte de la historia criminal de la Edad Media, como otras formas delictivas fueron barridas por el huracán purificador de la Revolución Francesa.

Lo cual confirma que, al extremo y estéril remedio de las penas, urge anteponer una serie de medidas indirectas que eliminen o reduzcan las causas mismas del delito, en los más diversos campos de la legislación social.

Así se perfila la primera parte de la sociología criminal, en su función diagnóstica de patología social, a la que responde, por íntima conexión, el tratamiento del delito.

Y aquí, al cambiar totalmente el punto de partida, varía también el punto de llegada entre la escuela positiva y la escuela clásica del derecho penal.

Para esta última, como dije, toda la génesis del delito reside en el punto matemático del libre albedrío, y todos los delincuentes se reducen, en sus facultades intelectuales y morales, a un tipo único, abstracto, correspondiente a la media de los demás hombres honestos.

Para la escuela positiva, en cambio, el delito no es más que un síntoma que contribuye a determinar la fisonomía del delincuente, quien puede, por la dinámica diversa de los factores criminales, presentar —como de hecho presenta— múltiples variedades antropológicas. De las cuales, debiendo aquí limitarme como de costumbre a los resultados últimos y resumidos de largas investigaciones experimentales, describiré solo, a grandes rasgos, sus diferentes actitudes.

Ante todo, hay una distinción fundamental entre dos categorías típicas de delincuentes. La primera comprende a todos aquellos que, marcados por la degeneración hereditaria y criados en ambientes corruptos, presentan con máxima frecuencia las anomalías orgánicas y psíquicas antes mencionadas. Hombres que encuentran en el entorno externo el pretexto para su delito, pero que sienten el impulso inicial y la atracción instintiva del mismo dentro de sí, repugnantes al trabajo honesto, brutalmente feroces o despreocupadamente ociosos, salvajes perdidos en nuestra civilización.

La segunda clase comprende a los delincuentes ocasionales, que, aunque tienen en sí la predisposición al delito —por debilidad del sentido moral y escasa previsión— encuentran sin embargo en el entorno externo, en la concurrencia de circunstancias especiales, el impulso decisivo para delinquir.

En la naturaleza, sin embargo, todo es relativo; no existen distinciones tan precisas como las que hacemos por necesidad de estudio y pensamiento. Los extremos están bien definidos entre sí, pero los grados intermedios se suceden con matices indefinidos. Así, incluso las dos clases fundamentales de delincuentes, que la observación común y la experiencia de varios directores de cárceles y estudiosos de disciplinas penitenciarias ya habían distinguido —sin extraer de ello ninguna de las aplicaciones que la nueva escuela ha extraído y seguirá extrayendo— no están tan claramente separadas entre sí ni son homogéneas en sí mismas, como para no admitir otras subcategorías, que mis estudios de antropología criminal han determinado precisamente en las siguientes.

En la primera clase, hay que distinguir de inmediato a los delincuentes afectados por una forma común de alienación mental, constatada ya antes del exceso criminal o solo después de este: son los delincuentes locos. De ellos, a través de las formas psicopatológicas hasta ahora tan indeterminadas —como la locura moral y la epilepsia (que recientemente Lombroso, con feliz intuición y completa demostración positiva, ha demostrado idénticas en su naturaleza a la verdadera neurosis criminal congénita)— se pasa al tipo propiamente dicho de los delincuentes natos, incorregibles, que constituyen la figura característica de esta primera clase antropológica y presentan las anomalías orgánicas y psíquicas más frecuentes y marcadas, junto con los dos caracteres específicos de la precocidad y la reincidencia en el delito.

Entre esta primera clase de delincuentes por tendencia congénita y la segunda de delincuentes ocasionales, se encuentra una subcategoría bastante numerosa: los que yo llamé delincuentes por hábito adquirido. Quien visite las cárceles con intención científica se encuentra muy a menudo con la figura macilenta de un malhechor —por lo general ladrón— cuya vida no es más que una sucesión de caídas y recaídas, un ir y venir entre la cárcel, la taberna y el burdel, pero que sin embargo no estaba verdaderamente predestinado al delito por un impulso tan profundo e invencible como el de los delincuentes natos. Son individuos que caen por primera vez más bien por una ocasión desafortunada, pero que, llevados a prisión, encuentran allí —en lugar de corrección— corrupción moral y material, y cuando salen, abandonados por la sociedad, sin trabajo, sospechosos para los honestos, se entregan al alcoholismo, a la ociosidad y reinciden nuevamente, retomando la misma vida apenas liberados, y llegando así, de cárcel en cárcel, de reincidencia en reincidencia, a la completa ruina moral, a la delincuencia crónica e incorregible. Son, pues, delincuentes ocasionales que se volvieron incorregibles solo por complicidad del entorno social, pero que, mejor atendidos, habrían abandonado sin duda, en la mayoría de los casos, el camino del delito tras la primera caída.

Y así se pasa a la figura típica de la segunda clase: el delincuente ocasional que cae una primera vez, pero luego, por una menor debilidad de constitución física y moral y por circunstancias menos desgraciadas, no reincide o lo hace solo una vez y con gran intervalo, porque el entorno externo ya no repite contra él el asalto de las ocasiones seductoras.

Y así se llega a la última variedad de delincuentes, que representan el tipo exagerado del delincuente ocasional y que, mientras se acercan aún más que este al hombre honesto, ofrecen a veces algunos puntos de contacto con los delincuentes locos o semilocos, debido a su temperamento neurótico, excitable, que los hace ser, según la expresión de Maudsley, verdaderas “cosas explosivas”; y estos son los delincuentes por impulso de pasión. Es siempre el impulso externo, como en los delincuentes ocasionales, el que tiene la mayor parte en el empuje criminal; pero mientras en aquellos el impulso externo es un incentivo no excepcionalmente fuerte, en los delincuentes por pasión es un verdadero huracán psicológico (el amor frustrado, el dolor justo, la gravísima provocación) que los empuja al delito, casi siempre de sangre, cometido a plena luz, sin emboscada, y seguido pronto por arrepentimiento y a menudo por suicidio, mientras antes habían vivido toda una vida intachable. Se encuentran, por tanto, en el caso verdadero —aunque mucho más raro de lo que comúnmente se afirma— de la llamada “fuerza irresistible”.

Así, cuando Romagnosi decía que cualquiera de nosotros puede violar el código penal, afirmaba algo cierto, siempre que se restrinja su hipótesis a estos casos: ya que es tan cierto que en el delito concurren factores antropológicos junto con los del entorno externo, que cada uno de nosotros puede tener la absoluta certeza —salvo en caso de alienación mental sobrevenida— de que nunca cometerá uno de esos delitos que revelan al delincuente nato: asesinato por robo, por encargo, violación de niños, asalto armado, etc.; mientras que, lamentablemente, cualquiera de nosotros puede ser arrastrado al homicidio o a la agresión por un impulso súbito de violenta pasión, permaneciendo sin embargo en la clase de los desdichados sin entrar jamás en la de los malhechores vulgares, como ya la conciencia popular nos lo afirma diariamente en los veredictos de los jurados.

Estas son, pues, las variedades antropológicas del mundo criminal: los delincuentes locos —natos, incorregibles— por hábito adquirido —ocasionales— por impulso de pasión; para cada una de las cuales la escuela positiva propone medios diversos y apropiados de prevención y represión. Ya que es fácil ver, después de lo dicho, que a la diversidad de causas determinantes del delito en las distintas categorías de delincuentes debe necesariamente corresponder no solo la diversidad de los medios profilácticos, sino también la de los medios represivos, cuando aquellos no logran impedir este o aquel delito.

Y esto porque en las distintas categorías de malhechores es distinta aquella que Garofalo, desde los inicios de la nueva escuela, llamó “temibilidad del delincuente”, estableciendo desde entonces como piedra angular del nuevo edificio científico un criterio positivo de penalidad, sobre el cual deberé volver más adelante.

Ahora bien, delineadas las causas naturales del delito, surge de inmediato la pregunta natural que ya el sentido común, con la facilidad de sus respuestas tajantes, ha opuesto y sigue oponiendo a la escuela positiva como su mayor escollo: ¿cómo es posible, si el delito es el efecto necesario e inevitable de causas naturales y no de la libre voluntad de quien lo comete, seguir hablando lógicamente de responsabilidad y punibilidad del delincuente?

El concepto de responsabilidad, según la opinión común, el derecho penal clásico —que la sigue dócilmente— y las legislaciones positivas que la formalizan, se basa completamente en la idea del libre albedrío o de la libre voluntad individual, dominante y no dominada.

Este concepto, en cambio, no puede ser aceptado por la escuela positiva, la cual, en nombre y por mandato de la fisio-psicología experimental, no puede admitir en el hombre una potencia de libre voluntad superior a la determinación natural y necesaria de las causas físicas, fisiológicas y psíquicas que en cada instante presionan sobre el individuo que delibera y actúa.

Ahora bien, incluso concediendo en una hipótesis inicial o más indulgente que esta negación del libre albedrío no esté apodícticamente demostrada por la fisio-psicología actual, ello no impondría menos a la ciencia criminal el deber lógico de retirar al concepto de responsabilidad —que concierne a la función cotidiana de defensa social— una base tan fuertemente y desde tantos frentes seriamente cuestionada como es la del supuesto libre albedrío humano, para sustituirla por un fundamento mucho más positivo y menos sujeto a discusión o duda. Sería como si el higienista —y por él el legislador en materia de defensa contra enfermedades epidérmicas— pretendiera fundar todo un sistema de medidas preventivas o coercitivas sobre una hipótesis rechazada por la ciencia moderna o cotidianamente cuestionada.

Sin añadir además que yo, por mi parte, como todos los seguidores de la escuela criminal positiva, no solo cuestionamos, sino que negamos rotundamente la admisibilidad de un libre albedrío o de una libertad moral, absoluta o limitada. Y esto, con la autoridad que nos otorgan las inducciones más seguras de la fisio-psicología, de la antropología criminal y las confirmaciones de la estadística criminal, que revela —con el aumento microscópico de los grandes números— la repetición constante y regular de los delitos, como de otros hechos que se creían dependientes únicamente del libre albedrío: los matrimonios, los nacimientos, los suicidios, y sus perturbaciones determinadas por causas extraordinarias, cesadas las cuales retoman su curso rítmico y en gran parte previsible.

Negamos rotundamente el supuesto del libre albedrío, ante todo porque descubrimos el origen natural de la ilusión común que lo afirma, dependiente únicamente de la ignorancia o inconsciencia de las causas físicas o fisio-psicológicas que preceden y determinan cada una de nuestras decisiones; tanto es así que, cuando de un acto humano se conocen o se sienten por parte del agente los motivos determinantes y decisivos, desaparece la idea de que ese acto sea libre.

Pero, en segundo lugar, sobre todo porque el libre albedrío —absoluto o limitado—, la facultad de que la voluntad humana pueda decidirse en sentido distinto o contrario al que está determinado en cada instante por la suma de los motivos presentes, percibidos o no, choca diametralmente con dos leyes universales del propio pensamiento humano. La primera, que todo efecto supone una causa o un conjunto de causas, y está necesariamente determinado por ellas; dadas esas causas, no podría ser distinto de lo que es, y no se puede, por tanto, admitir en la voluntad humana una excepción milagrosa a esta ley de causalidad, que es —como decía— la condición misma del pensamiento humano. La segunda, que las fuerzas se transforman, pero nada se crea ni se destruye; y por tanto el acto humano, que es la transformación de una deliberación volitiva, y esta, que es la transformación de movimientos físicos anteriores que afectan a un individuo dado, no pueden ser nada más ni nada menos de lo que estaba contenido, por fuerza y dirección, en los antecedentes inmediatos.

No podría, entonces, la voluntad humana —que no es una facultad en sí misma, sino la abstracción y el recuerdo de todos los actos volitivos individuales de los que cada uno ha tenido conciencia en su vida, actos individuales que son los únicos que existen realmente, momento a momento— no podría, la voluntad humana, ex nihilo, por un solo fiat de una supuesta libertad, añadir o quitar nada a la determinación de las causas que en un momento dado la solicitan, la empujan, la presionan, la deciden en un sentido determinado, que es, por tanto, el resultado de las diversas fuerzas presentes.

Y la experiencia cotidiana puede ofrecernos las pruebas más convincentes. Cada uno de nosotros ha experimentado cuánto varía, en energía y carácter, nuestra voluntad bajo el imperio de circunstancias especiales: físicas (como el estado de la atmósfera, el siroco, etc.), fisiológicas (como la digestión, la irritación nerviosa, la excitación, el agotamiento, el ocio o el ejercicio muscular), o psíquicas (como el éxito o el fracaso de una obra nuestra, la visión continua de cosas alegres o tristes, el amor o el odio); todas circunstancias que, en su origen, son ciertamente independientes de nosotros y que, solo por una ilusión nuestra, creemos dominar, cuando en realidad somos dominados por ellas.

Cada uno de nosotros habrá experimentado cómo, por la mañana, tras un sueño reparador, nos sentimos ágiles o fuertes y dispuestos a actuar, con decisiones voluntarias rápidas, claras y precisas; y cómo, en cambio, después de muchas horas de trabajo mental o muscular, nos sentimos débiles también moralmente, sin energía de voluntad, vacilantes entre hacer y no hacer, incapaces de iniciativa, de decisiones rápidas y seguras. Y así, por una determinada constitución fisio-psicológica, hay quienes tienen normalmente una voluntad enérgica y pronta, y quienes, por carácter, son siempre apáticos o vacilantes, incapaces de resoluciones firmes y sostenidas, no por efecto de su libre albedrío, sino por construcción orgánica y psíquica: y lo mismo vale tanto para el hombre honesto como para el hombre inclinado al delito.

Y así, para terminar con un último ejemplo: así como con el café podemos modificar artificialmente el curso, la fluidez y la riqueza de las ideas, también con una pequeña cantidad de alcohol podemos modificar artificialmente el estado, la energía de la voluntad, fortaleciéndola; mientras que con el uso continuo y desmedido del mismo alcohol, la voluntad se debilita o se corrompe, llegando en los casos extremos a las últimas fases de la degeneración moral y física de un hombre, empujándolo del trabajo honesto y regular al ocio y al delito.

Pero, se repite, admitido todo esto, ¿cómo responsabilizar a alguien por lo que realiza bajo la tiranía del organismo o del entorno? ¿No se trastorna así y se anula todo criterio moral y jurídico de la pena?

Parece una pregunta terrible para quien está atrapado en los hábitos mentales de la filosofía tradicional; y sin embargo, es una pregunta que basta responder con la más sencilla observación de los hechos cotidianos.

Así como la sociedad recompensa, premia y acaricia a los hombres por cualidades independientes de ellos, pero que han heredado por fortuna al nacer —como el genio poético, científico o artístico, la voz privilegiada o los dedos de acero—, así también la sociedad castiga y sanciona a los hombres sin atender a su culpabilidad, sino guiándose únicamente, por suprema necesidad de su existencia, por los efectos dañinos de sus acciones. Y al hacerlo, la sociedad, en todo el campo de la actividad ajena al código penal, no hace más que seguir una ley natural, que también rige en el mundo físico.

La naturaleza reacciona siempre con una sanción muda pero inexorable contra quien viola sus leyes: quien se asoma demasiado por una ventana, incluso con las mejores intenciones, cae y muere; quien come en exceso, aunque sin motivos innobles de glotonería, quien ingiere, con las mejores intenciones, una sustancia nociva, enferma y sufre, y a veces muere; quien abusa del trabajo mental o muscular, incluso por un fin noble, termina con demencia o anemia.

Así, en la vida social, el distraído que, sin malas intenciones, pero con el continuo pesar de su defecto y el sincero propósito siempre renovado de corregirse, tropieza con los transeúntes, hace caer un objeto valioso o causa daño a otros, es evitado, reprendido, mal visto. Se puede reconocer que “no es culpa suya” ser así, pero la reacción social no deja de producirse ante sus acciones individuales dañinas o incómodas. El comerciante, el industrial, que por amor al bien, al progreso, al beneficio social, inicia una nueva empresa y tiene la desgracia de fracasar, quiebra, queda en la miseria, aunque se reconozca que no tuvo mala intención, sino todo lo contrario.

¿Y qué más? Quien comete un acto antijurídico sin voluntad de hacerlo, es castigado no solo con la reacción social de la opinión pública o las consecuencias económicas, sino con una verdadera condena penal, como en el caso del “homicidio involuntario”.

Entonces, la sociedad no siempre exige la voluntad malvada y libre para aplicar su desprecio, su abandono o sus penas a quien comete un acto contrario a las condiciones de su existencia, un acto antisocial.

¿Por qué, entonces, solo en los delitos se debería exigir, como condición de punibilidad, esa voluntad malvada y libre que, en la mayoría de los casos, la sociedad no exige?

Esto significa dos cosas: I. Que este criterio de la libertad moral como condición de responsabilidad penal es un residuo de ideas pasadas, inspiradas en la expiación religiosa, que en el campo estrictamente jurídico ya no tienen razón de ser. II. Que, por tanto, la sociedad considera responsable a todo individuo por toda acción que haya realizado, y reacciona ante ella de forma útil o perjudicial para quien la ha cometido, según sea útil o perjudicial para la sociedad en la que se ha realizado.

Es, en suma, la suprema necesidad de su propia conservación, a la que debe obedecer el organismo social como cualquier otro organismo viviente, la única y positiva razón del derecho a castigar, que mucho más propiamente debería llamarse derecho de defensa social.

Tenga o no sentido moral, tenga o no libertad moral al cometer el delito: quien lo comete es un individuo peligroso, antisocial, y la sociedad reacciona contra él por una necesidad innegable de defensa o conservación propia.

Esta es la realidad clara y sencilla, la única concebida por el sentido común, sin necesidad de fórmulas abstrusas y más o menos clásicas.

Solo que —y aquí está la función de la sociología criminal— la sociedad debe reaccionar de forma diferenciada según la distinta potencia dañina, antisocial, del individuo en cuestión y de la acción que ha cometido.

Y es precisamente aquí donde la diversidad de los factores criminales y la consecuente distinción de las diversas categorías de delincuentes determina la variedad de medios defensivos contra el delito, que la sociología criminal señala a la sociedad, trascendiendo las estrechas líneas del código penal y adentrándose, como ya dije, en el campo más amplio y fértil de la prevención, coordinando en las siguientes cuatro categorías todas las formas de defensa social:

1.       Los medios preventivos o de higiene social, que buscan impedir la aparición misma del delito.

2.       Los medios reparadores o de indemnización civil, que hasta ahora han quedado letra muerta, debido a la separación ilógica impuesta por la ciencia clásica entre el derecho penal represivo, el derecho civil coercitivo y las medidas preventivas.

3.       Los medios represivos temporales, que pueden ser algunos de los que actualmente constituyen casi todo el arsenal punitivo.

4.       Y finalmente, los medios eliminativos, por los cuales la sociedad, al reconocer absolutamente inadaptado a la vida social a un determinado individuo, lo excluye de su organismo, mediante una función de desasimilación que, en todo organismo viviente, es ya la base misma de la vida, que lucha contra los elementos no asimilables.

Y estas diversas formas de defensa social están subordinadas a estos dos criterios fundamentales de la sociología criminal: I. Que la sociedad debe ante todo dedicar su esfuerzo principal, constante e inquebrantable, a la aplicación de los medios preventivos, en lugar de esperar a que el mal esté hecho para luego castigar sin reparar. II. Que, ante un delito cometido, la peligrosidad del delincuente debe ser la norma fundamental para oponer solo el medio reparador, recurrir al medio represivo o, finalmente, llegar al extremo medio eliminativo.

Sin embargo, en relación con esta eliminación de los delincuentes más peligrosos e incorregibles, se presenta nuevamente la tan debatida cuestión de la pena capital.

Contrariamente a la escuela clásica, los positivistas del derecho penal son unánimes en considerar que la pena de muerte, inscrita en todos los momentos de la existencia mundial, es la consecuencia natural o legítima de los hechos y de las inducciones antes mencionadas; frente a ciertos individuos, refractarios a toda regla de vida social, no cabe duda de que la sociedad tiene derecho —porque se encuentra en la necesidad— de eliminarlos, de suprimirlos, de matarlos.

Pero entre partir teóricamente de este principio jurídico y llegar a la aplicación práctica de la pena de muerte, yo creo, como buen positivista que no descuida la realidad, que media un espacio que hay que ver si es posible y útil cruzar.

Los delincuentes contra los cuales, sin duda, la pena de muerte sería únicamente aplicable son los autores de homicidios acompañados de tales circunstancias de hecho y con tales características antropológicas que los colocan sin duda en la categoría más peligrosa de los malhechores. Es decir, todos o casi todos los homicidios calificados, los asaltos con homicidio o con sevicia, y gran parte de los homicidios llamados simples según los criterios clásicos, pero que revelan, por la reincidencia o por su móvil, igual grado de peligrosidad en sus autores: es decir, tomando las cifras de los condenados anualmente por las Assise por estos delitos, en Italia, entre 1500 y 2000 individuos cada año.

Ahora bien, aunque se sustituyeran los actuales modos teatrales de ejecución capital por métodos menos dolorosos o más rápidos, como un potente veneno o una fuerte descarga eléctrica, ¿sería posible en nuestro país, con nuestras costumbres, una carnicería permanente de seis o siete ejecuciones capitales por cada día del año? No vacilo en negarlo y en alcanzar, por otra vía, la conclusión de que en nuestro país la pena de muerte no es aplicable en esas proporciones, que serían las únicas capaces de hacerla eficaz como selección artificial de los elementos más peligrosos; pues es fácil ver que esta razón principalísima, por la cual puede sostenerse positivamente la pena de muerte, no permite que se aplique a seis o siete individuos al año, sin mencionar siquiera la poco seria costumbre de dejar escrita en el código una pena que luego no se aplica.

Y la otra razón poderosísima por la cual afirmo la inaplicabilidad de la pena capital en nuestro país, en nuestra época, es la posibilidad de sustituirla por otros medios eliminativos. Estos son: la cadena perpetua — la deportación ultramarina — la deportación interna.

La cadena perpetua es ciertamente el menos útil de estos medios, aunque dentro de los muros de la cárcel pueda organizarse racionalmente el trabajo de los condenados. Queda la deportación: pero esta, cuando es ultramarina, ya ha sido demostrada como impotente e ineficaz por la experiencia de Inglaterra, que cuenta con tantas fuerzas marítimas y una vasta red de colonias; ni la persistencia de Francia en este sistema sirve para disminuir sus inconvenientes, que serían aún más graves para nuestro país, por razones evidentes.

Por eso yo reservaría toda o casi toda (admitiendo en ciertos límites la cadena perpetua) la función eliminativa a la deportación de toda una categoría de delincuentes a nuestras tierras aún no redimidas de la malaria, que tan tristemente empañan el purísimo cielo de nuestra Italia. No me detiene la duda de si la sociedad tiene derecho a enviar a una muerte lenta a quien dice condenar a cadena perpetua: porque, por un lado, cuando la pena esté sancionada así en la ley, será lo que es, sin subterfugios ni reticencias; y por otro, porque si esta terrible diosa Fiebre no puede ser apaciguada sin una hecatombe de hombres por miles, no veo por qué no deban sucumbir primero los malhechores y ser salvados los obreros honestos.

No es justo ni humano pedir a los obreros honestos que pierdan la vida en el saneamiento de esas tierras desoladas como premio a un trabajo santo. Que vayan ellos, los delincuentes, y no en grupos homeopáticos, como se ha hecho hasta ahora en el Agro Romano, atrofiando un principio fecundo, sino en falanges numerosas, que vayan a las primeras obras de saneamiento de las marismas (seguidos luego por los obreros honestos), y que se rediman así, con el holocausto de sus vidas, por el mejoramiento económico y moral de esa sociedad a la que tanto daño infligieron con sus miserables actos…

Estas son las conclusiones principales a las que llega desde ahora la sociología criminal, guiada por los hechos observados y que antes he mencionado. Vendrán otras conclusiones, y cada día los horizontes de esta ciencia renovada se expanden luminosos; pero ya desde ahora las investigaciones de la escuela criminal positiva tienen tal valor de verdad, que un gran talento napolitano —de quien me separa una diferencia sustancial de principios políticos y sociales, pero cuya robustez mental no puede negarse— Ruggero Bonghi, proclamaba que solo de ellas “la legislación penal en Italia puede esperar la corrección de las enfermedades morales y mentales que se han introducido”.

Y ahora, llegado al término de esta rápida travesía por el campo de la ciencia criminal renovada, permitid que el corazón, también libre, se expanda y libere una cálida oleada de sangre hacia el cerebro, para que al razonamiento mesurado siga el latido del sentimiento, que embellece la vida.

Me despido de vosotros con un augurio que tiene para mí todo el encanto de los deseos más elevados. En las provincias septentrionales de Italia predomina la voluntad, en las meridionales el ingenio: que llegue pronto el día en que se dé la fraternidad entre la voluntad y el ingenio, y veremos a la Patria cumplir sus grandes destinos.

Pero el corazón también quiere expresar su gratitud por vuestra acogida, que, encendida por la comunión de edad y de altos ideales —cada vez más altos— me seguirá como dulce eco del alma en la tranquila oasi medieval que me espera con el ritmo paciente del estudio cotidiano. Me seguirá como recompensa elevada, inesperada, como aprobación elocuente de aquello que, sin duda, no juzgasteis en mí como petulante vanagloria, sino como entusiasmo fuerte y sereno por la ciencia. Por esa ciencia que, habiendo sustituido a la otra fe —de la cual nos deslumbró el espejismo irisado— con la fe de la vida por la Patria, ya no debe afirmarse, como en tiempos pasados, dentro del círculo restringido de la escuela aislada del mundo, sino que debe mostrar que ella también, en el alma de sus cultivadores, palpita y vive la vida de nuestra Patria, y acelera su más alta expansión en el camino resplandeciente del progreso humano con su obra, noble y santa también, porque es fecunda de un porvenir santo.

La conferencia fue estenografiada por la Sociedad Estenográfica Partenopea, presidida por R. Maietti. (Nota del autor).

FIN.

 

 

 

 

NOTA 1 En este punto de mi discurso, si la prisa que me apremiaba —y que me hizo omitir tantas otras referencias— y la intensa emoción no me hubieran negado la oportunidad, habría debido recordar, como ya hice en varias de mis publicaciones, el nombre de dos firmes defensores del positivismo científico, profesores de filosofía e historia del derecho en la Universidad de Nápoles: Angiulli y Bovio.

Algunas diferencias secundarias de perspectiva científica me separan de Angiulli, uno de mis maestros en psicología positiva; y una diferencia fundamental en la aplicación del método científico me separa de Bovio, quien en su Ensayo Crítico sobre el Derecho Penal se detuvo en la crítica silogística, sin añadir una reconstrucción científica, ni siquiera en la reedición de 1883, tras el amplio desarrollo de la escuela criminal positiva, allí no mencionada.

Pero esto no me impide agradecer la ocasión de reparar un silencio que lamentaría si alguien lo atribuyera a intolerancia o a sentimientos mezquinos, muy alejados de mí como de cualquiera que, sin admitir para sí ni para otros el monopolio de la verdad, valora a los pensadores no tanto por la calidad de sus ideas como por la potencia científica con que las defienden.

 

 


 

Análisis de la conferencia de Enrico Ferri (1885)

1. Contenido central: ciencia, diagnóstico y defensa social

La conferencia de Ferri en la Universidad de Nápoles es una exposición apasionada y rigurosa del programa de la escuela criminal positiva. Sus ejes fundamentales son:

  • Rechazo del libre albedrío como base de la responsabilidad penal: Ferri niega la existencia de una voluntad libre y propone que el delito es producto de causas naturales, físicas, psíquicas y sociales.
  • Clasificación antropológica de los delincuentes: distingue entre delincuentes natos, ocasionales, por hábito adquirido, por impulso de pasión y locos, proponiendo para cada tipo medidas diferenciadas de prevención y represión.
  • Crítica a la pena de muerte: aunque reconoce su fundamento teórico como medio de eliminación social, la considera inaplicable en Italia por razones culturales, éticas y prácticas.
  • Propuesta de defensa social: plantea cuatro formas de reacción social: prevención, reparación civil, represión temporal y eliminación, subordinadas al criterio de “temibilidad” del delincuente.
  • Llamado a la sociología criminal: Ferri propone trascender el derecho penal clásico y construir una ciencia empírica del delito, basada en hechos y orientada a la utilidad social.

Contexto histórico y científico

Italia y Europa en 1885

  • Unificación reciente: Italia había completado su proceso de unificación nacional apenas dos décadas antes. El país enfrentaba graves problemas sociales, económicos y sanitarios, especialmente en el sur.
  • Crisis del derecho penal clásico: la escuela de Carrara y Pessina, basada en el libre albedrío y la lógica jurídica, mostraba límites frente al aumento de la criminalidad y la incapacidad de las penas para prevenir el delito.
  • Ascenso del positivismo científico: influido por Darwin, Comte y Spencer, el positivismo proponía estudiar los fenómenos sociales como hechos naturales, observables y medibles. Ferri aplica este paradigma al delito.

Ferri como figura bisagra

  • Ferri articula el pensamiento de Lombroso (biológico) y Garofalo (jurídico) en una síntesis sociológica.
  • Su enfoque combina antropología, psicología, estadística y política criminal.
  • Aunque positivista, Ferri mantiene una sensibilidad ética y social que lo distingue de los determinismos más rígidos.

Surgimiento del positivismo penal en Europa

  • Italia: epicentro del positivismo penal, con Lombroso, Garofalo y Ferri como figuras fundacionales.
  • Francia: influencias en la criminología clínica y el estudio del medio social (Tarde, Lacassagne).
  • Alemania y Austria: más cautelosos, pero receptivos a la estadística criminal y la sociología jurídica.
  • Reino Unido: fuerte tradición liberal, pero con aportes empíricos desde la medicina legal y la psicología.

El positivismo penal se expandió rápidamente en América Latina, especialmente en Argentina, Brasil y México, donde influyó en la codificación penal y en la criminología institucional.

Criminología crítica y debates actuales

Ruptura epistemológica (años 60–70)

  • Criminología crítica: autores como Louk Hulsman, Nils Christie, Michel Foucault y Alessandro Baratta cuestionan el aparato penal como instrumento de control social, más que de justicia.
  • Abolicionismo penal: propone la eliminación del sistema penal como forma de superar la violencia institucional.
  • Justicia restaurativa: busca reparar el daño y restaurar vínculos, en lugar de castigar.

Críticas al positivismo

  • Determinismo biológico: se rechaza la idea de “delincuente nato” por su sesgo racial, clasista y pseudocientífico.
  • Neutralidad científica: se cuestiona la pretensión de objetividad del positivismo, señalando su función ideológica.
  • Función del castigo: se debate si el sistema penal realmente protege a la sociedad o reproduce desigualdades.

Aportes contemporáneos

  • Criminología verde: estudia el daño ambiental y la impunidad corporativa.
  • Criminología feminista: analiza el género como categoría estructural del castigo y la victimización.
  • Criminología cultural: explora las narrativas, símbolos y representaciones del delito en la sociedad.

Visión actualizada: ¿qué queda de Ferri?

Vigencia

  • Su enfoque etiológico sigue inspirando estudios empíricos sobre factores de riesgo y prevención.
  • La idea de “defensa social” ha evolucionado hacia políticas públicas integrales de seguridad, salud y educación.
  • Su crítica al formalismo jurídico y su apuesta por una ciencia del delito siguen siendo relevantes.

Superación

  • La criminología actual reconoce la complejidad del delito como fenómeno relacional, estructural y simbólico.
  • Se privilegia la interdisciplinariedad, la participación comunitaria y la justicia transformadora.
  • Se rechaza la estigmatización, el punitivismo y la exclusión como respuestas legítimas al conflicto social.

Conclusión

La conferencia de Ferri es un monumento intelectual que marca el tránsito entre el derecho penal clásico y la sociología criminal moderna. Su pasión por la ciencia, su compromiso con la justicia social y su visión estratégica de la prevención siguen inspirando. Pero hoy, la criminología crítica nos invita a ir más allá: a repensar el castigo, a despenalizar la pobreza, a restaurar vínculos y a construir sociedades más justas, donde el derecho penal no sea el único lenguaje posible frente al conflicto.

De Ferri a la Criminología Crítica: una genealogía del pensamiento penal

1. Enrico Ferri: ciencia, defensa social y clasificación del delincuente

Ferri representa el momento de transición entre el derecho penal clásico y la sociología criminal moderna. Su propuesta de una criminología etiológica, basada en la observación de hechos, la clasificación antropológica del delincuente y la defensa social, buscaba superar el formalismo jurídico y construir una ciencia útil para la sociedad.

Aunque su enfoque fue revolucionario en su época, hoy se reconoce que el positivismo penal incurrió en determinismos biológicos, naturalizaciones de la exclusión y justificaciones técnicas de la violencia institucional.

Eugenio Raúl Zaffaroni: crítica al poder punitivo

Zaffaroni retoma la tradición crítica del pensamiento penal latinoamericano y la lleva a una profundidad teórica y política sin precedentes. En obras como Derecho penal y poder o La cuestión criminal, plantea que:

  • El sistema penal no es un instrumento de justicia, sino un dispositivo de control social que reproduce desigualdades.
  • La criminología positivista —incluida la de Ferri— contribuyó a legitimar la selectividad del castigo, al construir “tipos peligrosos” y justificar la exclusión.
  • La única función legítima del derecho penal es la limitación del poder punitivo, no su expansión.

Zaffaroni propone una criminología crítica, garantista y abolicionista, que desnaturalice el castigo y lo someta a control constitucional, ético y político.

Alessandro Baratta: sociología crítica del derecho penal

Baratta, influido por el marxismo y la teoría crítica de Frankfurt, desarrolla una criminología de la marginación, que denuncia:

  • La función ideológica del derecho penal como instrumento de reproducción de la estructura social.
  • La falsa neutralidad del saber jurídico, que oculta su función de legitimación del poder.
  • La necesidad de una criminología de los derechos humanos, que reoriente el saber penal hacia la emancipación social.

Baratta recupera el impulso sociológico de Ferri, pero lo transforma en una crítica estructural del sistema penal, incorporando el análisis de clase, ideología y poder.

Loïc Wacquant: el castigo como política neoliberal

Wacquant, sociólogo francés radicado en EE.UU., analiza el auge del punitivismo en las sociedades neoliberales. En obras como Las cárceles de la miseria y Castigar a los pobres, sostiene que:

  • El Estado penal ha sustituido al Estado social: se recorta el bienestar y se expande la represión.
  • El sistema penal no combate el delito, sino que gestiona la pobreza, la marginalidad y la racialización.
  • La criminología positivista —como la de Ferri— contribuyó a construir una “ciencia del enemigo”, que naturaliza la exclusión y la violencia institucional.

Wacquant propone una sociología del castigo que revele las conexiones entre economía, política y penalidad, desmontando el mito de la neutralidad técnica.

Judith Butler: performatividad, vulnerabilidad y justicia

Aunque no es criminóloga, Butler aporta claves fundamentales para repensar el derecho penal desde la filosofía política y la teoría de género:

  • La performatividad del castigo: el derecho penal no solo sanciona, sino que produce identidades, cuerpos y subjetividades.
  • La vulnerabilidad como categoría ética: el castigo debe ser repensado desde la fragilidad compartida, no desde la lógica de la exclusión.
  • La crítica a la normatividad violenta: el derecho penal reproduce normas de género, raza y clase que excluyen y patologizan.

Desde Butler, podemos releer a Ferri como un autor que, aunque buscaba humanizar el castigo, terminó reforzando categorías peligrosas de normalidad y desviación.

Conclusión: ¿qué hacemos hoy con Ferri?

  • Reconocemos su valor histórico: Ferri fue un pionero en vincular derecho, ciencia y sociedad. Su crítica al formalismo jurídico y su apuesta por la prevención siguen siendo relevantes.
  • Revisamos sus límites: su clasificación antropológica, su visión de la peligrosidad y su propuesta de eliminación social deben ser cuestionadas desde una ética de los derechos humanos.
  • Reformulamos su legado: desde Zaffaroni, Baratta, Wacquant y Butler, podemos construir una criminología crítica, plural, garantista y transformadora, que no solo estudie el delito, sino que interrogue el poder que lo define, lo castiga y lo reproduce.

 


CONFERENCIA del Prof. ENRICO FERRI, en la Universidad de Nápoles.

  CONFERENCIA del Prof. ENRICO FERRI, en la Universidad de Nápoles. Versión castellana: Abg. Giuseppe Isgró C.   A LOS ESTUDIANTES D...